Название: El espíritu de la filosofía medieval
Автор: Étienne Gilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Pensamiento Actual
isbn: 9788432154065
isbn:
Se puede demostrar que la evolución intelectual de san Agustín se perfecciona con su adhesión al neoplatonismo[9], y aun pudieran formulársele muchas restricciones, con elementos proporcionados por el mismo san Agustín, a esta interpretación; empero, lo que toda su doctrina niega, es que dicha adhesión pueda confundirse con su conversión. Bien está que Plotino nos aconseje que nos desprendamos de nuestros sentidos, dominemos nuestras pasiones y adhiramos a Dios; pero, ¿acaso es Plotino quien nos dará fuerzas para hacerlo? ¿Y de qué sirve saber sin poder? ¿Qué médico es ese que aconseja la salud sin conocer ni la naturaleza de la enfermedad, ni la del remedio? La conversión de san Agustín no se perfecciona ampliada y acabadamente sino por la lectura de san Pablo y la revelación de la gracia: «Pues la ley del Espíritu de vida en Jesucristo me ha librado de la ley del pecado y de la muerte». No era un intelecto el que sufría en la noche del jardín de Gassiciacum, era un hombre.
Volvamos, sin embargo, al plano de la filosofía puramente especulativa y del conocimiento abstracto; ahí también habremos de reconocer que para los primeros pensadores cristianos se les ofrecían muchas ventajas con el terreno de la religión. Uno de los argumentos que más fácilmente invocan en favor de su fe es el que se funda en las contradicciones de los filósofos. El hecho es bien conocido, pero su significación quizá no sea la que comunmente se imagina. Lo que parece haber impresionado a Justino y a sus sucesores no es solamente la incoherencia de las especulaciones filosóficas, sino sobre todo la coherencia de las respuestas dadas a los problemas filosóficos por una doctrina que, en lugar de ofrecerse como una filosofía entre tantas otras, se hacía pasar por la única verdadera religión.
Encarada bajo su aspecto polémico, esta comprobación engendra el argumento clásico «por las contradicciones de los filósofos». Lo encontramos por doquier en los primeros siglos del pensamiento cristiano: en Justino, de quien he recordado que fue el punto de partida; en el Discurso a los griegos, de Taciano, donde recibió su pleno desarrollo[10]-[11]; en el anónimo Burla de los filósofos; en Arnobio, cuyo escepticismo filosófico y fideísmo justifica; pero quizá deba decirse que fue sobre todo en Lactancio, porque este hombre de buen sentido midió el alcance exacto y lo señaló en términos definitivos. A pesar de las injurias que no dejó de dirigirles cuando se presentó la ocasión, Lactancio tuvo trato frecuente con los filósofos. Persuadido de que hay mucho de bueno en Sócrates, en Platón, en Séneca, este cristiano acaba por reconocer que en realidad cada uno de ellos ha alcanzado una parte de la verdad total y que, si se juntaran esas partes, se llegaría a reconstituir la verdad entera: particulatim veritas ab iis tota comprehensa est[12]. Supongamos, pues, que a alguien se le ocurriera recoger esos fragmentos dispersos entre los escritos de los filósofos y reunirlos en un cuerpo de doctrina: lo que obtendría por este método sería un equivalente de la verdad total; pero, y este es el punto esencial, nadie puede obrar esa separación entre lo verdadero y lo falso en los sistemas de los filósofos, a menos que por anticipado conozca la verdad, y nadie la conoce por anticipado si Dios no se la enseña por la revelación, es decir, si no la acepta por la fe.
Lactancio concibió, pues, la posibilidad de una filosofía verdadera, pero la concibió como un eclecticismo basado en la fe. De un lado está el filósofo puro y simple, que no dispone más que de su razón y quiere descubrir la verdad por sus propias fuerzas: todo su empeño solo le conduce a alcanzar un minúsculo fragmento de la verdad total, envuelto en una masa de errores contradictorios de los que es incapaz de separarla. Del otro lado está el filósofo cristiano: su fe lo pone en posesión de un criterio, de una regla de juicio, de un principio de discernimiento y de selección, que le permiten hacer que la verdad se vuelva racional a sí misma, liberándola del error en que se enreda. Solus potest scire qui fecit, dice Lactancio. Dios, que todo lo ha hecho, todo lo sabe. Sigámosle, si nos enseña. Entre la incertidumbre de una razón sin guía y la certidumbre de una razón dirigida, no titubea un instante, y después de él tampoco vacilará san Agustín.
Porque, en verdad, es esa la misma experiencia que seguirá repitiéndose, hasta que termine por encontrar su fórmula abstracta en los escritos de los pensadores de la Edad Media y sea redescubierta por más de un pensador moderno. Cuando el joven Agustín adhiere a la secta de Manes es precisamente porque los maniqueos se jactan de explicarlo todo sin acudir jamás a la fe. A pesar de las extrañezas y puerilidades de su cosmogonía, son racionalistas que pretenden introducir el raciocinio en la fe dándole primero la inteligencia. Si, cansado de una iglesia en la que la inteligencia prometida no llega jamás, Agustín se aleja finalmente de la secta, es para entregarse al amable escepticismo de Cicerón; y cuando emerge de ese escepticismo gracias a Plotino, es para descubrir a poco que todo cuanto había de verdad en el neoplatonismo estaba ya contenido en el Evangelio de san Juan y en el libro de la Sabiduría, y juntamente con otras muchas verdades que Plotino mismo jamás llegó a conocer. Así, mientras la buscaba en vano por la razón, la sabiduría estaba ahí, esperándolo, y se ofrecía a él por la fe. Aquellas verdades vacilantes, que la especulación griega reservaba a un reducido grupo de espíritus selectos, estaban por anticipado reunidas, purificadas, fundadas, completadas por una revelación que las pone al alcance de todos los hombres[13]. En ese sentido, podríamos sin inexactitud resumir toda la experiencia de Agustín en el título que él mismo dio a una de sus obras: De utilitate credendi. De la utilidad de creer, aun para asegurar la racionalidad de la razón. Si repite sin cesar la frase de Isaías tal cual la encuentra en la traducción latina que él utiliza: nisi credideritis, non intelligetis, es porque esta es la formula exacta de su experiencia personal; y san Anselmo no tendrá que agregarle nada cuando a su vez quiera definir el efecto bienhechor de la fe sobre la razón del filósofo.
La actitud de san Anselmo en esta materia ha sido presentada como un racionalismo cristiano. La expresión se presta a equívoco, pero tiene por lo menos el mérito de poner en evidencia el hecho que, cuando acude a la razón, san Anselmo tiene el propósito de habérselas pura y exclusivamente con la razón. No solo él, sino sus oyentes mismos exigen que nada se interponga entre los principios racionales de que parte y las conclusiones racionales que de ellos deduce. Basta con recordar el famoso prefacio del Monologium en el que, cediendo a la insistencia de sus alumnos, se compromete a no probar nada de lo que está en la Escritura por la autoridad de la Escritura, sino a establecer por la evidencia de la razón y por la sola luz natural de la verdad todo lo que una investigación independiente de la revelación podrá hacer aparecer como verdadero. Y sin embargo, fue san Anselmo quien dio la fórmula definitiva de la primacía de la fe sobre la razón, pues si la razón quiere ser plenamente razonable, si quiere satisfacer como razón, el único método seguro para ella consiste en escrutar la racionalidad de la fe. En cuanto tal, la fe se basta, pero aspira a transmutarse en una inteligencia de su propio contenido; no depende de la evidencia de la razón, sino que, al contrario, ella es quien la engendra. Sabemos por el propio san Anselmo, que el título primitivo de su Monologium fue: Meditación sobre la racionalidad de la fe, y que el título de su Proslogion no era otro sino la famosa fórmula: Una fe que busca la inteligencia. Nada expresa con más justeza su pensamiento, pues que no trata de comprender para creer, sino de creer para comprender; a tal punto, que esta primacía de la fe sobre la razón, la cree antes de-comprenderla, y para comprenderla, puesto que le es propuesta por la autoridad de la Escritura: nisi credideritis, non intelligetis.
San Justino, Lactancio, san Agustín y san Anselmo no son más que cuatro testigos. ¡Pero qué testigos! Su autoridad y la perfecta concordancia de sus experiencias me dispensarán, así lo espero, de invocar los innumerables testimonios que pudieran agregarse a los suyos. Sin embargo, antes de dejar este punto quisiera hacer oír también una voz que les contesta a través de los siglos, para atestiguar la perennidad de la cuestión y la necesidad de la respuesta. Alegar las conclusiones ultimas de Maine de Biran, es echar en la balanza la experiencia de toda una vida. Él también, como san Agustín, como tantos otros, intentó resolver los enigmas de la filosofía valiéndose únicamente de su razón, y las últimas palabras escritas en su Diario íntimo son el Vae soli de la Escritura: «Es imposible negar al verdadero creyente, que siente en sí mismo lo que él llama los efectos de la gracia, que halla su reposo y toda la paz de su alma en la intervención СКАЧАТЬ