Dios de maravillas. Loron Wade
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Название: Dios de maravillas

Автор: Loron Wade

Издательство: Bookwire

Жанр: Сделай Сам

Серия:

isbn: 9789877983326

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СКАЧАТЬ Y cuando lo hice, casi instantáneamente quedó todo en silencio. Seguidamente escuché el ruido de fuertes pasos de animales pesados, que se alejaban gruñendo hacia la selva. Agradecí a Dios por su cuidado protector, me tranquilicé y pronto me sumí en un sueño profundo.

      A la mañana siguiente, vi que Francisco examinaba algo cerca de nuestra carpa.

      –¡Miren qué grandes son estas huellas! ¡Del tamaño de un plato! ¡Muchos tigres! –exclamó–. Yo los vi allá abajo por el camino; sentí miedo, por eso vine.

      Recién entonces Alfredo salió de la carpa.

      –¡Qué enormes huellas! –exclamó. ¿Por qué no habré escuchado los rugidos?

      Yo le conté cómo lo había llamado sacudiéndolo y lo que él me contestó.

      –¿Y por qué no me diste un tremendo puntapié? –dijo, disculpándose.

      El domingo muy temprano, Francisco vino a llamarnos a la carpa.

      –Papá, mamá Cott. Vámonos, estamos listos para partir. Tenemos que cruzar mucha agua. Debemos ir muy despacio.

      Cuando habíamos salido nuevamente al camino, le pregunté:

      –¿En qué punto vamos a cruzar el río?

      –Aquí mismo –dijo, señalando el enorme salto de agua, el Salto de Kamá.

      –¿No me digas que tengo que cruzar este profundo torrente por aquí?

      El agua saltaba por el precipicio a una velocidad tal, que quedé horrorizada.

      –Sí, es el mejor sitio. Más arriba es demasiado profundo. Yo iré cerca de la orilla. Usted irá conmigo. Yo la sostendré por el brazo.

      Dada la experiencia de nuestros viajes anteriores, sabía que la regla de la selva es cruzar exactamente a la orilla de una caída de agua. Pero, ¿cómo podría yo pasar por este enorme salto? Temblando de miedo, permití que Francisco me guiara al agua. Uno de los hombres ya había llevado a Joyce hasta el otro lado, y por unos instantes anhelé ser una niñita pequeña. Alfredo nos dijo que él seguiría tan pronto me viera a salvo al otro lado.

      Francisco me había advertido que no levantara los pies, sino que los deslizara, junto con los de él. Lamentablemente, cuando íbamos cruzando por la mitad del torrente, como las piedras estaban sumamente lisas y deseaba terminar lo más pronto posible con esa pesadilla, me apresuré y coloqué el pie delante del pie de Francisco. Donde quise pisar no había nada. ¡Era el fin! En ese momento me sentí caer por el salto. Grité con todas mis fuerzas, y casi al instante los dedos de Francisco se hundieron en mi brazo. Juan, que nos seguía de cerca, escuchó mi grito, y dejando caer la carga que traía –la cual se perdió por el precipicio– me sujetó por el brazo y gritó:

      –¡Maza! [¡Deténgase!]

      Yo temblaba como una hoja, al darme cuenta de cuán cerca estuve de ser víctima de este peligroso salto. Con mucha calma, Juan dijo:

      –No levante el pie. Deslícelo por la parte donde está la piedra... despacio, despacio...

      Como pude, fui deslizando el pie contra la corriente, centímetro tras centímetro. Ya otro de los cargadores había llegado para ayudarnos. Los tres hombres empezaron a alejarme del peligroso agujero. Juan y Francisco seguían diciéndome:

      –Despacio, camine despacio –y así lo hice.

      Movía los pies solamente cuando ellos movían los suyos.

      Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, alcanzamos la orilla. Cuando estuve a salvo una vez más, me di cuenta de que Joyce, Meme y Marjorie estaban llorando.

      –Mamá Cott, creíamos que usted estaba muerta, ¡muerta!

      –Dios está despierto –les dije con humildad.

      Fue con cierto sentimiento de reverencia que nos acercamos a la aldea de Auca, el cacique que había recibido la visión. ¿Sería posible confirmar las historias que habíamos escuchado?

      Al llegar, nos saludaron como era costumbre en esa región: los indios nos dieron la mano, nos abrazaron y soplaron amigablemente el aliento en nuestros oídos. Entonces nos preguntaron:

      –¿Nos permiten ver sus Biblias?

      La pregunta nos causó sorpresa. Era la primera vez que algún indio, al saludarnos, manifestara interés en ese Libro que significa tanto para nosotros.

      Cuando les mostramos las tres Biblias que habíamos traído, sus ojos brillaron de alegría.

      –Ustedes son nuestros misioneros –afirmaron.

      –¿Cómo saben que somos misioneros? –les preguntó Alfredo.

      –Auca dijo que ustedes traerían un libro negro del país que se llama Inglaterra; así sabríamos que había llegado la gente que esperábamos.

      Abrimos las tapas de nuestras Biblias y comprobamos que, efectivamente, las tres habían sido publicadas en Inglaterra. Cerramos la Biblias con reverencia. ¿Sería posible que el Señor hubiera preparado a estas personas para nuestra llegada cuando nosotros aún éramos niños? Calculamos que Auca había tenido sus sueños alrededor de 1902.

      Auca había muerto, pero su hijo, el cacique Promi, había instruido bien al pueblo. Esta era la aldea más limpia que jamás habíamos visitado. El vestido de la gente les cubría mucho más el cuerpo de lo que ocurría con otros indígenas que habíamos encontrado. Sus costumbres eran más higiénicas que las de otros nativos. Hasta olían a limpio.

      Entre otras cosas, nos asombró enormemente su conocimiento de algunas palabras del inglés. Cuando les preguntamos dónde habían aprendido, nos contestaron:

      –Auca nos enseñó. El ángel le enseñó a Auca.

      Conocían bien en inglés ciertos términos bíblicos muy significativos, como Santa Biblia, aleluya, Nueva Jerusalén, Espíritu Santo, el cuerpo es un templo, Jesús, Padre Celestial, gran luz, Satanás, pesar y pruebas. Así, pudimos comunicarnos fácilmente mediante ese sencillo vocabulario de términos referentes a la Biblia.

      El cacique Promi y los integrantes de la aldea nos guiaron hasta una casa limpia, blanqueada con cal.

      –La hicimos para ustedes –nos dijo orgullosamente el jefe– Nos tomó muchos meses.

      Aquella casa nos pareció prácticamente una mansión, y nos sentimos muy agradecidos por el privilegio de quedarnos por unas semanas en un lugar tan agradable.

      Apenas habíamos abierto nuestras maletas para sacar ropa limpia, cuando unas muchachas de la aldea llamaron nuestra atención desde la puerta, aplaudiendo.

      –Hermana, hermano, –nos llamaron.

      Nunca antes en la selva se nos había llamado así. Cuando abrimos la puerta, ellas muy bondadosamente nos ofrecieron plátanos, papas y yuca. Nos impresionó gratamente ver que los tubérculos habían sido lavados y limpiados perfectamente, algo que los otros indios jamás hacían. Muchas de las tribus tenían miedo al agua, y algunos hasta creían que era venenosa.

      –¿Por СКАЧАТЬ