Padres e hijos. Ivan Turgenev
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Название: Padres e hijos

Автор: Ivan Turgenev

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Clásicos

isbn: 9786074571127

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СКАЧАТЬ cerca de su lecho con batín y fumando en pipa—. ¡Ostentar semejante elegancia en una aldea! ¿Y las uñas? ¡Qué uñas! Parecen uñas para mostrarlas en una exposición.

      —Lo que tú no sabes —respondió Arkadi— es que en tiempos fue un verdadero león(8). Alguna vez te contaré su historia. Fue un hombre guapo, que traía de cabeza a las mujeres.

      —¿Deberás? Entonces continúa siendo fiel a su vieja costumbre. Lástima que aquí no haya a quien conquistar. Estuve observándolo todo: el cuello impecablemente estirado, la barbilla tan esmeradamente afeitada. ¿No encuentras todo eso ridículo, Arkadi Nikolaievich?

      —Tal vez, pero de veras, es buena persona.

      —Un fenómeno arcaico. Tu padre sí que es un buen hombre. Es malo recitando versos y dudo que entienda algo en la administración de la hacienda, pero es bonachón.

      —Mi padre es oro puro.

      —¿Has notado que se turba?

      Arkadi asintió con la cabeza, como si él mismo no se turbase. —Es algo asombroso —continuó Basarov—, estos viejecitos

      románticos excitan su sistema nervioso hasta la irritación y... llegan a perder el equilibrio. Bueno, me retiro. En mi habitación hay un lavado inglés, aunque la puerta no se cierra. De todos modos es digno de estímulo lo del lavado inglés. ¡Qué progreso!

      Basarov salió. Arkadi experimentaba una sensación de alegría y bienestar. Era dulce dormir en la casa paterna,

      En el lecho hogareño, bajo una manta confeccionada por manos amadas, tal vez las manos cariñosas, incansables, bondadosas de su nodriza. Al evocar el recuerdo de Egorovna, Arkadi suspiró y le deseó eterno descanso en el reino de los cielos. Nunca rezaba por sí mismo.

      Tanto él como Basarov se durmieron enseguida, pero los otros moradores de la casa tardaron mucho en conciliar el sueño.

      El regreso de su hijo había emocionado a Nikolai Petrovich. Se acostó sin apagar la vela y con la cabeza apoyada en el brazo meditó largo rato. Su hermano permaneció en su despacho sentado en un moderno sillón hasta muy entrada la noche, ante la chimenea, en la que ardía con débil chisporroteo el cabrón de piedra.

      Pavel Petrovich no se desvistió, sólo sustituyo sus zapatos de charol por unas pantuflas rojas chinas. Tenía en las manos del último número del Galignani(9), pero no leía.

      Mira fijamente la chimenea en la que centellaba una llama azul, ya languideciendo, ya reanimándose... Dios sabe donde vagaban sus ideas, más no solo vagaban en el pasado. La expresión de su rostro, taciturno y reconcentrado, era la de un hombre que no sólo se entregaba al recuerdo. Entre tanto, en una pequeña habitación trasera, ataviada con una toquilla azul celeste y con un pañuelo blanco sobre los oscuros cabellos, permanecía sentada en un gran baúl, la joven Fienichka, que, medio dormía, ,miraba y escuchaba atreves de la puerta entreabierta, tras la cual se veía una cuna y se oía la respiración acompasada de un niño dormido.

      (7) Francés: “se ha despabilado”

      (8) Así se les llamaba a los tenorios bien vestidos, en esa época. (9) Galignani’s Messenger. Periódico fundado en 1814 y cerrado en 1884.

      V

      A la mañana siguiente Basarov fue el primero en despertarse y en salir de la casa. “Vaya —pensó mirando su alrededor—, el lugar no es muy bonito que digamos.”

      Cuando Nikolai Petrovich deslindó sus tierras con los campesinos tuvo que agregar a su nueva finca unas cuatro desiatinas de campo completamente liso y pelado.

      Construyó la casa, las oficinas y la granja; plantó un jardín y cavó un estanque y dos pozos. Pero los arboles jóvenes crecían mal, el estanque recogía muy poca agua y la de los pozos tenía un sabor salobre. Sólo un espacio rodeado de lilas y acacias se desarrollo normalmente. Allí a veces almorzaba o tomaba el té.

      En unos instantes Basarov recorrió todos los senderos del jardín, entró en el establo, en la cuadra, encontró a dos muchachos con los que enseguida hizo amistad, y se fue con ellos a buscar ranas a un pequeño pantano, sito a una versta de la finca.

      —¿Y para qué quieres las ranas, barín(10)? —preguntó uno de los muchachos.

      —Verás —le respondió Basarov, que poseía una habilidad especial para infundir confianza en las gentes del pueblo, aunque nunca era tolerante con ellas y las trataba con desgano—: Cojo la rana, la abro y miro lo que pasa dentro de ella, y puesto que nosotros somos lo mismo que las ranas, sólo que andamos con los pies, de esa forma sé también lo que pasa dentro de nosotros.

      —¿Y de qué te sirve eso?

      —Para no equivocarme si te pones enfermo y me toca curarte. —¿Acaso eres médico?

      —Sí.

      —Vaska, ¿has oído? El barín dice que tú y yo somos lo mismo que las ranas, ¿Qué te parece?

      —A mí me dan miedo las ranas —respondió Vaska, un chico de unos siete años, rubio como el lino, vestido con una casaquilla gris de cuello tieso y con los pies descalzos.

      —¿Por qué te dan miedo? ¿Acaso muerden?

      —¡Vamos, filósofos, al agua! —les dijo Basarov.

      Entre tanto, Petrovich también se había despertado y se encamino al instante a la habitación de Arkadi, que ya estaba vestido. Padre e hijo salieron a la terraza, situándose bajo el alero de la marquesina. En una mesa, cerca de la barandilla, ya estaba dispuesto el samovar(11) con agua hirviendo. Apareció la misma niña que recibió a los viajeros y dijo con un hilillo de voz:

      —Fidosina Nikolaievna no se encuentra bien del todo y no puede venir. Me ordena les pregunte si desean servirse ustedes mismos el té o quieren que envié a Duniasha.

      —Yo mismo lo serviré —se apresuró a responder Nikolai Petrovich.

      —Arkadi, ¿cómo lo prefieres, con crema o con limón?

      —Con crema —respondió Arkadi, y después de un breve silencio añadió—: ¡Papascha!

      —¿Qué? —profirió Nikolai Petrovich mirando a su hijo con turbación. Arkadia bajó los ojos.

      —Perdona, papascha, si mi pregunta te parece inoportuna —comenzó—, pero tu sinceridad de ayer me anima a corresponder del mismo modo... ¿No te enfadarás?

      —Habla.

      —Tú me infundes valor para preguntarte... ¿No crees que Finichka...? ¿No crees que ella no vine a servir el té porque estoy yo aquí?

      Nikolai Petrovich se volvió ligeramente.

      —Quizá —dijo al fin—. Ella supone..., le da vergüenza... Arkadi lanzó una rápida mirada a su padre.

      —No tiene por qué darle vergüenza. En primer lugar, ya conoces mi modo de pensar —a Arkadi le gustaba mucho pronunciar esas palabras—, СКАЧАТЬ