Apenas toman posesión del departamento en el edificio de principios del siglo XX, son conscientes de que estarán solos en la propiedad durante meses. La unidad está habitable, no como el resto, y ellos son los únicos que tienen autorización para mudarse. Durante el día, comparten las partes comunes con los albañiles de los otros departamentos. Por la noche, sin más luz que la que fue «puenteada» hasta su propiedad, el edificio respira la penumbra y el silencio del abandono. En ese escenario, apenas con una linterna, Henrik y Greta salen a robar las manijas perdidas de las puertas para completar el hogar, los apliques de luz, algunos azulejos, comandos de canillas, todo aquello que falta para completar el rompecabezas de la casa de estilo. Asumen que no hay un inventario de manijas y nadie los atrapará. A lo sumo, culparán a los albañiles y eso no les importa.
Una noche, Henrik se queda en la cama y Greta sale sola. Pasada la medianoche, en el tórrido enero porteño, Greta avanza por el pasillo descalza y en remera y bombacha. Lleva una bolsita con un destornillador y un martillo. Sube dos pisos por escalera y se adentra en el último departamento del pasillo, el más grande del piso. Mientras desenrosca una perilla con la linterna entre los dientes, un arrastrar de pasos la distrae. Piensa que se trata de Henrik hasta que una luz punzante directa a sus ojos, la deja ciega. Grita. Su alarido despierta al gigante que sale entredormido a los tumbos, llamándola en noruego. Su voz de bajo rebotando contra las paredes vacías y deslizándose por los pasillos sin objetos que la absorban, asusta al intruso.
Greta no vuelve a vagar sola, ni de noche. Sus pesadillas inventan relatos de fantasmas de arquitectos vengativos, de propietarios muertos que defienden su propiedad, de inquilinos redivivos. La explicación de Henrik se ajusta a la lógica cartesiana de evidencia, análisis, síntesis, comprobación y conclusión. Greta asiente, aunque continúa obsesionada por seres sobrenaturales y no hace lugar a la conjetura del albañil que trabajó horas extras, no pudo volver a su casa y se quedó a dormir en la obra. Greta siente que debe ser castigada e imagina tormentos sexuales, violaciones, ataduras. Nunca un «señora, no haga eso», «devuelva lo que se llevó». A veces se pregunta qué hubiese sucedido si Henrik no asustaba al intruso, qué hubiese hecho ese cuerpo semitraslúcido —tal como su mirada lo fabricó— si no hubiera salido corriendo atolondradamente para perderse lejos de la voz cavernosa del gigante.
Buenos Aires tiene esos edificios decimonónicos y esa mezcla monstruosa de basura y esplendor. Cuando Henrik y Greta se conocieron en Buenos Aires, prometieron vivir el resto de sus vidas allí. Una ciudad ajena y apropiada. Expropiada. Una tierra tan singular como anacrónica. De todas formas, los viajeros rara vez se conectan con la soledad más de tres meses. Quizás alguna universidad norteamericana haya hecho un estudio sobre ese tema. Pero bien sabían Greta y Henrik que contarían con placebos como el couchsurfing y sus reuniones bizarras, sus inventos de karaoke, fiestas de disfraces, campamentos, reuniones religiosas, siempre espolvoreadas de ácidos, marihuana y litros de cerveza. Sexo con locales para deleite del foráneo. Eso, exactamente, pretendían los argentinos en las reuniones; colgar en sus paredes el trofeo de caza de países difíciles de pronunciar, coger en dialectos, acariciar pieles curtidas o cuidadas por otros soles. Y los extranjeros buscaban impregnarse en la verdadera esencia del país, los jugos internos del buen salvaje. Literalmente.
Henrik vio por primera vez a Greta en una de esas fiestas y descolgó a la petisa teñida de rojo que intentaba treparse a su barba y darle de tomar de su cerveza como si Henrik fuese un discapacitado motriz. La petisa tenía las piernas cortas y los brazos acordes a todo su tamaño. Se llamaba Romina, decía practicar Pole Dance y ser buena en el sexo oral. No es que eso estuviese en su perfil de couchsurfer, sino que insistía en gritárselo a la oreja a Henrik. A través de las cabezas de varios latinos de diferentes colores, atuendos y nivel de alcohol en sangre, Henrik detectó el metro ochenta de Greta como si sus genes nórdicos lo preparasen para ese momento. Algo en el olor de las mujeres de estas latitudes le generaba cierto rechazo y atracción. Nunca lo diría abiertamente, ni aun a Greta. Seguramente estaba relacionado con la alimentación, se excusaba Henrik en silencio, espantado por sus pensamientos políticamente incorrectos. Pero no podía evitarlo. Odiaba chuparlas, besarlas. Odiaba que tuvieran problemas odontológicos. A la mayoría le faltaba alguna muela o tenía los dientes pintados por tabaco, café o mate. Las sonrisas hediondas, las entrepiernas de olor fuerte, esa manía por adornarse demasiado.
Henrik no es particularmente observador, por lo cual abarca de un vistazo una generalización exasperante. Su incomodidad tiñe a todas las mujeres con los mismos tonos, como si todas fuesen la Romina que le atraía y repelía por sus colores chillones. Greta era todo lo contrario. Sin maquillaje, sencilla, con cuello de gacela y piernas de maniquí, siempre demasiado concentrada en quienquiera que fuese su interlocutor, tratando de absorberlo todo, con ese castellano impecable, mejor que el de los propios argentinos del montón. Henrik apenas balbucea fórmulas que se aprendió con empecinamiento para hacerse la vida más fácil. El resto lo expresa en inglés.
En ese primer encuentro no imaginaban que construirían juntos un castillo que ya nació viejo, en la zona vieja de la vieja ciudad que se rehúsa a disimular su edad. Los enamorados viven en una infancia eterna donde la madurez promete quedarse quietos, abrazados, expulsando de la ecuación los viajes o los sueños que los vuelvan otros.
MANTA, ECUADOR
3.
Henrik contiene la respiración y se atreve a meter la cabeza bajo la cascada que se le antoja helada pero no lo es. En el centro de los mapas, lejos del polo donde se ubica el pin que señala su casa de siempre, el agua que cae en forma de cascada no viene de ningún deshielo. Sencillamente viene de arriba, como del cielo o como de algún capricho circular o como del interior de un coco. Contiene la respiración y deja que la cascada le invada la cabeza y se le meta en los poros y entre las neuronas y siente por primera vez lo que es la suspensión del tiempo y le llegan atenuadas las risas de Greta. Risas castañas. Abriendo los ojos a través de la cortina de agua, Henrik percibe el movimiento del bikini fluorescente de Greta, el amarillo implacable junto al estampado de tucanes. ¿A quién se le ocurre semejante despropósito? Seguramente a los mismos que estamparon su camisa hawaiana de palmeras y tablas de surf. Así pasan los acontecimientos en los márgenes de la línea del Ecuador, donde todo explota y donde nada importa. Donde el recato le da paso al estallido. Donde los amantes se muerden los labios hasta el ahogo, donde el alcohol lleva sombrilla y los días duran una eternidad de horas salvajes. Greta se ríe de su barba vikinga chorreando y su risa llama la atención de otros turistas que se pierden en las piernas interminables y en la línea de puntos que forman sus pecas, línea que Henrik siempre quiso unir con un marcador, convencido de que se trata del mapa que lo conduciría hacia algún tesoro, pero Greta nunca se dejó, demasiadas cosquillas en la piel rosada.
4.
Esa noche, una vez más, el calor la deja impávida, reducida a su mínima expresión. Greta observa la mueca preocupada en los ojos de Henrik.
—No se te ocurra morirte.
Morir fuera del hogar, ¿a quién se le ocurriría cosa semejante? Tan trágico y engorroso, con todo lo que Henrik odia los trámites. Greta lo supo apenas pisaron juntos el primer aeropuerto. Henrik odia las filas, los papeleos, esa costumbre tercermundista de complicar lo más simple, de que nada funcione. Greta es incapaz de morirse lejos y hacerle pasar ese mal trago a su amado. No, ella no va a morir. No en Manta. No para complicarle la vida a Henrik.
Decidieron juntos ese viaje escapando del СКАЧАТЬ