La bestia humana. Emile Zola
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Название: La bestia humana

Автор: Emile Zola

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Clásicos

isbn: 9786074572308

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СКАЧАТЬ medio del silencio, resonó la voz de Filomena que decía: —Eso me huele mal...

      Roubaud, sintiendo su mirada, la miró, a su vez, con un movimiento afirmativo de la barbilla, como para indicar que a él también le parecía muy raro. Vio al lado de Filomena a Pecqueux y a la señora Lebleu, que manifestaban el mismo asombro que ella, meneando la cabeza. Todos los ojos se habían vuelto hacia él, todos esperaban algo más, buscando en su persona algún detalle olvidado que aclarara el misterio. No había en estas miradas llenas de ardiente curiosidad ninguna acusación, pero él creía ver nacer esa vaga sospecha, esa duda que el hecho más insignificante es capaz de convertir, a veces, en certidumbre.

      —¡Es extraordinario! —murmuró el señor Cauche.

      —¡Extraordinario verdaderamente! —repitió el señor Dabadie. Entonces Roubaud se decidió a añadir:

      —Una cosa de la que estoy también seguro, es que el expreso, que va sin parar de Rouen a Barentin, ha marchado con velocidad reglamentaria, sin que yo observara nada anormal... Lo digo porque, justamente, al vernos, por fin, a solas, bajé el cristal para fumar un cigarro y me quedé un rato mirando hacia fuera. Así, pues, pude darme cuenta de todos los ruidos del tren... En Barentin, al advertir en el andén al señor Bessière, mi sucesor como jefe de estación, le llamé y cambiamos un par de palabras, mientras él, subido en el estribo, me daba un apretón de manos. ¿No es cierto, querida? Pueden interrogarle, él lo confirmará.

      Severina, pálida e inmóvil, con su fino rostro sumido en el pesar, confirmó una vez más la declaración de su marido.

      —Sí, lo confirmará.

      Desde aquel momento, toda acusación se hacía insostenible, puesto que los Roubaud, después de volver a su coche en Rouen, habían sido saludados en Barentin por un amigo. La sombra de sospecha que el segundo jefe había creído ver en los ojos que le miraban, ahora debía haberse desvanecido. Crecía el asombro general: el caso tomaba un tono cada vez más misterioso.

      —Veamos —dijo el comisario—. ¿Está usted seguro de que nadie ha podido subir en Rouen al coche del presidente después que usted se separó del señor Grandmorin?

      Evidentemente, Roubaud no había previsto esta pregunta, pues se turbó por vez primera, sin duda porque ya no tenía la respuesta preparada de antemano. Miró a su mujer, luego pronunció, en tono vacilante:

      —No, no creo... Estaban cerrando las portezuelas y daban el silbido de marcha... Tuvimos el tiempo justo para regresar a nuestro compartimiento. Además, aquel era un compartimiento reservado; nadie habría podido subir...

      Pero los ojos azules de su mujer se abrieron con una expresión tal que Roubaud se asustó: había sido demasiado afirmativo.

      —Después de todo, no lo sé —dijo—. Sí, tal vez pudiera subir alguien... Había gran congestión en el andén...

      A medida que continuaba hablando, su tono se hacía más preciso, pues esta nueva historia se sostenía muy bien.

      —Ustedes lo sabrán, era con motivo de las festividades en El Havre, y hubo una muchedumbre enorme... Nos vimos obligados a defender nuestro coche contra pasajeros de segunda clase y aun de tercera... Además, la estación está mal alumbrada, se veía apenas, y todo el mundo se apretaba y gritaba en el apresuramiento de la salida... ¡Sí!, por cierto, es muy posible que, no sabiendo donde colocarse, o aprovechando el barullo, alguien se introdujera violentamente en el compartimiento en el último instante...

      E, interrumpiéndose, dijo:

      —¿Eh, Severina? Es esto lo que ha debido suceder.

      Severina, presa, al parecer, de una aflicción excesiva, y apretando el pañuelo contra sus ojos doloridos, murmuró:

      —Sí, seguramente, eso es lo que sucedió.

      Desde entonces, quedaba indicada la pista por seguir. El comisario de vigilancia y el jefe de la estación cambiaron una muda mirada de inteligencia. Se produjo un prolongado movimiento de retroceso entre la muchedumbre, que viendo llegado el fin de la investigación, comenzaba a dispersarse deseosa de dar rienda suelta a sus comentarios, los cuales no se hicieron esperar. Hacía un rato que el servicio de la estación estaba suspendido: todo el personal se hallaba aglomerado ante aquel coche, fascinado por el drama, y causó verdadera sorpresa ver entrar, en la sala de andenes, el tren de las nueve y treinta y ocho. Todos se lanzaron a correr, se abrieron las portezuelas y los viajeros comenzaron a bajar. La mayor parte de los curiosos se había quedado en torno al comisario, que por escrúpulos de hombre metódico, examinaba por vez última aquel compartimiento ensangrentado.

      Pecqueux, que aparecía gesticulando entre la señora Lebleu y Filomena, vio en este momento a su maquinista, Jacobo Lantier, que acababa de bajar del tren y estaba mirando desde lejos al grupo de gente. Le llamó con la mano, pero Jacobo no se movía. Al fin se acercó con paso lento.

      —¿Qué pasa? —preguntó a su fogonero.

      Pero como lo sabía todo, escuchaba distraídamente la noticia del asesinato y las suposiciones a las que daba lugar. Lo que le sorprendía, causándole una sensación extraña, era caer en medio de la investigación y encontrarse frente a aquel coche que apenas había distinguido entre las tinieblas cuando pasó ante él, lanzado a toda marcha. Asomó la cabeza para mirar el charco de sangre coagulada sobre el almohadón, y recordó la escena del asesinato; recordó, sobre todo, el cadáver tendido a través de la vía, con la garganta abierta. Después, al apartar los ojos, vio al matrimonio Roubaud, mientras Pecqueux seguía contándole toda la historia: de qué modo los dos se hallaban mezclados en el asunto; cómo habían salido de París en el mismo tren que la víctima y cuáles habían sido las últimas palabras cambiadas en Rouen con el muerto. Al hombre le conocía de saludarle casi a diario; en cuanto a la mujer, la había visto sólo de cuando en cuando, y se había mantenido apartado de ella, como de las demás, obseso por su morboso temor. En aquel momento, pálida y llorosa, con la dulzura de sus ojos azules y su pesada cabellera negra, Severina le causó una impresión instantánea y profunda. Ya no pudo separar la mirada de ella y, en un instante de ausencia mental, se preguntó, aturdido, por qué los Roubaud y él se hallaban allí, y cómo los hechos habían podido reunirlos ante el coche del crimen: a ellos, de vuelta de París, desde la noche anterior, y a él que acababa de regresar de Barentin en aquel mismo momento.

      —Lo sé, lo sé —dijo en voz alta, interrumpiendo al fogonero—. Es que me encontraba, precisamente esta noche, junto a la salida del túnel y creí ver algo en el momento en que pasaba el tren.

      Sus palabras causaron enorme sensación. Todos formaron un círculo en torno suyo. Y Jacobo mismo fue el primero en sentirse perturbado y tembloroso por lo que acababa de decir. ¿Por qué había hablado, después de haberse prometido a sí mismo que callaría? ¡Tantas razones excelentes le aconsejaban el silencio! Ahora se le habían escapado inconscientemente palabras muy graves, mientras miraba a aquella mujer. Severina había apartado bruscamente el pañuelo para fijar en él sus ojos bañados en lágrimas, que parecían así aún más grandes.

      Pero el comisario se aproximaba apresuradamente, acompañado por el jefe de estación.

      —¿Qué? —dijo—. ¿Qué ha visto usted?

      Y Jacobo, sintiendo en su persona la inmóvil mirada de Severina, dijo lo que había visto: el departamento alumbrado, pasando ante él en medio de la noche, y la fugaz visión de los perfiles de СКАЧАТЬ