Название: Obras Completas de Platón
Автор: Plato
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9782378079819
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Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual que un dios por un amante que no finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de amar. Si antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este sentimiento, diciendo que es cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho que rechazara a su amante, el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le obligan bien pronto a recibirle en su intimidad. Porque no puede estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres malos, ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y de su sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y comprende que la afección de todos sus amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada con la que le inspira su amante. Cuando han mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han estado en contacto en los gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Zeus, enamorado de Ganímedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en su interior en parte, y cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un sonido reflejado por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven por el canal de los ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de amor el alma de la persona amada. Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo; se parece al hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en otros ojos enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo. Cuando está en su presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le echa de menos cuanto puede echarse; y siente una afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el nombre de amor, sino que la llama amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda no tardará en satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al corcel indócil le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos sufrimientos pide un instante de placer. El corcel del joven amado no tiene nada que decir, pero experimentando algo que no comprende, estrecha a su amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos, y mientras permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar los favores que su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida ordenada, siguiendo los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos. Dueños de sí mismos viven como hombres honrados, porque han subyugado lo que llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados y aliviados de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates que se pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que ni la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes, sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se precipitarán a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos placeres, pero no con profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el uno para el otro una afección verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y cuando su delirio ha cesado, creen haberse dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían cometer un sacrilegio si rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley divina no permite que los que han comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas subterráneas, sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que solo cuenta con una sabiduría mortal, y que vive entregado por entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la persona que ama más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre de virtud, pero que le hará andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas subterráneas durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación de mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable de tales extravíos. Perdóname por mi primer discurso y recibe este con indulgencia; echa sobre mí una mirada de benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de amar, cuyo presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté ciegamente apasionado por la belleza. Si Fedro y yo te hemos ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de que su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera al amor dirigido por la filosofía.
FEDRO. —Me uno a ti, mi querido Sócrates, para pedir a los dioses que sigan ambos tu consejo por ellos y por mí. Pero en verdad, yo no puedo menos de alabar tu discurso, cuya belleza me ha hecho olvidar el primero. Temo que Lisias parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un nuevo discurso. Por lo demás, ahora, recientemente, uno de nuestros hombres de estado le echaba en cara, en términos ofensivos, el escribir mucho, y en toda su diatriba le llamaba fabricante de discursos. Quizá el amor propio le impedirá responderte.
SÓCRATES. —Yaya una idea singular, mi querido joven; poco conoces a tu amigo, si crees que se asusta con tan poco ruido. ¿Has podido creer que el que así le criticaba hablaba seriamente?
FEDRO. —Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú mismo sabes, que los hombres más poderosos y de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de componer discursos y de dejar escritos, temiendo pasar por sofistas a los ojos de la posteridad.
SÓCRATES. —No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues de la vanidad; y no ves que los más entonados de nuestros hombres de estado son los que más ansían componer discursos y dejar obras escritas. Desde el momento en que han dado a luz alguna cosa están tan deseosos de adquirir aura popular, que se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.
FEDRO. —¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.
SÓCRATES. —¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de estado aparecen siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal… han tenido a bien… Y aquí se nombra sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida, para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y, dime ¿No es éste un verdadero escrito?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha, queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.
FEDRO. —Convengo СКАЧАТЬ