Название: Las leyes de la moral cósmica
Автор: Omraam Mikhaël Aïvanhov
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9788412406856
isbn:
Omraam Mikhaël Aïvanhov
LAS LEYES DE LA MORAL CÓSMICA
Traducción del francés
ISBN 978-84-939263-7-3
Título original:
Les lois de la morale cosmique
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I
Cosecharéis lo que hayáis sembrado
I
Si os acordáis, mis queridos hermanos y hermanas, ayer os dije unas palabras sobre lo que significa, desde el punto de vista psicológico, el hecho de estar en sintonía con alguien. Cuando escucháis a un amigo que os habla, os veis obligados a vibrar al unísono con él para comprenderlo. Comprender a un ser, es vibrar al unísono con él, ésta es la definición de la comprensión. Para recibir una emisión de radio, debéis captar cierta longitud de onda; de la misma manera, para recibir pensamientos, sentimientos, palabras, debéis estar en la misma longitud de onda que el que los emite. Si no comprendéis a alguien, es porque no sabéis o no queréis vibrar al unísono con él, elevaros o rebajaros a su nivel de conciencia. Pero, cuando le comprendéis, es porque habéis llegado, al menos por un momento, a sintonizar con él. Éste es el secreto de la comprensión. La comprensión es una especie de acuerdo con un objeto o un ser.
En realidad, en este punto habría que hacer algunas precisiones. Cuando escucháis a alguien, una parte de vosotros se ve obligada a ponerse en sintonía con él para oír y captar el significado de sus palabras, pero otra parte puede no estar en esta sintonía. El que escuchéis a alguien y tratéis de comprenderle no significa que tengáis la misma opinión que él: podéis estar de acuerdo en escucharle, en tratar de comprenderle sin estar de acuerdo con lo que dice. Pero si no sólo le escucháis, sino que también consentís y participáis con todo vuestro ser en lo que dice, entonces estáis doblemente en sintonía. Existen pues varias clases de sintonía.
El ser humano está constituido por un determinado número de órganos cuyas vibraciones son diferentes; las longitudes de onda del corazón, del cerebro, del hígado, del estómago, del bazo, etc., no son idénticas; sí, pero el organismo mismo las abarca todas. Y el pensamiento, digamos el cerebro, aunque ambos no sean lo mismo, es el reflejo del comportamiento de todas las células y expresa su voluntad, sus deseos, sus caprichos, sus dificultades y sus sufrimientos. Son pues las células del cerebro – unos miles de millones de células – las que están preparadas para ser los portavoces del individuo entero. Las otras células también hablan, explican, piden, pero les falta un instrumento, una “boca” que les permita hacerse comprender, y es pues el cerebro, el encargado de expresar la voluntad, las tendencias y las necesidades de todo este pueblo que representa el organismo. Pero no porque el cerebro sea inteligente, puede hacer hablar a la lengua, mover los ojos o la nariz, ser el único que sabe expresarse; no, todo habla en el hombre, pero de momento, es el cerebro el que ha recibido la misión de expresar todos los demás órganos. No todo el cerebro, sino solamente algunas células situadas en la parte media de la frente, las demás tienen una función diferente.
Todos esos órganos que constituyen el hombre están raramente de acuerdo unos con otros: lo que el estómago desea no lo quiere el corazón, o lo que quiere el corazón lo rechaza el cerebro. El ser humano no está bien armonizado, vive en medio de conflictos, atraído por opiniones y pasiones contrarias, y es desgraciado. Una parte de sí mismo aspira a la bondad, a la luz, a la honestidad, mientras que otra parte le empuja a la crueldad, a las tinieblas y a la violencia.
¿Qué debemos hacer con todas estas tendencias heteróclitas y contradictorias que hay en nosotros? Justamente, gracias a esas células del cerebro que están despiertas y son inteligentes, debemos descubrir el medio de dominar, de domar, de sosegar, y sobre todo de unir todas las demás células para que formen un solo país, y no varios estados, varios pequeños principados que se hacen la guerra. Y he aquí la historia que nos va a servir de ejemplo. Hace unos siglos, cada país estaba dividido en ducados, principados o pequeños reinos que estaban continuamente en guerra, hasta el día en que, en más o menos tiempo, claro, gracias a una expansión de la conciencia, llegaron a comprenderse mejor y a unirse. De la misma manera, es preciso que un día aparezca en el cerebro humano una luz, una inteligencia, un “rey” que tome el poder y que consiga convencer a las células de todos los órganos de que deben poner el interés colectivo en primer lugar, y de que para llegar a ser verdaderamente poderosas y ricas es necesario que estén todas unidas.
La enfermedad es la mayor prueba de que la anarquía y la discordia reinan en el organismo humano, de que la luz y la inteligencia todavía no han penetrado en cada órgano, en cada célula. El hombre ha permitido que el desorden se instale en él porque es ignorante. Pero, de ahora en adelante, por el interés común, debe imponer su voluntad a todo su pueblo, hacer reinar la disciplina, y con ayuda de ciertos métodos, lograr armonizar sus células, hacerlas vibrar al unísono. Así, todos los órganos obedecerán tranquila e inteligentemente, trabajarán juntos con amor y sólo habrá gozo y abundancia.1
Pero los humanos nunca podrán llegar a este estado de armonía en un mundo en el que reina la filosofía del desorden, de la anarquía y de la disgregación. Por tanto, hay que encontrar en la tierra un lugar en el que se cultive la filosofía de la armonía, y allí, después de haber penetrado y profundizado todas estas grandes verdades, hacer un trabajo sobre uno mismo. Este trabajo es el mejor que existe. Ninguna actividad en el mundo puede sobrepasar a la del hombre que hace esfuerzos para introducir dentro de sí mismo la armonía, el orden, la belleza, para unirse a la Inteligencia cósmica y fusionarse con ella. Todos los humanos ejercen un oficio (lo que está muy bien y es muy necesario, porque cada uno debe atender sus necesidades), pero han abandonado la mejor actividad que existe: la de hacer un trabajo sobre sí mismos para proyectar en todas sus células, hasta en los átomos y los electrones, este rayo de armonía que hará vibrar todas las partículas al unísono, de acuerdo con una idea divina, y seguir comunicando día y noche a todo su organismo la convicción de que sólo necesita esta armonía.
Pero ¿cómo hacer comprender a los humanos estas verdades que ni siquiera sospechan? En el pasado, estas verdades estaban perfectamente claras y eran evidentes para todos los sabios que sabían observar la vida. Los sabios, que vivían mucho tiempo y tenían así la posibilidad de verificar las grandes leyes con las que trabaja la naturaleza, dedujeron de sus observaciones una ley, una verdad sobre la que yo quiero insistir ahora. Y si hoy hacéis el esfuerzo de comprenderme, seréis inquebrantables y podréis resistir a todas las filosofías desordenadas y caóticas que se están difundiendo a través del mundo.
Esta ley, la más formidable que nos ha dado la Inteligencia cósmica, se encuentra allí donde nadie la busca, allí donde los filósofos y los religiosos ya no saben mirar: en la naturaleza, y más particularmente en la agricultura. Sí, en la agricultura. Todos los agricultores saben que, si plantan una higuera no cosecharán uvas, sino higos, y que no recogerán peras de un manzano. Ésta es la ley moral más grande: cosechamos lo que hemos sembrado o plantado. Los agricultores fueron pues los primeros moralistas; fueron ellos los que se dieron cuenta de que la Inteligencia de la naturaleza había establecido una ley estricta e inmutable. Después, observaron la vida, el comportamiento y las acciones de los hombres, y constataron que ahí también volvemos a encontrar las leyes de la agricultura: no cosechamos otra cosa que lo que hemos sembrado, lo que quiere decir que si os conducís con crueldad, egoísmo, violencia, un día u otro esta crueldad, este egoísmo y esta violencia recaerán sobre vosotros. Es también la ley del eco, de choque y de rechazo. La pelota rebota y vuelve a golpearos. La ley es absoluta.
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