Memorias de posguerra. Garcia Manuel Emídio
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СКАЧАТЬ al pasado, al haber sido, al ayer.

      Todo propósito de allegar las experiencias personales remite necesariamente a referentes históricos. El mundo privado es otra de las muchas quimeras que se esfuman. Y, sin embargo, la trabazón discursiva de lo disperso y fragmentario se apoya en la lastimada, siempre única y personal, siempre intransferible, expresión personal del reducto íntimo. La memoria o el recuerdo, por mor de la palabra, de la lengua, permite instrumentalizar el proceso de recuperación, de cura. La memoria del pasado y su verbalización son antídotos contra el abandono y la renuncia, contra la aceptación del fracaso. También –acaso sobre todo– contra el desorden impuesto.

      La idea de fragmentación, de desorden y caos, también de mutilación y pérdida, que arrostra todo exiliado, se compensa, en resumidas cuentas, con la obsesiva necesidad de recuperar el equilibrio desvanecido. Irrumpe así una tensa dialéctica que apunta a la reconstrucción de cuanto se da por seguro y, como tal, confiere una suerte de engañosa protección contra lo incierto y lo huidizo, contra lo que, en definitiva, es, ineludiblemente, la existencia.

      El sentimiento de provisionalidad, de transitoriedad, en lo que se presenta como socialmente cierto, seguro, se arraigó muy hondamente por haber experimentado, a muy temprana edad, algo que se imprimía en la conciencia cuando la razón no podía acogerlo, explicárselo: que todo estaba trastocado, que cada cosa había perdido su lugar, que ya no había un lugar, una casa, y que a nuestro alrededor todo dependía del azar. Es decir, la experiencia de la pérdida de algo que, como todo lo primordial, es insustituible.

      El sol de desterrado como la palabra del desterrado, apenas transmite calor, apenas ofrece luminosidad. Pero esa miseria del sol del desterrado, como su palabra, es, irónicamente, la fuente de una inagotable energía, de una energía que posibilita el crecimiento interior y el acto de escribir la otra historia, la del vencido. Ese sol y esa palabra descubren al exiliado –y a los lectores que un día han de leerle, dando, a ese sol y a esa palabra, calor, vida– lo que realmente es el ser humano: poquedad que se autoengaña con la mentira de creerse una duración sin término, un ser y estar sin fin que, además, se arraiga en otra mentira, la mentira –acaso la mayor y más irrisible, sin duda la más dañina– de la patria, de la nación.

      El destierro devuelve al hombre a los lindes de su verdadera constitución, le hace reconocer –se trata de una a modo de inesperada iluminación, o de repentina y hasta abrupta anagnórisis– que el signo del hombre es lo perentorio. El exilio obliga –¡qué remedio!– a aceptar que en todo –incluso en uno mismo– subyace un radical relativismo. El destierro lanza al hombre al diálogo atemperado con el otro, a ser palabra entre palabras, a ser simplemente –¡tan poco y a la vez tanto!– hombre, hombre tal esos junquillos que resisten el vendaval para –más pronto o más tarde– ceder, ser a la postre tallo roto que gime y se retuerce.

      Tallo roto que gime y se retuerce y que, tal en el largo poema-monumento, «Lo que sobra a la sepultura, muertos desconocidos y españoles vivos de hambre», incluido en Galope de la suerte de Arturo Serrano Plaja, recuerda que la:

      inextinguible llamo del recuerdo es herida

      que mano inextinguible,

      es hambre de justicia y es hambre de pan.

      Tallo roto que gime y se retuerce. Que gime y se retuerce tal un detritus que nunca del todo se desvanece, nunca es ya solamente olvido.

      Hayden White, en El valor de la narrativa en la representación de la realidad, saca a colación que Hegel planteaba, en Lecciones sobre filosofía de la historia, que ni la «historicidad» ni la «narratividad» son posibles, que ni una ni otra –por otra parte, tan emparentadas, pues las anima por igual el mismo propósito de configurar en discurso oral escrito la experiencia humana– son posibles, sin la noción de «sujeto legal», sujeto al que corresponde ser medio y tema de la narrativa histórica. Hecha esa relación entre legalidad, historicidad y narratividad, no ha de sorprender –continúa diciendo Hayde White– la frecuencia con la que la narratividad, bien ficticia o real, presupone la existencia de un sistema legal contra o a favor del cual se pudiera escribir, narrar.

      El individuo, convertido en ciudadano de pleno derecho, recupera a través de la palabra, de su recuento de los hechos, la condición de sujeto.

      Esa condición recuperada de sujeto, en los términos expuestos por Hayden White devuelve a la Historia a los predios de la realidad real, requisito indispensable para que aflore el discurso –valga la redundancia– de lo real. Discurso que acaba convirtiéndose él mismo en objeto de deseo en la medida en que hace deseable lo real. Para lo cual ha de presentarse lo real con la coherencia formal de los acontecimientos históricos. De este modo, el «peso de la significación» de los acontecimientos contados se «proyecta» a un futuro que va algo más allá del inmediato presente, un futuro cargado de juicio moral.

      FRANCISCO CAUDET

      Universidad Autónoma de Madrid

      LA DIÁSPORA CULTURAL DE POSGUERRA

       Susan Sontag, New York, 1983

       Mario Benedetti, Madrid, 1984

       Jean-Michel Palmier, 1988

       John Berger, 1965

      Varios hechos históricos generan, en el siglo veinte, el exilio de miles de personas de sus respectivos países: la llegada al poder de Adolf Hitler (1933); el estallido de la guerra civil española (1936-39) y la proclamación de la segunda guerra mundial (1939-45).

      Como consecuencia de esos sucesos un sector importante de la «inteligencia» europea emigró hacia los Estados Unidos de Norteamérica, América Latina y diversos países de Europa.

      Ese éxodo fue, a lo largo de muchos años, objeto de estudio de historiadores norteamericanos, europeos y latinoamericanos, autores a quienes quisiéramos recordar, pues hicieron posible desvelar no sólo el drama del desarraigo humano tras las guerras, sino también la pérdida cultural que supuso para muchos países europeos el éxodo de algunos de los más significativos creadores de las artes y las letras.

      Uno de los primeros historiadores que se ocupó del exilio cultural europeo fue Jean Michel Palmier (1944-98), a través de su ensayo Weimar en exil (1988) en el que estudia, particularmente, el destino de la emigración intelectual alemana hacia Europa y las Américas.

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