Aquello sucedió así. Ángeles Malonda Arsis
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СКАЧАТЬ veinte veces». «¡Pero si el balcón está cerrado!». «Por no obedecer de inmediato, treinta». Sólo se permitían salidas en el primer domingo de mes, si es que iba un familiar a por las colegialas y si las notas habían sido aceptables. Uniforme obligado para salir; traje negro de lanilla con la falda a tablas; cuello recio, blanco, planchado al almidón, con un lazo de cinta en azul celeste; sombrero negro de ala ancha; por supuesto, calzado negro y guantes en blanco. Cuando, en una de esas salidas, mi padre nos llevaba a algún restaurante, como quiera que éramos cuatro hermanas, sentíamos risueñas miradas de las gentes, puesto que llamábamos su atención. En cuanto al asunto religioso, eso era lo primordial. Obligada misa diaria a muy temprana hora; el Rosario, rezos, muchos rezos. Estaba mal visto que las señoritas salieran a la calle sin acompañante, así que a las pocas que cursábamos enseñanza oficial y salíamos a las clases nos tenía que acompañar Águeda, la buena mujer que habitaba en la portería.

      Finalizados mis estudios, yo me aferraba a la idea de seguir mi vida por nuevos derroteros. Siempre sentí el ansia de viajar, conocer el mundo. Vislumbré la ocasión en una convocatoria de la naciente Junta de Ampliación de Estudios, que tenía como misión el intercambio de estudiantes y que, previos unos requisitos, como eran el de estar ya licenciados con buen expediente y conocer algo de inglés, se podía optar a una beca para ampliar estudios en América, concretamente en Florida, para dos años. Otra compañera y yo, al reunir las condiciones exigidas, la solicitamos con éxito, pero…vino a mi encuentro una de mis primeras grandes contrariedades: para el embarque precisaba del permiso materno, el cual me fue denegado, por lo que hube de renunciar.

      Con mi flamante título de licenciada y mi curso de doctorado, me vi obligada a reintegrarme a mi ciudad, Gandía.

      Un farmacéutico de los establecidos, por asuntos particulares, decidió dejar de ejercer su profesión y ofreció a mi madre el traspaso de su oficina, lo que ella se apresuró a aceptar para mí. Al verme propietaria de una farmacia, con la responsabilidad que ello implica, quedé «atada de pies y manos», ahogando mis ansias de vuelo. Fui consciente de que dejaba atrás una primera etapa de juventud radiante. Tenía que estar agradecida a mi destino; éste seguía sin portarse mal; me iba amoldando bien a mi nueva forma de vida, en plena actividad y éxito en el ejercicio de la profesión que había elegido. En ese periodo surge mi definitivo amor en la figura de un compañero de profesión que ejercía en una ciudad contigua. Unimos nuestras vidas después de un año de sólida amistad, en el que constatamos nuestra compenetración en todos los órdenes; ello ocurrió en el año 1929. Transcurrieron años felices, entre los que nos nacieron dos preciosas nenas. No me agradaban los continuos desplazamientos de mi marido a unos treinta kilómetros de distancia de nuestro hogar. Convinimos en traspasar la farmacia de Alcira. Realizado esto, se montó un laboratorio de especialidades farmacéuticas, actividad que Antonio ya venía desarrollando en pequeña escala. Del importe del traspaso quedó un remanente y, como siempre, de mutuo acuerdo se adquirió un flamante coche. ¡Un automóvil! Por aquellas fechas eran muy pocos los que circulaban. Nuestro cuidado Citroën de cuatro puertas causaba la admiración de amigos y envidia en otras personas; él lo denominó «nuestro brillante». Todo iba siguiendo su curso normal en un feliz hogar cuyos cimientos eran amor y trabajo. Así nos vimos inmersos en el fatídico julio del treinta y seis.

      A partir de esta fecha da comienzo la narración en la que me propongo dejar un testimonio más, entre los muchos ya aparecidos, de la hecatombe en la que nos vimos envueltos todos los españoles con el estallido de la cruel guerra civil.

      Viejo caserón enclavado en pleno centro de Madrid, en la que aún hoy se denomina calle de la Farmacia, entre Fuencarral y Hortaleza. Entre, como máximo, un centenar de varones en el curso, éramos unas siete mujeres, muy bien acogidas tanto por el profesorado como por los compañeros.

      En las aulas, al comienzo de la clase, se pasaba lista nombrando a los alumnos uno por uno, y tenían que hacer acto de presencia. El faltar sin causa justificada se consideraba muy importante, incluso para la calificación en los exámenes. El profesor requería a un alumno para que pasara a la tarima y expusiera el tema que había explicado el día anterior. Esto ocurría de una forma inesperada, y había que ir preparado por si eras el elegido. Si éste fracasaba, se le calificaba con una mala nota (un cero) y solía llamar a cualquier otro de los que estaban cercanos en la lista, lo que resultaba muy emocionante para los interesados. La mayoría adoptamos el sistema de los «apuntes», que consistía en prestar la máxima atención al profesor en su disertación e ir tomando nota de la misma. Era una eficaz ayuda para salir del paso de la forma más airosa cuando eras el agraciado. Para cada una de las asignaturas se nos había recomendado un adecuado libro de texto; en muchos casos su autor era el mismo catedrático. Don Marcelo Rivas era nuestro querido profesor en Botánica. Cuando la época y el clima eran propicios, organizaba excursiones a montes y campos cercanos; dirigidos por él y por sus auxiliares, se escogían especies para el montaje de nuestro herbario, que había que tener muy bien clasificadas para el examen de fin de curso.

      En esa primera etapa de mi estancia en Madrid surgió para mí el amor en la figura de un compañero cuyo fatal destino hizo que perdiera la vida apenas estuvo graduado. Ocurrió en carretera, en accidente de coche. Ya no estaba yo a su lado, pero un familiar que si lo estuvo me narró cómo en su delirio de muerte gritaba mi nombre.

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