Название: Brazofuerte. Cienfuegos V
Автор: Alberto Vazquez-Figueroa
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Cienfuegos
isbn: 9788418263965
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–¿Como qué?
–Como que en determinadas circunstancias, incluso un niño puede matar a una mula de un puñetazo. Es solo cuestión de astucia… ¡Y mucha fe!
Fray Bernardino de Sigüenza, comisionado por el gobernador don Francisco de Bobadilla para llevar a cabo las primeras investigaciones en torno a la grave acusación de brujería que pesaba sobre la alemana Ingrid Grass, a la que en La Española nadie conocía más que como doña Mariana Montenegro, era un rezongante y minúsculo hombrecillo cuyo enclenque esqueleto bailaba dentro de un astroso hábito de franciscano que más bien parecía hacer las veces de tienda de campaña, pues tanta era la mugre que lo cubría, que su rigidez obligaba a pensar que su dueño podía entrar y salir de él dejándolo en pie en mitad de la calle.
Fray Bernardino de Sigüenza tenía sarna, pulgas y piojos, olía a sudor y ajo a diez metros de distancia y se limpiaba insistentemente el moquillo que le goteaba como un grifo de la enorme nariz con un hediondo trapajo que guardaba en la manga, y cuya sola visión obligaba a volver la vista hacia otra parte o se corría el riesgo de sentir arcadas.
Para ser aún más concretos a la hora de describirle, bastaría con asegurar que Fray Bernardino de Sigüenza produciría náuseas a los sapos de una ciénaga, pero, como compensación a su repelente aspecto físico, poseía una privilegiada mente analítica y, lo que era aún más importante, un generoso corazón rebosante de fe en Dios y en los seres humanos.
Fue por ello su odiosa apariencia, más que sus apreciables virtudes, lo que empujó al gobernador Bobadilla a confiarle el desagradable menester de improvisado inquisidor, influido quizá por el hecho innegable de que aún no había en la isla ningún auténtico representante de la Santa inquisición, y el fétido mocoso era a todas luces el fraile de más siniestro aspecto de cuantos habían atravesado hasta el presente el Océano Tenebroso. En un principio Fray Bernardino de Sigüenza se sintió profundamente molesto y casi ofendido por tan injusta y caprichosa designación, pero en cuanto estudió el caso y mantuvo una primera entrevista con la acusada dio gracias a Dios por que se le brindase la oportunidad de llegar al fondo de unos hechos que cualquier otro inquisidor, especialmente si se hubiera tratado de un dominico, habría despachado por el expeditivo procedimiento de enviar sin mayor dilación a su víctima a la hoguera.
Y es que Fray Bernardino de Sigüenza no tenía necesidad de que le demostraran la existencia de Dios, puesto que veía su mano en cada árbol, cada río o cada criatura de este mundo, pero sí buscaba ansiosamente pruebas de la existencia del demonio, puesto que su tan aireada maldad tan solo era visible en el execrable comportamiento de algunos seres humanos.
Si era cierto que el temido Ángel Negro tenía el poder de hacer arder las aguas de un lago y apoderarse de la voluntad de una hermosa dama de dulce apariencia convirtiéndola en bruja y asesina, el buen fraile se sentía en la obligación de descubrir qué tortuosos métodos utilizaba «El Maligno» para llevar a cabo tan nefandos prodigios.
–Si en verdad creéis que lleváis al demonio en vuestro interior, decídmelo y lucharemos juntos por expulsarlo –fue, por tanto, lo primero que dijo al tomar asiento en la agobiante estancia de gruesos muros y enrejadas ventanas en que mantenían incomunicada a la prisionera–. En caso contrario, quiero escuchar vuestra versión de los hechos.
–En mi interior no llevo más que un hijo y un profundo amor a Dios que me ayudará a sobrellevar esta dolorosa prueba –fue la serena respuesta–. En cuanto al demonio, siento por él tanto horror y desprecio como podáis sentir Vos mismo.
–Sin embargo, conseguisteis que las aguas de un lago ardieran, destruyendo un navío y abrasando a sus tripulantes. ¿Qué podéis decir ante la evidencia de semejante prodigio?
–Tan solo puedo corroborar que cuando se le prendió fuego, el agua ardió, aunque ignoro la razón.
–Pero eso va contra las más elementales leyes de la Naturaleza –señaló el franciscano–. Y si no podéis darle una explicación convincente, el hecho deberá ser tachado de brujería.
–¿Tacharíais el hecho de brujería el hecho de que cayera un rayo que hiciera arder un árbol matando a diez personas? Sin embargo suele ocurrir, y ni tengo explicación, ni culpa alguna en ello.
Fray Bernardino de Sigüenza se agitó en su incómodo asiento y dirigió una distraída mirada al impasible escribano, que, parapetado tras una desvencijada mesa, iba anotando cuidadosamente preguntas y respuestas, y abrigó tal vez una mínima esperanza de que se hubiese olvidado de registrar esta última –un rayo es algo que viene del cielo, como la lluvia, el día o la noche; un fenómeno atmosférico natural en el que no interviene la mano del hombre–. El enclenque hombrecillo sacó una vez más el empapado trapajo y se secó la punta de la nariz tras sorber repetidas veces.
–Pero en este caso, fuisteis Vos quien prendió fuego al agua.
–No. No fui yo.
–Es de ello de lo que se os acusa.
–¿Quién me acusa?
–Eso no puedo decíroslo –fue la seca respuesta.
Doña Mariana Montenegro permaneció largos minutos pensativa, tratando por un lado de vencer la visceral repugnancia que le producía el hediondo frailecillo que no cesaba ahora de rascarse unos sarnosos brazos que eran como oscuros y peludos palillos cubiertos de mugre, al tiempo que se esforzaba por mantener la calma y la claridad de ideas, pues tenía plena conciencia de que cuanto dijera de allí en adelante dependería su futuro y el de la criatura que llevaba en su seno. Era cosa harto sabida que el método seguido por los inquisidores para quebrar la resistencia de los interrogados, obteniendo así la confesión que deseaban sin recurrir a la tortura, solía pasar por el maquiavélico procedimiento de tejer una tupida tela de araña a base de secretos, medias verdades, veladas amenazas, o amables invitaciones a inculparse a sí mismos prometiéndoles perdón para sus supuestos delitos, y por tanto meditó mucho sus palabras sin permitirse caer en la trampa de la precipitación, antes de señalar con firmeza:
–Quien de tal iniquidad me acuse gratuitamente, lo hará sin duda por odio o enemistad hacia mi persona, y admitiréis que en ese caso, su testimonio carece de toda validez a los ojos de Dios y de la Iglesia.
–¿Se trata pues de un conocido vuestro?
–No necesariamente.
–¡Sí necesariamente! –puntualizó Fray Bernardino de Sigüenza–. Puesto que dentro de la razón no se explica la enemistad de un desconocido. Un término anula el otro.
–Jugáis con las palabras –le hizo notar la alemana entrecruzando las manos para no delatar que le temblaban, pues comenzaba a darse cuenta de la peligrosidad de la batalla dialéctica a la que su interlocutor parecía dispuesto a conducirla–. Alguien que me envidie, que desee algo que yo tengo, o que considere, injustamente, que le causé algún daño, puede ser mi acusador sin que resulte imprescindible que yo le conozca.
–¿Como por ejemplo…?
–Los frailes dominicos, que pretenden apoderarse de mi casa, pues es la única forma que tienen de ampliar su convento.
Resultó evidente que al franciscano no le desagradaba en absoluto la idea de que se lanzara tamaña acusación contra sus más directos competidores, y pareció querer asegurarse de que en esta ocasión el escribano anotaba cuidadosamente СКАЧАТЬ