Marzahn, mon amour. Katja Oskamp
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Название: Marzahn, mon amour

Автор: Katja Oskamp

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788416537358

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СКАЧАТЬ cinco años. Ella sola se encargó de criar a los hijos, que, todos sin excepción, han aprendido un oficio: albañil, cerrajero o vendedora. La señora Guse se mudó desde Prenzlauer Berg a Marzahn en 1993. Ya tiene pagado su entierro («cuatro mil euros»), escogido el ataúd («de madera de roble») y la música para los funerales («Nabucco»), ha arrendado el nicho: en el cementerio al lado de su marido.

      La señora Guse contempla satisfecha sus uñas limadas y resplandecientes. Apago el motor, sumerjo la cortadora en la solución desinfectante, me quito las gafas y echo mano a la paleta de los callos.

      En la habitación se vuelve a hacer el silencio.

      —Limando las herraduras —le digo.

      —No soy ningún caballo —responde la señora Guse.

      Comienzo con la cara áspera de la lima. La señora Guse me ayuda encorvando el pie y ofreciéndome el talón extendido. Poco a poco empiezan a desprenderse las escamas. Después le doy la vuelta a la lima, por la cara suave. La señora Guse apenas tiene callos, ya no utiliza mucho sus pies.

      Cuando le pregunto de qué murió su marido, tan joven, siempre me responde que fue operado del estómago. Eso no es causa de defunción. Y entonces leo en sus ojos que todavía, cuarenta y cinco años después, no acierta a comprender de qué murió, de hecho, con el paso del tiempo comprende cada vez menos. También tiene problemas para recordar el nombre de sus cinco hijos, aunque al final logra acordarse: Lothar, Bärbel, Joachim, Uwe y Christine. La señora Guse no padece demencia. Simplemente se está alejando marcha atrás del mundo que ella conocía: niños, cocina, grandes almacenes.

      —¿Qué tenemos hoy para comer, señora Guse?

      —¿Otra vez quieres enterarte?

      Nos reímos. La señora Guse se muestra maliciosa, yo inquisitiva e impaciente. Con la señora Guse se puede bromear.

      —Hoy hay para… voy a hacer… lo recojo… después enseguida, en cuanto esté lista, lo recojo… medio pollo.

      Se expresa con mucha gracia, con ingenio. Seguramente la señora Guse fue en el pasado una buena cocinera, ahora, tengo la impresión de que su menú va oscilando entre el kebab, el pollo y la comida china. Los fines de semana sin embargo se dedica a cocinar como una perfecta ama de casa. ¿Qué cocina? Filetes de Sajonia. En casa de la señora Guse todos los domingos se comen filetes de Sajonia. ¿Cómo los prepara? Con patatas y chucrut. ¿Y la carne? Enseguida viene, este es mi momento favorito de toda la sesión.

      —Con la cortadora del pan corto en filetes la carne de Sajonia y entonces la corto con la cortadora del pan, la carne de Sajonia la corto en buenos filetes con la cortadora del pan, sí, créeme, corto con la cortadora del pan.

      —¡Con la cortadora del pan! —exclamo entusiasmada, me quedo sin palabras y no quepo en mí del asombro.

      —Sí —dice—. Con la cortadora del pan.

      Mientras elogiamos la técnica de la señora Guse para cortar los filetes de Sajonia, con la toalla le limpio los restos del talón, que son suaves como el culo de un bebé. Puede elegir crema, ¿prefiere la de rosas o la de lavanda o quizá la de propóleos? Pero la señora Guse no prefiere ninguna, confía en mí y quiere que todo sea como siempre. Presiono el dispensador, que salpica sobre mi mano, y empiezo a trabajar sobre los pies, primero el izquierdo, después el derecho. Ella observa mi quehacer con interés y en silencio, pues yo le hago cosas que antes nadie le había hecho. Le acaricio el empeine, voy movilizando una por una las articulaciones metatarsofalángicas, dibujo círculos alrededor del maléolo, extiendo el tendón de Aquiles, froto las plantas de los pies con el puño, estiro el antepié.

      —Has vuelto a hacer un buen trabajo.

      Contemplamos mi labor acabada. La señora Guse tiene ochenta y cinco años, y ahora sus pies, tras el tratamiento, son la parte más joven de todo su cuerpo.

      Me quito los guantes y vuelvo a bajar el trono al nivel del suelo, meto hacia dentro los reposapiés, doblo la toalla, ayudo a la señora Guse a ponerse los calcetines y los zapatos.

      La señora Guse pierde el equilibrio momentáneamente al ponerse de pie, pero se agarra con fuera al reposabrazos y se estabiliza ya erguida. Coge la bolsa de la compra, arroja dentro la toalla y, oscilándola, abandona la habitación.

      —¡Tendré que pagar! —grita la señora Guse.

      Corro hacia detrás del mostrador. La señora Guse es muy apurada para pagar. No puede esperar ni un segundo. Al contrario que el hombre moderno que se carga de créditos, cuotas, pagos a plazos, la señora Guse no aguanta deber nada ni arrastrar deudas. Se siente mejor una vez ha logrado pagar, a veces incluso consigue pagar a la menor oportunidad, aunque el trabajo no esté todavía terminado. De hecho, ya tiene pagado su entierro. Saca su monedero con un orgullo infantil. Le cobro veintidós euros.

      EL SEÑOR PAULKE

      Cuando empecé a trabajar en el salón de cosmética, el señor Paulke fue uno de mis primeros clientes. Durante el primer tratamiento, me preguntó entre risas: «¿No sabe usted dónde se ha metido?, en mitad de la mierda de Berlín, antes todo esto no eran más que campos de aguas residuales y luego lo llenaron de rascacielos. Y si rascas un poco en la tierra, todavía notarás el hedor».

      El señor Paulke fue uno de los primeros propietarios, vive aquí desde 1983, un oriundo de Marzahn, un proletario, ahora es un anciano que se enfrenta a las miserias y los achaques de la vejez conservándose medio bien, contando chistes sarcásticos y con humildad. El señor Paulke sencillamente no se toma a sí mismo demasiado en serio. En su rostro predomina una especie de desorden asimétrico: ojos entrecerrados, verrugas, manchas de la edad, una dentadura postiza ladeada y destartalada; una mezcolanza hecha de diferentes edades. Tiene las rodillas por completo echadas a perder. Artrosis.

      El primer contacto con sus pies, cuando los metió en el agua y yo se los lavé, me produjo confusión. Pronto empezaron a gustarme. Tenía los contornos inflamados, la piel anaranjada y cubierta de escamas, surcada por miríadas de venillas azul lila confusamente entreveradas. Parecían piedras erosionadas.

      El señor Paulke trabajó para Autotrans, la empresa de transporte más grande de la RDA. Se ha pasado toda su vida arrastrando armarios, frigoríficos, pianos. No solo se encargaba de la mudanza completa de particulares, sino que ha trasladado también negocios completos, ha acompañado al extranjero a orquestas que tocaban como invitadas. Aquello, contaba el señor Paulke, sí era bonito. De vez en cuando él y sus compañeros disfrutaban gratis de los conciertos, antes de volver a cargar con todo, meterlo en los camiones y volverse a casa. Cuando el señor Paulke ya no pudo cargar con más peso, fue transferido a la oficina de atención al cliente, al servicio de inspección, a preparativos preliminares y a previsiones. También esto acabó convirtiéndose en una tarea demasiado pesada y fue retirado de ella. El señor Paulke aceptó las pérdidas financieras y se prejubiló con cincuenta y siete años. El año 1989 trajo consigo, además de la caída del muro, un cáncer en los ganglios linfáticos en la parte inferior de su mandíbula derecha. Fue operado y tratado con radioterapia.

      Cuando consiguieron controlar el cáncer, el señor y la señora Paulke comenzaron a viajar, dos veces al año, y el señor Paulke, en retrospectiva, comentaba: «Aquello estuvo bien, cómo lo disfrutamos». Lo mismo hablaba sobre los fiordos de Noruega que sobre las palmeras del Ticino o sobre los pubs de Dublín. Cuando yo conocí al señor Paulke, los viajes habían quedado ya muy atrás. Su radio de movimiento se había ido reduciendo paulatinamente.

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