Название: Espejo de historias y otros reflejos
Автор: Jorge F. Hernández
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ensayo
isbn: 9786079664572
isbn:
"Según me dijo el sueco, con la ayuda de unos giros silábicos y con el amparo de la noche, él era capaz de darle vida a la estatua de esa musa indefensa y, una vez que la despertaba, recorrían su romance por cuanto rincón del Centro Histórico se les antojara.
"Lamento informar que nunca más volví a ver a Ingemar Olaf Larsson y que, hace unos días, en una de mis frecuentes giras a las librerías de viejo de la calle Donceles se me informó de su lamentable fallecimiento. Se trata de un verdadero giro del azar: mientras revisaba los estantes sin ningún interés particular, descubrí un bello ejemplar en octavo mayor cuyo título encerraba el nombre Larsson. Mi amigo el librero me platicó que ese libro le fue vendido por la dueña de una vecindad cercana en donde a veces dormía y, finalmente, murió 'un sueco altote, paliducho y güero'.
"Con ayuda de un diccionario sueco-español, que compré junto con el bello ejemplar, logré traducir que se trataba del mismísimo Libro secreto de los Larsson. Aunque lamento no haber cultivado la amistad de Ingemar Olaf, hoy inicié mis clases de sueco en curso intensivo. ¿Será que logre ligarme a alguna estatua?" Firma: Rosendo Rebolledo, médico, abril, 1978.
El taxi de Patrimonio Balvanera
Me habían comentado sobre la posibilidad de viajar a Madrid desde la Ciudad de México sin desplazarse del Centro Histórico de esta ciudad. Se trataba de un enrevesado juego místico y misterioso que estaba estrechamente vinculado tanto con el biorritmo personal del potencial viajero, como de la configuración de las estrellas en el día elegido para el pase trasatlántico. De lograr la combinación esotérica, uno solo tendrá que cruzar de rodillas la calle Madero —del Palacio de los Azulejos al atrio del Templo de San Francisco— para encontrarse de pronto en plena Puerta del Sol. Sobra mencionar que nunca logré el anhelado pase ibérico y que sólo provoqué —en tres diferentes ocasiones y horarios— los embotellamientos más ridículos que ha conocido la antigua calle de San Francisco-Plateros.
Sin embargo, el azar y las circunstancias me jugaron una reivindicación. Aunque no llegué a Madrid, tuve la fortuna de viajar en el taxi de Patrimonio Balvanera, vehículo conocido por algunos como La nave del olvido y mencionado en algunos textos como El carruaje de los tiempos. Su caprichosa carrocería imperceptible y su silencioso deslizamiento por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México han hecho que sólo muy pocos viajeros hayan tenido la oportunidad de viajar en el taxi de Patrimonio, y contar con el privilegio de su conversación.
Para lograr la aventura, se precisa del cumplimiento de ciertos ingredientes: tener afición, o de plano amor, por la historia de la Ciudad de México; comer en algún restaurante del Centro Histórico (de preferencia con dos aperitivos suaves, mariscos de plato fuerte, postre de pura cepa nacional y dos digestivos semi-suaves) y extender la mano, exactamente a las seis de la tarde, en la esquina que hacen las calles de Bolívar y Venustiano Carranza. Exactamente a la seis de la tarde, ni un minuto más, ni uno menos.
Patrimonio Balvanera es moreno, regordete y feliz, a pesar de que ha sufrido los estragos de los siglos. Lleva tres siglos y medio transportando pasajeros ocasionales, víveres en peligro de descomposición y muchas décadas con el acarreo de libros, cuando su taxi era carreta. A mí me tocó en suerte verlo de traje con chaleco, al parecer contemporáneo, pero hay quienes aseguran que puede ir de casaca garigoleada y peluca blanca o de negra levita con chistera alta. Sea de rejoneador colonial o de chofer porfiriano, Patrimonio conjuga sus dotes de manejo con una conversación intermitente.
Sin que se lo dijera, Patrimonio me llamó siempre por mi nombre e intuyendo mi vocación se dirigió directamente al Zócalo mientras me dictaba una perfecta cátedra sobre el último tercio del siglo xix. Al girar sobre Cinco de Mayo, cambió su conversación y, con la ayuda de la radio, me transportó al México de principios de 1943. Con música de Agustín Lara como fondo, observé un bello cartel que anunciaba la presentación de la ganadería de Pastejé en el Toreo de la Condesa: Armilla, Silverio Pérez y la alternativa de Antonio Velázquez. Dado que es una de mis fervientes aficiones, le pedí a Patrimonio que me hiciera el milagro de poder ver en vivo las faenas de Tanguito, Clarinero y la lidia de Andaluz, que yo ya sabía se llevarían a cabo en esa tarde.
Pero Patrimonio tenía otros planes: "Otro día, con más calma, vamos al toro y si quieres hasta platicas con Silverio cuando era joven" y, sin ser tajante, agregó: "Ahora, lo que te toca es definir tu delirio. Sé que has buscado viajar con pases locos al otro continente, e incluso sé de tus atravesadas de rodillas. De acuerdo con tu afición taurina, deberías saber que los pases —aunque sean pocos— tienen que ser razonados y con ritmo, pero para lograr ese temple no tienes que andar hincándote. Conmigo ya descubriste que el secreto de estos espacios está en el tiempo: el que transcurrió y el que transcurre. Dominarás los espacios en tanto domines los tiempos..." Sus palabras se interrumpieron con un acelerón que le metió al taxi y, con un leve viraje del volante, reconocí el México olímpico y estudiantil de finales de 1968. Contrario a lo que supuse me esperaba, reconocí —sobre la acera de Isabel la Católica casi esquina con Madero— las figuras ya legendarias de César Costa, con suéter de rombos, Johnny Laboriel, con botines tipo Beatle, Enrique Guzmán y la ya mítica Angélica María.
Creí que me abandonaría en esa época con claras intenciones musicales, mas la aventura que me preparaba Patrimonio era de otro tono. Al doblar por Donceles y llegar a la calle de Argentina, a la altura de lo que ahora ocupa el Museo del Templo Mayor, descubrí que ya era otra época, otros trajes y sonidos. Patrimonio paró entonces su taxi, me abrió la puerta con cortesía y con un leve guiño, que me señalaba hacia San Ildefonso, me dijo que allí mismo me esperaría.
Guiado por un desconocido propósito me encontré de pronto en el centro del salón conocido como El Generalito, rodeado de los que ahora son mis maestros aunque aquí los veía con mucho menos años. En las adornadas butacas de madera se instalaban distintos autores, historiadores y escritores en perfecta revoltura de épocas y de idiomas. Michel de Montaigne al lado de Ramón Iglesia, Alfonso Reyes que se acercaba a escuchar a Samuel Johnson, Marc Bloch y Diderot se reían de un comentario de Heródoto y éste tomaba del brazo a quien reconocí al instante como Lucas Alamán.
Con la emoción que me provocaba mi azoro, quise preguntarle al joven que se sentaba a mi lado (que ahora he leído y releído con frecuencia), si todo aquello era realidad palpable o ilusión etílica, ¿cada cuándo se juntan?, ¿son clases o tertulias?, ¿hay examen?... pero adivinando mi inquietud, mi ahora maestro me susurró: "Que no te sorprenda, pero esta reunión es infinita. Aquí vienes, ves y escuchas cuanto leas y recuerdes. Esta es el aula de la memoria, jardín de Clío, refractario de Cronos, vasija de todo saber y cátedra sin calificación".
Una hora después, recuerdo una campanada, cuando sentí el mismo e inexplicable propósito de regresar al taxi de Patrimonio. Con una sonrisa, que merece el adjetivo de deslumbrante, Patrimonio Balvanera me esperaba vestido áhora de impecable chaqué y, una vez que me cerró la puerta, acelerando la mágica nave del irónico olvido, me reiteró la posibilidad de más y más viajes a las reuniones de El Generalito con la conclusión de su cátedra: "La clave que necesitas está en que recorras los pasados en tanto recorras los espacios y que camines todos los espacios en tanto reconozcas, leas o conozcas, todos los tiempos posibles".
Me dieron ganas de preguntarle más detalles a Patrimonio Balvanera cuando СКАЧАТЬ