Montenegro. Alberto Vazquez-Figueroa
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Montenegro - Alberto Vazquez-Figueroa страница 4

Название: Montenegro

Автор: Alberto Vazquez-Figueroa

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Cienfuegos

isbn: 9788418263958

isbn:

СКАЧАТЬ mayo.

      –En junio –se impacientó el otro–. Escuche, señora… Usted quería un buen barco y tendrá un buen barco, pero no pida milagros.

      –Yo no pido milagros –replicó la Montenegro, puntualizando mucho las palabras–. Pero estoy dispuesta a añadir cinco bolsas de oro si navega el mes que viene.

      El otro la observó desde lo alto del castillete de proa, se pasó una sucia mano por el rostro, pareció hacer sus cálculos y, por fin, asintió, convencido:

      –¡Navegará! –sentenció–. Navegará aunque tenga que secuestrar a todo el que sea capaz de cortar, cepillar o clavar un tablón en esta jodida isla. –Lanzó un sonoro escupitajo–. Por cierto… –añadió–, ¿qué nombre piensa ponerle?

      La alemana meditó unos segundos y por fin replicó, sonriendo con picardía:

      –«Milagro».

      Los pacabueyes constituían un pueblo limpio, pacífico, amable y notablemente próspero, puesto que poseían extensas tierras, fértiles, a orillas del ancho río que acabaría llamándose Magdalena, en la actual Colombia, así como ingentes cantidades de oro que trabajaban con ayuda de martillos de negra piedra e ingeniosas fraguas de fuelles de caña.

      Para el canario Cienfuegos, que venía de sufrir todas las penalidades del infierno en el corazón de la terrible serranía de los sucios y primitivos motilones, toparse de improviso con un tranquilo y luminoso valle, en cuyo centro se alzaba un poblado que en nada desmerecía de muchos europeos constituyó una especie de asombroso portento, puesto que había perdido tiempo atrás toda esperanza de retornar a una forma de vida que pudiera considerarse mínimamente civilizada.

      Gentes sencillas, la mayoría de las cuales vestían largas túnicas de algodón e incluso calzaban sandalias de cuero, le recibieron sin recelos ni grandes aspavientos, aunque al isleño le desconcertó el hecho de que individuos aparentemente tan inofensivos hablasen, pese a ello, una lengua emparentada con la de los feroces caribes y no con la de los amistosos arawacs.

      No obstante, al sufrido cabrero, que tantas y tan complejas vicisitudes había tenido que soportar a lo largo de años de vagabundeo por selvas, islas y montañas de un desconocido Nuevo Mundo que parecía ser el primer europeo en explorar, tanto le daba expresarse en cualquiera de los dos idiomas, visto que, además, se sentía capaz de captar de inmediato el sentido de todas aquellas palabras cuya raíz provenía del peculiar lenguaje de los cuprigueri que poblaban el lago Maracaibo y sus proximidades.

      Y una de las primeras cosas, que se apresuraron a comunicarle los hospitalarios, y en cierto modo abrumadoramente parlanchines pacabueyes, fue que habían tenido noticias de que habían arribado a las lejanas costas del Norte tres gigantescas naves mayores que la mayor de las cabañas del poblado tripuladas por altísimos hombres de peluda cara que debían estar sin duda directamente emparentados con los simios.

      –¿Eres tú uno de ellos?

      –Sí y no –fue la sorprendente respuesta del gomero–. Sí, en cuanto que llegué hace mucho tiempo en una de esas naves; no, en cuanto que ya nada tengo que ver con ellos, dado que los que en verdad eran mis amigos murieron todos.

      –Pero sin duda son de tu misma raza… ¿Acaso no deseas volver a reunirte con ellos?

      –No lo sé.

      Y era cierto.

      Aunque Cienfuegos no pudiera saberlo ya que había perdido el sentido del tiempo, acababa de nacer el nuevo siglo, lo cual significaba que hacía casi siete años que había dejado de convivir normalmente con españoles, aunque para él, criado en las montañas de la isla de La Gomera sin más compañía que algunas cabras, tal convivencia no había sido nunca en realidad demasiado importante.

      Era un ser acostumbrado a la soledad y a las dificultades y, exceptuando el brevísimo período de dicha que le había proporcionado su agitada relación sentimental con la alemana Ingrid Grass, del resto de su existencia poco tenía que dar gracias a Dios, y muchísimo menos a los hombres.

      No esperaba ya nada de caballeros vestidos ni de salvajes desnudos, y desde la desaparición de la negra Azabache, que fue el último ser humano con el que en cierto modo se sintió compenetrado, se había transformado en una especie de misógino vagabundo que incluso sus más hermosos recuerdos rechazaba.

      Había asistido a tantos prodigios desde el día en que pusiera el pie en aquella orilla del océano que ya nada le impresionaba y, pese a no haber cumplido aún veintitrés años, el peso de su pasado frenaba cualquier clase de ilusión sobre el futuro.

      Reencontrarse, por tanto, con unos navegantes españoles –si es que no se trataba otra vez de portugueses– a los que recordaba como gente sucia y bronca, enzarzada siempre en luchas fratricidas y aquejada por una desmedida ansia de riquezas, no le llamaba la atención en absoluto, y fue por ello por lo que cuando los serviciales pacabueyes se ofrecieron a mostrarle la forma de alcanzar una costa a la que tal vez regresarían pronto los navíos, se limitó a rechazar cortésmente la invitación, dándoles a entender que preferiría quedarse a hacerles compañía como huésped.

      –Aquella, la más fresca, será tu casa –respondieron entonces con su amabilidad característica–. Nuestra comida será tu comida, nuestra agua tu agua, y nuestras esposas, tus esposas.

      Comida y agua nunca faltaron, a Dios gracias, pero en lo referente a las esposas, pronto el sufrido Cienfuegos a punto estuvo de solicitar un cambio en las costumbres, puesto que al tercer día había una docena de mujeres aguardando turno a la sombra del porche, charlando y riendo como si se encontraran en la antesala de un salón de belleza, pese a que a la mayoría de ellas en uno de tales salones les hubieran negado la entrada por cuestión de principios.

      No obstante, los despreocupados pacabueyes parecían divertirse sobremanera con las agobiantes aventuras amorosas del canario, formaban corros nocturnos en los que el tema exclusivo de conversación solían ser sus hazañas del día, e incluso más de uno le ofreció un hermoso brazalete o un pesado collar de oro macizo a cambio de que hiciera gemir un rato a su querida esposa.

      En verdad que no era esta la paz de cuerpo y espíritu que venía buscando tras haber padecido tantas calamidades, se dijo a sí mismo el gomero un amanecer en que tuvo la amarga sensación de haber llegado al límite de sus fuerzas. «O encuentro pronto una forma de dormir solo sin ofender a estas buenas gentes, o a fe que del llamado Cienfuegos pronto no van a quedar ni los rescoldos».

      Por fortuna, al poco acudió en su ayuda una anciana inmensamente gorda y de blanquísimos cabellos que respondía al sonoro nombre de Mauá, que no dudó a la hora de encararse a las ansiosas mujeres que esperaban turno en el porche, recriminándolas por el hecho de que pareciesen hambrientas sanguijuelas dispuestas a dejar exhausta a su inocente víctima.

      –¡Id a que os arreglen el cuerpo vuestros estúpidos maridos! –les espetó indignada–. Y si no se les pone tiesa, metedles una caña en el culo y soplar.

      Hubo alguna que otra tímida protesta, pero bien fuera porque la impresionante masa de carne se hacía respetar, o porque en verdad ya la mayoría de las aspirantes a gozar de los favores del isleño habían llegado igualmente a la conclusión de que su pobre víctima se encontraba en los límites de sus fuerzas, lo cierto fue que al poco el corrillo se disolvió y el agotado Cienfuegos pudo tumbarse en una ancha hamaca de rojo algodón trenzado a disfrutar tranquilamente de una hermosa СКАЧАТЬ