Название: La forja de un escritor (1943-1952))
Автор: Camilo José Cela
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Cuadernos de Obra Fundamental
isbn: 9788492543779
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Una nube liviana las vela,
toca de rebozo
porque no las vea.
BREVE ESTAMPA DEL JARDÍN DE UN PAZO
Tiembla el orballo suave, sobre el cristal, y el viejo salesiano mira, vagamente, para los tulipanes y las rosas que cercan el pazo.
El pazo está enfrente de La Coruña, al otro lado de la mar, cerca del otro pazo, el de Meirás, más suntuoso, menos misterioso. Está en un hoyo profundo, oculto casi a la vista del caminante.
Porque el pazo es eso. Es la hierba que nutre al ancestral y dorado buey, es el verdín que nace de la fértil humedad del granito, es el señor —en el nuestro, es un viejo cura rodeado de bienaventuranzas— que mira, día a día, cómo florece la violeta al pie de la piedra del camino, cómo vuela el palomo sobre el tejado que cobija, amoroso, todo un mundo jocoso y tremendo de duendes y ratones, de meigas y frágiles arañas, de viejos baúles arrumbados que fueron bagaje —hace a lo mejor tres siglos ya— de aquel príncipe extranjero cuya leyenda aún cuentan los viejos celtas campesinos y cuya alma anda vagando, hasta que Dios quiera darle su perdón, con la Santa Compaña.
El cura lee sabidurías en su libro de meditaciones, y a lo lejos, el alma de don Ramón hace cantar a sus mozas la vieja canción que se escucha por dentro, como una caracola que repite, desde la sala en silencio, el bronco mar.
Por el jardín, con sus leiras de jacintos, de nardos, de jazmines, la lluvia persigue incesantemente la tierra agradecida.
El mirto dibujó hace tiempo la senda que los años no quieren sino esfumada, y el boj, casi solemne, asiste impasible al llanto del sauce llorón. El boj, como es cruel, se quedó pequeño, inelegante; no es desgraciado, pero, ¡ay!, tampoco es grácil. El sauce, tierno y esbelto, le perdona…
El olivo rodea la tumba del señor fundador —el olivo sin olivas—, y en su copa frondosa y verdeoscura el mirlo silba el aire de las cinco del día.
O simiterio d’Adina
N’hai duda qu’é encantador,
C’os seus olivos escuros
De vella recordaçón…
Una nostalgia infinita sobrecoge el alma que pasea su tristura por las avenidas del pazo, por los viejos hayedos, los viejos robledales, el viejo castañar del pazo.
¿Por qué, Dios mío, haces tan triste este delicado jardín, por qué tan doliente su vagarosa presencia?
¿Por qué, señor Sant Yago, quieres que tus amigos seamos tan leales a nuestro paisaje, a nuestro conocido y entrañable helecho?
Dábanse bicos as pombas
Voaban as anduriñas,
Xogaba o vento co’as herbas
Pobradas de margaridas,
Y as lavandeiras cantaban
Mentral-a fonte corría.
Y después… ¡Bah! No es la alegría, bien lo sabes, viejo jardín, lo que me das, que es algo más hondo lo que te quito, viejo jardín, que todo lo entregas a quien quiera amarte y conocerte. Lo sé, porque hubo un día que, visitándote, levanté la cabeza al marcharme y vi los ojos del viejo salesiano que me lo decían. Y aquellos ojos, bien sabe Dios que no engañan.
SIR JOHN EN SU JARDÍN
Ha sido declarado monumento nacional el jardín de San Carlos, de La Coruña.
(De los periódicos)
Por el balcón, sobre la misma mar que lo trajo de la rubia Glasgow, mira sir John perennemente para la otra banda, tan próxima, a veces, a veces tan difusa: la verde banda de Mera, de Santa Cruz, de Bastiagueiros —la playa del Pazo—, de la dormida Santa Cristina, que yace como una muchacha desnuda; mojón que marca la linde donde la alborotada mar deviene dulce ría.
Sir John, que defendió contra el francés la misma tierra que contra el inglés —otro inglés que no era sir John— defendiera la fervorosa, la dulce, la encolerizada María Pita. Y en el breve, romántico jardín de tiernas parejas de núbiles, casi infantiles enamorados; jardín de vagarosos, tenues poetas entristecidos prematuramente; jardín de viejos capitanes mercantes que gustan de la tierra que, como una proa, hiende las sometidas aguas; en el umbrío y recoleto jardín, decía, sir John duerme, ¡ay!, para siempre ya. Lejos de las arboledas galanas, de los mansos ríos de las riberas verdes, de los cisnes blancos de las Britanas Islas que para ti, sir John, cantó Rosalía: el más bello arcángel de la poesía española, la mujer que vio besarse a las palomas; que voló en alas de rápida golondrina, llevada por el viento que juega con las margaritas; que escuchó a las lavanderas que cantaban a dúo con la fuente eterna que en aquella tierra jamás se cansa de fluir.
Y para ti, sir John, para que tu recuerdo sonara eternamente en la vetusta lengua de las alabanzas de san Pedro de Mezonzo a Nuestra Señora, compuso Rosalía ciento y pico de tiernos endecasílabos de mármol que —¿por qué, Dios, me fuerzas a tantos y tantos motivos de agradecimiento?— dedicó a mi bisabuela María Bertorini, «miña amiga nativa d’o país de Gales».
Sobre tu tumba, sir John, quedó grabado, para que las gaviotas que la galerna nos envía sobre la tierra lleven lejos, muy lejos, el testimonio de la verdad.
El niño que juega con la tierra del jardín de San Carlos lee el gallego de tu tumba, sir John, sin saber lo más grave, lo más misterioso de esa vida que Soult, el del «Vive l’Empereur!», te quitó al tiempo mismo de limarse la espada contra tu cráneo, sir John, que se abrió como una granada para salvarnos.
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Hoy los hombres quieren que nadie mueva una flor del jardín, que nadie se lleve en la suela del zapato una arena del jardín, que nadie huela demasiado el aroma de tu jardín, sir John, que huele a mar salobre y a tierna madreselva, que es del color de la ola y del nácar del tímido jacinto, más terso todavía que el nácar de la vieira y de la caracola.
Y tú, sir John, que desde el Cielo sonríes a todas las humanas fatigas y desazones, porque sabes cómo todo ha de terminar, dejas vagar la «meiga» de tu recuerdo por las puertas que, del jardín al mar, cruzó Carlos I cuando quiso venir a Compostela para oír hablar el viejo castellano casi recién nacido, entonces, del más viejo y siempre dulcísimo gallego que sirvió para grabar tu epitafio, la última carta que te dirigieron y la más bella, John Moore, joven general inglés.
¡Cuán lonxe, cánto, d’as escuras niebras,
D’os verdes pinos, d’as ferventes olas
Qu’ó nacer viron!
¡Qué lejos y con cuánta tristeza, ahora que solo nos acordamos de ti, John, cuando de repente descubrimos, ay, que es hermoso tu cementerio!
Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena.
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