Название: Flores
Автор: Afonso Cruz
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789583063275
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Cogí uno de los juguetes de mi padre, un carrito de lata que tenía encima del escritorio, como decoración, y traté de imaginarlo jugando con él. Nunca es fácil ser niño, y esa época solo sirve para que los psicólogos ganen dinero. El carrito rojo de lata tiene al conductor pintado en el parabrisas, de frente, con sombrero, pero cuando uno lo pone de lado se ve de perfil. Claro que, por un instante, si uno lo mira desde una perspectiva caballera o isométrica, se ven dos conductores, el del parabrisas, de frente, y la misma figura en la ventana de la puerta, de lado. Me gustaría que la vida fuera así y nos presentara varios ángulos a la vez. Podríamos ser niños y adultos en la misma frase. Solo el gesto de poner la taza del desayuno en la mesa podría ser vicioso y a la vez virtuoso. Pero a lo mejor ya lo es, y las personas entrenadas logran ver la vida como si fuera un carrito rojo de lata, ven al conductor de frente y de lado, y saben que al poner la taza del desayuno en la mesa una persona puede ser viciosa y a la vez virtuosa.
A mi padre no le gustaba que pusieran el sombrero en la cama. Creo que le heredé esa superstición. Cuando somos niños aprendemos cosas muy estúpidas, como la ubicación de minas de tungsteno y las supersticiones. Los únicos que ganan con eso son los psicólogos.
No alcancé a almorzar porque no podía comer nada. A las cuatro y cuarto me fui a recoger a Clarisse en la estación. Me crucé con doña Azul en las escaleras, nos saludamos, se quejó del aumento de impuestos, que todos son unos ladrones, caen directo a nuestros bolsillos, cual rateros, aunque a estos los meten presos al instante, mientras a aquellos nadie los toca. Le dije que quizá no siempre era así, ella cambió de tema, habló de un programa de televisión, preguntó por el señor Ulme, que si estaba mejor de la cabeza, comenzó a criticar a la vecina de abajo, que siempre está sola.
—Julia es una mentirosa, por eso nadie habla con ella y siempre está sola.
—Ya me tengo que ir.
—¿Lo estoy aburriendo, querido?
—No, claro que no.
—Y le dije que esa no era la impresión que tenía de ella.
—¿A quién?
—A Julia. No me está oyendo.
—Continúe.
—Me comenzó a gritar, me dijo de todo, pero yo no soy de las que se quedan calladas y…
—De verdad ya me tengo que ir, que Clarisse llega ahora en el tren de las cinco.
—¡Clarisse! Su esposa es muy simpática. Trátela bien, querido, que mujeres así no hay muchas.
FUI A ESPERAR A CLARISSE A LA ESTACIÓN. Al verla sentí un peso inmenso, una especie de dolor de cabeza que se propagaba por todo el cuerpo, que agarraba los miembros y me apretaba los órganos como si fuera un enorme alicate de hierro. Beatriz corrió hacia ella, la abrazó, con un gesto emocionado entre la risa y el llanto. Clarisse me miró y levantó una ceja, preguntándome en silencio qué ocurría. Yo me encogí de hombros.
Al llegar a casa nos encontramos con el señor Ulme, que venía de la biblioteca con dos libros debajo del brazo. Me pidió que le sirviera un té, yo asentí.
El señor Ulme volvió a sacar la revista que yo tenía en la estantería de caoba y la hojeó hasta detenerse en una página, la misma, creo, que la vez anterior. En voz baja, murmuraba una frase que, lo supe más tarde, es una especie de oración que repite con frecuencia para apaciguarse y, según me dijo después, «revelarse eterno en el mundo, cuando estas palabras son pronunciadas, la muerte no existe». Lo que él susurraba era:
«Entremos más adentro en la espesura».
* * *
Allí estaba él, de pie, recortado contra el sol del final de la tarde, con una revista pornográfica americana en las manos, mientras susurraba entremos más adentro en la espesura, entremos más adentro en la espesura. Solo le veía la silueta negra, pues estaba a contraluz, junto a la ventana, con la ciudad detrás.
Le pregunté si nunca había visto una revista pornográfica. Me dijo que sí, que no era ningún tonto ingenuo. No tuve el coraje de preguntarle si había estado íntimamente con una mujer. En vez de eso, le ofrecí té. Fui a hervir el agua y lavar la yerbabuena. Cuando llegué a la sala, el señor Ulme estaba agachado sobre Beatriz. Tenía una cinta métrica enrollada alrededor de su cabeza.
—Cincuenta y tres centímetros.
El señor Ulme estaba midiendo el diámetro del cráneo de mi hija.
—Aquí tiene su té.
—Ese es el tamaño del universo, decía. Cincuenta y tres centímetros. No se necesitan telescopios ni esos aceleradores de partículas ni números largos. Basta con esto —se refería a la cabeza de Beatriz—. Cincuenta y tres centímetros.
Cuando me vio, Beatriz reculó, como si temiera algo, como si yo le fuera a pegar. Dio dos pasos atrás, bajó la cabeza, se quedó callada y emanó una niebla densa a su alrededor. Clarisse entró en ese momento, notó el ambiente que se cernía sobre la sala y preguntó qué sucedía.
—Nada —le dije.
—Medíamos el universo —dijo el señor Ulme.
Beatriz, en voz baja:
—Cincuenta y tres centímetros.
* * *
El señor Ulme se tomó el té, se levantó, me extendió la mano y se fue a casa. Arrastraba los pies al caminar.
AL DÍA SIGUIENTE me encontré con doña Azul y su ojo derecho que siempre parpadea. Vive en el piso debajo del nuestro. Le hablé del señor Ulme.
—¿Así que no sabe lo que le sucedió?
—No.
—Tuvo un aneurisma —me dijo.
—¿Un aneurisma?
—Sí, querido, operaron al señor Ulme hace dos meses. No recuerda una parte de su vida. Puede hacer todo lo que hacía, pero no recuerda el pasado. Sabe los nombres de todas las plantas, pero no recuerda que fue niño.
—¿Nada?
—Nada.
—No tenía la menor idea.
—Mi querido, parecería que no viviera en este edificio, tiene la cabeza en las nubes. Tenemos que estar ahí el uno para el otro, imagínese que un día llegara a necesitar ayuda, ¿a quién acudiría?
Durante la cena, le pregunté a Clarisse si ella sabía del aneurisma del señor Ulme.
—Claro, todo el mundo sabe que lo operaron. Incluso fui con Beatriz al hospital a llevarle un ramo de flores, sé que le gustan mucho.
—Es una pena.
—Sí, es muy triste perder la memoria afectiva, nadie debería sufrir un castigo así.
Es cierto, СКАЧАТЬ