Sexualidad y violencia. Luis Seguí
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Название: Sexualidad y violencia

Автор: Luis Seguí

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: ConeXiones

isbn: 9788412469080

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СКАЧАТЬ se le ofrezca algo que llevarse a la boca29.

      Tanto la agresividad como la violencia son fenómenos transversales y transclínicos, lo que significa que sus protagonistas tienen orígenes sociales muy variados, y sus acciones pueden encuadrarse en el marco de las diversas estructuras psicopatológicas.

      Reducir la violencia a unos niveles aceptables implica la existencia de una autoridad que cumpla una función arbitral entre los grupos enfrentados, de tal modo que excluya las guerras de exterminio, porque la guerra total, en cuanto persigue la aniquilación del enemigo, es la antítesis del lazo social, que solo se sostiene en base a la alteridad. No hay lazo posible sin el Otro.

      De los tres elementos fundamentales, que según Max Weber, distinguen al Estado Moderno, dos muestran signos de estar en retroceso: la centralización del poder y el monopolio de la fuerza, mientras que el tercero, la burocracia como cuerpo técnico profesionalizado imprescindible para que la maquinaria funcione, no deja de crecer. La centralización supuso el fin de la fragmentación territorial y la consiguiente pérdida de poder de los señores feudales, debilitados al mismo tiempo por la desaparición de los ejércitos privados con los que se enfrentaban unos a otros, obligados a fundirse en una única fuerza armada bajo el mando de quien estuviera al frente del Estado. También está en crisis el concepto de soberanía, cuyos principios teóricos surgieron finales del siglo XVI y comienzos del XVII gracias a pensadores como Hobbes y Locke en Inglaterra y Bodin y Leyseau en Francia, naciones cuya unidad estaba ya consolidada, y que a partir de los Tratados de Westfalia se incorporó como una propiedad más del Estado Moderno. Desplegándose en dos direcciones complementarias, hacia dentro del Estado manteniendo el poder unificado y centralizado, y hacia el exterior, para regular las relaciones con las demás naciones; la noción de soberanía incorporada por el constitucionalismo liberal como residenciada en la voluntad de los ciudadanos, quienes la ejercen a través de sus representantes, choca con la complejidad de sociedades plurales en las que se cuestiona cada vez más la eficacia de los mecanismos de representación. La multiplicidad de asociaciones y grupos existentes en la sociedad civil en las que los sujetos se anudan a través de lazos sociales muy diversos —un hecho que en sí mismo habla de su vitalidad—, potenciados por las posibilidades de comunicación e intercambio que ofrecen las redes, ha transformado la relación entre la ciudadanía y el poder convirtiendo el sistema político en una poliarquía, lo que supone una recolocación de las identidades y una modificación de la relación entre la sociedad política y la sociedad civil que conduce a una construcción transversal de la subjetividad. Ya no es posible en un régimen democrático tomar las decisiones que conciernen a asuntos importantes como si se tratara de un ukase, un decreto real al que los sujetos han de obedecer porque así lo ha decidido la autoridad, por legítima que sea, como se ha demostrado a lo largo del último decenio en diferentes países donde ciertas decisiones gubernamentales han sido y son cuestionadas por la vía de los hechos, al margen de las instituciones.

      En la actualidad, en muchos países del mundo, tanto en Occidente como en otras latitudes, asistimos a un retroceso de los poderes centralizados, en una relación de constante tensión con las resistencias con las que esos poderes resisten el embate. Francia —un paradigma de verticalidad política y administrativa— representa un ejemplo de hasta qué punto el empuje de movilizaciones ciudadanas que rápidamente se transforman en protesta social, sin que obedezcan a un liderazgo individualizado o se identifiquen con una determinada ideología, más allá de un vago libertarismo, pueden de pronto transformar el panorama político. El sindicalismo francés, con una larga tradición de lucha y una gran capacidad organizativa se vio sorprendido por una movilización inorgánica, sin una dirección, capaz de alcanzar una masa crítica que ponga contra las cuerdas al poder, como se ha comprobado con los llamados chalecos amarillos. Algo similar ocurrió en Chile cuando las calles fueron ocupadas durante meses por multitudes indignadas por el aumento de la desigualdad y la tenacidad del gobierno de derechas en mantener la política económica diseñada durante la dictadura de Pinochet. Estos movimientos han podido gestarse y manifestarse gracias a la presencia de dos factores: en primer lugar, la magnitud de la precarización y pérdida de calidad de vida de ciertos colectivos sociales que, sin adscribirse a una clase social determinada y gracias precisamente a esa transversalidad, arrastran a otros grupos que suman sus propias reivindicaciones a las que dieron origen a la protesta; y en segundo lugar, el papel alcanzado por la utilización extensiva de las redes sociales, tanto para compartir las respectivas demandas como para convocar las manifestaciones en las calles con apenas minutos de antelación. El descontento por las malas condiciones de vida en los barrios periféricos de París y otras ciudades francesas —la malaise des banlieues— desató en el año 2005 una violencia destructiva espontánea por parte de sus habitantes, en su mayoría migrantes o descendientes de migrantes, centrada en la quema de vehículos y ataques a edificios públicos que la policía sofocó sin contemplaciones con una violencia represiva aún mayor.

      Aunque aquellos acontecimientos no tenían en común más que el rechazo a unas condiciones de vida insoportables, y su carácter espontáneo e inorgánico, junto a ciertas medidas paliativas adoptadas por la Administración, hicieron de ellos un episodio pasajero. Muy diferente es la naturaleza de la protesta iniciada por los «chalecos amarillos», que pese a no disponer de una organización ni de una dirección unificada, ha conseguido estar presente en las calles de las principales ciudades y muchos pueblos de Francia —cuya violencia también se ha cebado en la destrucción de mobiliario urbano, transportes públicos y privados, tiendas y escaparates—, y que finalmente ha conseguido integrarse en un gigantesco movimiento huelguístico pacífico cuyo detonante fue el intento gubernamental de modificar el régimen de pensiones, en el que participan cientos de miles de trabajadores, incluidos sectores importantes de las clases medias. Su tenacidad reivindicativa ha hecho retroceder al gobierno, que ha aparcado la reforma, al menos momentáneamente, aunque el presidente Macron ha insistido en que no renunciará a imponerla30. También en Chile el actual Gobierno de la derecha ha debido replantearse su política social —en especial con una mejora de las pensiones y la revisión del coste de los estudios universitarios— y forzado a prometer una investigación de los brutales excesos represivos que han dejado muertos y cientos de heridos, algunos de ellos gravemente mutilados, además de las agresiones sexuales protagonizadas por los Carabineros —una fuerza policial militarizada— contra manifestantes detenidos, mientras está en marcha el proceso de reforma de la Constitución heredada del pinochetismo.

      Aunque aún es pronto para comprobar el grado de profundidad que sin duda tendrán los efectos sociales y políticos —además de los económicos— desatados por la pandemia del Covid-19 que comenzó a finales del año 2019 y que el mundo continúa padeciendo, nadie debería sorprenderse si en muchos países la movilización de colectivos de humillados y ofendidos por la precariedad y la desigualdad, por la exclusión, el paro o sencillamente la pérdida de calidad de vida extraigan la conclusión de que la única vía para forzar al poder a reformular el contrato social es el empleo de la violencia. De hecho, se constata una multiplicación de la violencia como instrumento de acción política en muchos países que, sin estar en guerra —como sí lo están Siria, Yemen o Libia— grupos sociales muy diversos llevan adelante sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas desafiando las prohibiciones y la represión policial, desde Hong Kong hasta el Líbano, que está cada vez más cerca de convertirse en un Estado fallido. Ante el empuje de lo que Jacques-Alain Miller ha denominado la hipermodernidad, donde el goce ha reemplazado al ideal, parece que aún existen quienes se resisten a que sus vidas sean dirigidas con los criterios de la biopolítica y el neoliberalismo. Si bien no parece probable que se plantee algo similar a una situación revolucionaria o prerevolucionaria en los términos que la caracterizaba Lenin a comienzos del siglo XX, siempre hay que tener presente que cuando una protesta social que ha alcanzado una masa crítica se solapa con una crisis política, las consecuencias sistémicas pueden quedar fuera de control.

      Los sucesos que han conmocionado a los Estados Unidos y a buena parte del resto del mundo después del asesinato de George Floyd, un ciudadano negro de 46 años, por policías blancos en Minneapolis el 25 de mayo de 2020, constituyen un buen ejemplo del carácter explosivo que СКАЧАТЬ