Название: Cuando se cerraron las Alamedas
Автор: Oscar Muñoz Gomá
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
isbn: 9789566131106
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Y cortó. Juan Pablo tuvo conciencia de la desconfianza que se estaba instalando en el país. En otros tiempos, nadie habría tenido problema en darle la información que pedía. Apareció su cuñada en la sala y lo sacó de sus cavilaciones y ensimismamiento.
5
El viaje en el avión de Caledonian a Londres fue largo, catorce horas. Después de inmigración tuvo que esperar otra hora más para tomar un bus que lo llevaría a Oxford. Luego debería subir a un taxi. Tenía una dirección adonde dirigirse: el Saint Antony´s College, en la Woodstock Road, presentarse y recibir instrucciones para su alojamiento. Iba agotado, había dormido muy poco y las vueltas del bus a la salida de Londres y después a la entrada de Oxford lo tenían muy fatigado. Se daba fuerzas, recordando que las había tenido mucho peores en Dawson. Nada comparable. Pero el cuerpo tiene sus límites.
Lo recibió un portero correctamente vestido y con un sombrero de hongo. Después de presentarse y mostrar la carta de invitación del college, el hombre miró un listado que tenía, asintió y le informó la dirección de su residencia. Le habían asignado una habitación en una casona a menos de una cuadra del college. No le valía la pena pedir otro taxi. Podría caminar y junto con su cansancio, arrastrar la maleta, que tenía ruedas. Le entregaron las llaves y las indicaciones para llegar. También una carta que guardó en su bolsillo. La casa era una vieja residencia victoriana, de tres pisos y amplios jardines alrededor. Tenía un pequeño muro a la calle, de piedra caliza, de no más de un metro y medio de altura. La avenida era hermosa, con grandes árboles en las veredas. El aire estaba templado; no hacía frío, aunque a esa hora, las cinco de la tarde, estaba bastante oscuro. Su habitación estaba en el segundo piso y tuvo que subir una escalera con su equipaje. No vio a nadie, pero ubicó el número de su habitación, entró y se encontró con una pieza amplia, con bastante espacio libre, una cama de plaza y media, una mesa de trabajo con una silla, un sillón confortable, una lámpara de pie, un pequeño closet y otro cubículo que hacía de pieza de baño. Indudablemente, estos habían sido agregados en alguna remodelación. Este sería su hogar por quien sabe cuánto tiempo. Un palacio al lado de la barraca donde tuvo que dormir en Dawson. Estaba agotado, así es que sin abrir la maleta ni sacar ninguna de sus pertenencias, se echó sobre la cama y sin darse cuenta cayó en un sueño profundo.
Despertó con una luz que entraba por la ventana. Ya era la mañana. Miró su reloj pulsera y constató que su hora eran las dos de la madrugada. Recordó la diferencia de horas entre Londres y Santiago, seis horas le habían dicho. Aunque seguía con sueño, le pareció que lo más prudente sería incorporarse de una vez al horario inglés. Recordó la carta en su bolsillo. Era del director del Centro Latinoamericano, el profesor Harold Templeton. Le daba la bienvenida, le deseaba una grata estadía en Oxford y le informaba su teléfono para que se comunicaran. Esa carta lo reconfortó anímicamente. Desde la llegada a Londres había comenzado a experimentar una sensación de soledad que lo molestaba. En Santiago vivía solo, pero tenía un círculo de amistades, colegas y familiares que le creaban una atmósfera de pertenencia, de afectos, de ansiedades, miedos y esperanzas compartidas. Incluso en Dawson si algo echó de menos fue un poco de privacidad, que fue uno de los bienes más escasos. Mientras estuvo detenido siempre estuvo rodeado de compañeros de infortunio y entre ellos desarrollaron lazos de amistad y solidaridad. Siempre formó parte de un grupo mayor. Ahora era solo él. Sus vínculos se habían cortado, se encontraba en un país extraño, amigo y hospitalario, no cabía duda, pero ajeno. Supuso que de a poco tendría que construir nuevos lazos, nuevas redes de amistad y cooperación, pero no estaba seguro con qué carácter.
Prefirió alejar esas dudas, instalarse, ducharse, cambiarse ropa e iniciar su exploración de este nuevo mundo que tendría que conquistar, el viejo mundo, pensó con ironía. Además, tenía hambre y decidió que lo primero sería buscar donde tomar desayuno y luego haría contacto con el director del centro. Cuando estuvo listo, fue a la portería del college para indagar por posibilidades de desayuno en las cercanías. El portero le indicó que ahí mismo el college tenía un comedor para sus académicos y estudiantes, aunque era pagado. Pero a precios muy convenientes, le agregó. El comedor estaba en un edificio moderno, adjunto a una especie de sala de estar con muchos muebles, y diarios. Le llamó la atención una colección de tapices orientales que colgaban de los muros, bastante altos. En el comedor bullían las conversaciones. En un sector estaban los autoservicios y bandejas para coger las meriendas y en el resto había mesas para unas ocho personas con sus respectivas sillas. Le impresionó la cantidad y variedad de viandas. Como para un almuerzo. Salchichas, tocino, huevos fritos o revueltos, porotos, ensaladas, panes de diversos tipos, mermeladas, mantequilla, café y té, a discreción. Cogió una bandeja y platos y se sirvió salchichas, dos huevos fritos, un par de panes, mermelada y una taza de café con leche. En la caja le calcularon el precio y le pareció irrisorio, convertido a precios chilenos. Le habían dicho que Inglaterra era muy caro, pero ese desayuno era un regalo. Supuso que habría algún subsidio de la universidad. Seguro que en muy poco tiempo recuperaría el peso que tenía antes de haber pasado por la detención en Dawson. Llevó su bandeja a una mesa donde había suficiente espacio y se aprontó a desquitarse de la mucha hambre que pasó durante un año. Les hizo una leve venia a otros comensales que había en la mesa, a manera de saludo y se sentó.
De pronto escuchó hablar en castellano. Puso atención y comprobó que era un castellano chileno. Perfectamente reconocible el idioma criollo, con sus medias palabras, las eses omitidas y mucho garabato entre medio. Percibió un calorcito en el corazón. Se dio vuelta y vio a dos jóvenes que hablaban acaloradamente en la mesa del lado. Se levantó y fue a saludarlos.
− ¡Qué alegría escuchar a unos compatriotas!
Los jóvenes lo miraron sorprendidos. Se presentó y les mencionó su nombre.
− Vengo llegando de Chile, como profesor visitante y estaré un año aquí. Cuéntenme, me imagino que son estudiantes. ¿Quiénes son ustedes, qué hacen?
− ¡Tanto gusto!−, contestaron.-Sí, somos estudiantes de post-grado en historia. Soy Rodrigo Avendaño.
− Carlos Müller−, se presentó el otro.
− ¿Les importa si traigo mi desayuno?
− Pero, ¡por favor!
Iniciaron una conversación que se extendió más allá del desayuno. Los jóvenes no podían creer que estuvieran conversando con uno de los detenidos en la isla Dawson. Juan Pablo había sido franco y les contó la verdad. Era un exiliado que recién salía de la prisión, o del campo de prisioneros mejor dicho y venía a Oxford a realizar un trabajo académico. Los jóvenes estaban gratamente sorprendidos de haber conocido a Juan Pablo. Eran militantes del Mapu y aunque no fueron detenidos, habían postulado y obtenido unas becas para seguir sus estudios de post-grado en historia. Fueron estudiantes en la Universidad Católica y en base a su buen rendimiento académico se beneficiaron con esas becas del British Council. Juan Pablo estaba feliz de sentirse acompañado de estos jóvenes compatriotas. Aunque sus disciplinas eran completamente distintas, había mucho tema de interés común. De hecho, se habían inscrito en su seminario, al cual tenían derecho de asistir. Además, ellos llevaban un año en Oxford y ya conocían los pequeños secretos que podían hacer la vida más placentera, aparte de los trabajos universitarios propiamente tales. Le contaron que había cine arte, le hablaron de la mundialmente famosa librería Blackwell, que era maravillosa, de los hermosos parajes en torno a Oxford, del río, de las regatas, de las tradicionales ciudades cercanas como Stratford-on-Avon, la cuna de Shakespeare, de Reading, donde Oscar Wilde estuvo preso por su homosexualidad, de los infinitos atractivos de Londres, a una hora en tren.
− No tendrá cómo aburrirse−, le dijeron por fin.
− Oigan, por favor, no me traten tan formalmente. Solamente Juan Pablo y siéntanse ya mis amigos.
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