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valiente, cristiana, felizmente intolerante, ceñudamente tradicionalista. Los hombres, por nuestra parte, tenemos sexo, fuente de muchos placeres y muchos sufrimientos, y al mismo tiempo tenemos género, resultado de una construcción histórica enganchada solo en parte a los genitales, los cuales pueden ser civilizados y hasta domesticados sin necesidad de recurrir a la solución extrema de la castración; ni a la menos extrema del puritanismo sexual y la negación libidinal. El feminismo minoritario que identifica el sexo masculino —o su género, construido como irreformable— con la violación y la violencia se parece mucho a la ideología católico-imperial que identifica España con los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros y Hernán Cortés; es decir, a esa visión étnica que niega toda posible afiliación democrática en favor de una filiación siempre cerrada, esencial, casi biológica. ¿Se puede ser hombre y además pacífico, sensible y cuidadoso? ¿Se puede ser español y además mujer, demócrata y pacifista? Soy español, como decía Cánovas, porque no puedo ser otra cosa, pese a que lo he intentado sañudamente, perdiendo mucho tiempo y muchos aprendizajes; igualmente intenté sin éxito dejar de ser un hombre, a veces con dolorosa pasión de zelote, mediante un voluntarismo intelectualmente bastante estéril. Luego claudiqué. Soy un hombre. Eso quiere decir que no puedo ser Frida Kahlo ni Mesalina, pero no estoy obligado a ser mi padre ni mi viejo profesor de gimnasia ni el matón de mi colegio; eso quiere decir tan solo que en un momento de mi vida tuve que decidir qué «hombre» —y cuánto «hombre»— quería ser. Claudico. Soy español. Eso quiere decir que no puedo ser tailandés ni alemán; pero no quiere decir que tenga que ser mi abuelo paterno (ver capítulo II) ni mi bisabuelo (ver capítulo V) ni Francisco Franco ni Largo Caballero; eso solo quiere decir que estoy obligado a decidir qué español quiero ser, a qué tipo de español quiero «afiliarme», sin olvidar nunca que «las mutaciones han de partir de lo que está ahí y de los medios al alcance de los que pretenden mudar eso que existe» o, valga decir, que «lo que quiera que sea, ha de ser hecho con españoles». No me siento «español» como no me siento «hombre». O, al revés, me siento español y hombre de la misma manera, a ráfagas, en llovizna, balanceándome rapsódicamente entre la filiación y la afiliación. Acepto y hasta reivindico algunas «expresiones de género» masculinas sensatas y conforme a Derecho (o, al menos, no dañinas para nadie) después de haber logrado —creo— depurar mi masculinidad de muchos de sus parásitos machistas; la derrota del machismo, nunca definitiva, debe servir para liberarnos en cuanto que hombres y mujeres, con todas sus misteriosas voluntades y deseos, no para liberarnos de los hombres y las mujeres. Reivindico igualmente una españolidad sin sexo o con poco sexo, constitucional, republicana, federal, que dé satisfacción a todas las demandas de filiación nacional a partir de un refrendo afiliativo democrático; y que proteja —de los identitarismos y del capitalismo— eso que he llamado en otro sitio «prevaricaciones antropológicas», todas esas «vividuras» comunes sin relación con la verdad y la justicia pero compatibles con el Derecho, llamadas también costumbres y tradiciones, que nos unen sin parar, sin saberlo, a los otros cuerpos: los arbóreos, los humanos o los literarios. Porque no puede ocurrir nunca más —no debería ocurrir nunca más— que un lector español se niegue a leer a Cervantes y Galdós precisamente porque son españoles.
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