Название: Tokio Redux
Автор: David Peace
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Sensibles a las Letras
isbn: 9788416537372
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6 de julio de 1949
Atravesaron la noche y la lluvia en coche lo más rápido que pudieron: Harry Sweeney en la parte trasera al lado de Bill Betz, y Toda delante con Ichiro al volante, en dirección al norte a través del distrito de Ueno y la avenida Q arriba, luego hacia el este en Minowa y cruzando el río, el río Sumida.
Harry Sweeney volvió a consultar su reloj, que tenía la esfera rota y las manecillas paradas.
—¿Qué hora es?
—Acaban de dar las cuatro —contestó Toda.
Harry Sweeney se volvió hacia la ventanilla, hacia la noche y la lluvia, la ciudad y sus calles, desiertas y silenciosas, edificios que disminuían a medida que aparecían campos, en dirección al norte otra vez, a las afueras de la ciudad, lo más rápido que podían.
—Aquí es —señaló Toda, mientras Ichiro paraba y aparcaba detrás de la estación de Ayase. Había coches a cada lado, negros y vacíos bajo el diluvio.
—Mierda —dijo Betz—. Mirad cómo llueve.
Toda, Betz y Harry Sweeney bajaron del coche y se internaron en la noche y la lluvia, el final de la noche y las cortinas de lluvia.
—Santo Dios —exclamó Betz—. Y ninguno lleva paraguas.
Se subieron los cuellos de las chaquetas, se bajaron el ala de los sombreros, y Betz repitió:
—Mierda.
—Por ahí —indicó Toda, señalando hacia el oeste.
—¿A qué distancia está? —preguntó Betz.
—No lo sé —respondió Toda.
—No tardaremos en saberlo —dijo Harry Sweeney—. Vamos. Estamos perdiendo tiempo.
Se alejaron de la estación. Junto a la vía, siguiendo la vía. Cruzaron un puente peatonal sobre un riachuelo. Junto a la vía, siguiendo la vía. Los altos y oscuros muros de la cárcel de Kosuge se alzaban a su izquierda, el vasto y oscuro vacío de los campos abiertos se extendía a su derecha. Junto a la vía, siguiendo la vía. Bajo el aguacero, en medio de gruesas cortinas de lluvia. Estaban empapados, estaban calados. Hasta la sangre, hasta los huesos. La lluvia caía, la lluvia hería.
—¿Cuánto falta? —preguntó Betz.
—Allí —dijo Toda—. Debe de ser ese sitio.
Vieron linternas más adelante, vieron hombres más adelante. Frente a un puente, debajo de un terraplén. Con sus chubasqueros y sus gabardinas. Con sus botas de goma, siguiendo la vía arriba y abajo. Bajo las cortinas de lluvia, a la luz de sus linternas. Recogían trozos de ropa, lanzaban pedazos de carne. Arriba y abajo, de acá para allá, de un lado a otro, por todas partes, ropa y carne, esparcidas y hechas jirones.
—Joder —exclamó Betz—. ¿Habéis visto…?
Un brazo cercenado entre la vía saliente.
—Joder —repitió Betz—. Pobre desgraciado.
En la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney no dijo nada. Harry Sweeney se quedó quieto, deseando que la noche terminase y la lluvia cesase, mirando a un lado y otro de la vía, tratando de ver lo mejor posible, intentando desesperadamente recordar lo mejor posible. En la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney sacó su bloc y su lápiz, y en la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney echó a andar por la vía, midiendo las distancias con pasos, dibujando la escena y anotando los detalles: la vía pasaba por debajo de un puente en el que había otra vía férrea; a unos dos o tres metros del puente, había gran cantidad de aceite en las traviesas y el balasto; a seis metros del puente, un tobillo derecho enfundado en un calcetín roto yacía en el balasto; a diez metros del puente, entre la vía, había una liga de un calcetín; aproximadamente a trece metros del puente, en la hierba que crecía junto a la vía saliente, había un zapato derecho aplastado; a diecisiete metros del puente, se encontraba el zapato izquierdo entre los raíles salientes; a unos veinticuatro metros del puente, entre los raíles salientes, Toda identificó una tira de tela como un fundoshi, o taparrabos, la ropa interior tradicional japonesa; a veintisiete metros y medio del puente, había una camisa blanca con la parte de atrás rota; a cuarenta y tres metros del puente, el tobillo izquierdo seguía en su calcetín sobre el balasto entre los raíles; a cuarenta y cinco metros del puente, entre los raíles, se hallaba la chaqueta de un traje, con la parte de atrás rota de forma parecida a la camisa blanca; a cincuenta y cuatro metros del puente, sobre el balasto situado entre la vía saliente y la entrante, se encontraba la cara de un hombre, seccionada de la parte de arriba de la cabeza hasta la barbilla, con un ojo todavía sujeto, mirando arriba, a la noche y la lluvia.
—Joder —exclamó Betz.
Toda asintió con la cabeza.
—Lo que un tren puede hacerle a un hombre.
Harry Sweeney no dijo nada; siguió andando y escribiendo: también había materia gris al lado de la cara; intestinos esparcidos entre los raíles a lo largo de los siguientes diez metros más o menos; a setenta metros del puente, el brazo derecho y parte del hombro yacían en el balasto entre los raíles salientes; por último, a ochenta y cinco metros del puente, en el balasto entre los raíles salientes, se hallaba el torso, desnudo y arqueado, con la espalda y las rodillas retorcidas contra el balasto, casi cortado por la cintura, la carne abierta y los huesos machacados.
—Joder —repitió Betz—. Vaya forma de morir. Santo Dios.
Harry Sweeney no dijo nada, observando una luz tenue que se difundía hacia el este y hacía resaltar los pedazos blancos de piel húmeda y los trozos grises de carne mojada esparcidos y desperdigados por la vía. A la luz más gris y bajo la lluvia más calma, Harry Sweeney se alejó de la piel y de la carne, de la vía y del balasto. Llegaban más hombres y otros se marchaban, iban y venían, arriba y abajo, de un lado a otro, a través de la vía y por toda la escena. Observó cómo los detectives de la Policía Metropolitana se hacían cargo de la escena, los fiscales y forenses llegaban, y pidió a Toda que averiguase sus nombres y sus rangos, sus puestos y funciones, qué habían oído y qué habían visto. Y luego Harry Sweeney se quedó al amanecer bajo la llovizna, calado hasta los huesos, y miró hacia el este, después se giró hacia el sur, hacia el oeste y hacia el norte, y miró un cruce y la siguiente estación de la línea, un edificio y la cárcel situada junto a la vía, el puente y el terraplén del fondo, y los campos, los campos bajos y llanos que se extendían hacia el norte, mirando y girándose, una y otra vez, girándose y mirando aquel paisaje de muerte silencioso y vacío dejado de la mano de Dios.
—¿Qué piensas, Harry? —preguntó Betz.
—¿Por qué aquí, Bill? ¿Por qué aquí?
Volvieron andando por la vía hacia la estación de Ayase, hacia el coche, mientras Toda leía sus apuntes y les contaba lo que había descubierto en la escena:
—De momento os ahorraré los nombres, pero el maquinista del último tren de mercancías de Ueno a Matsudo paró en la estación de Ayase para informar de que creía haber visto unos objetos color escarlata en la vía donde los raíles corren paralelos a la cárcel. Por lo visto, el sitio se conoce como el Cruce del Demonio o el Cruce Maldito.
—No me jodas —dijo riendo СКАЧАТЬ