Название: El camino de la imperfección
Автор: Andre Daigneault
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788428835275
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¿DIOS JUEZ?
Los fariseos ven en Dios el juez imparcial de las obras humanas: para ellos, la salvación es así el salario y la justa recompensa a los méritos de cada uno. Jesús nos muestra el verdadero rostro de Dios, autor de todo bien y de toda gracia: la salvación a sus ojos es un don gratuito ofrecido a todos, y sobre todo a los pobres y concedido a cualquiera que se abra y lo reciba como un niño. Antes de morir en la cruz, Jesús ofrece y da la salvación al ladrón, aquel a quien llamamos bueno y que se abrió totalmente, en pobreza, a la misericordia infinita que le era ofrecida. Eso es lo que más choca a los fariseos y al pequeño fariseo escondido en cada uno de nosotros: que los obreros de la undécima hora, que no trabajaron todo el día, reciban el mismo salario, o mejor, el mismo don, que aquellos que trabajaron y soportaron el peso del día y del calor.
San Pablo, el antiguo fariseo, consideró como «basura» su propia justicia, la que le venía de la Ley, «para ganar a Cristo y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,8-9).
«Y si encontré misericordia –dice aún san Pablo– fue para que en mí, el primero, manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna» (1 Tim 1,16).
POR LA GRACIA
Sabemos que fue sobre todo con ocasión de la crisis en la Iglesia de Galacia cuando san Pablo desarrolló su pensamiento a este respecto. Algunos predicadores judeocristianos fueron a enseñar a los gálatas la necesidad de la circuncisión y de la observancia de la Ley judía en orden a la salvación. Mientras Pablo, que ya había evangelizado en aquella región, había anunciado con entusiasmo que se era salvado no por la observancia de la Ley, sino únicamente por la gracia de Dios a partir de la fe.
De ahí nace esta apasionada carta a los Gálatas, donde se cruzan indignaciones, quejas, llamamientos, exhortaciones, censura. Se ve, cuando leemos esta carta, que nada está más cerca del corazón de san Pablo que este Evangelio de la gratuidad de la salvación. A los cristianos judaizantes, que consideran que la observancia de la Ley es necesaria para la salvación, Pablo les replica: «Si alguien, incluso un ángel del cielo, os anunciase un evangelio diferente del que os estamos enseñando, sea anatema» (Gál 1,8).
Para Pablo, pretender –como los fariseos– ser justificado por sus propias obras es glorificarse a sí mismo y usurpar la gloria a Dios, lo cual es la propia esencia del pecado (Rom 2,17-23; 3,27; 4,2). El fariseo quiere subir la escalera a partir de sus virtudes y de sus obras. Pablo invita a descender a la propia pobreza.
BAJAR PARA SUBIR
Bajar para subir, aquí reside toda la paradoja evangélica del verdadero camino espiritual cristiano. San Benito, en el capítulo 7 de su Regla, dice que se sube a través del rebajamiento y del descenso a la pobreza de nuestro ser. El cristiano debe seguir a Cristo en sus humillaciones. «Humillaos ante el Señor, que él os ensalzará» (Sant 4,10). ¿Cómo subir entonces al monte Carmelo? Es preciso, siguiendo el ejemplo de Cristo, bajar a través de las humillaciones y las noches, bajar a través de la cruz, bajar, finalmente, a través de la muerte total a nosotros mismos. «Morir con él para resucitar con él».
DOS ACTITUDES ESPIRITUALES
El fariseo y el publicano del evangelio de Lucas representan dos actitudes espirituales que combaten constantemente en nosotros.
Comparemos estas dos actitudes. El publicano se mantiene allí abajo –en el último banco de la iglesia, podríamos decir–; ni siquiera se atreve a levantar los ojos, se reconoce miserable y pobre, ni siquiera intenta saber a qué «morada» de la perfección sería enviado. El otro, el fariseo, de pie, usa la forma más litúrgica de rezar: la acción de gracias y la alabanza; está allí arriba, delante, con los grandes, elevado, casi en el altar.
Ambos, el fariseo y el publicano, rezan. El publicano, en el último banco, humillado y rechazado por los señores de la religión oficial, no tiene miedo de expresar su miseria moral: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador». El otro, el fariseo, allá arriba, no se reconoce pecador, se cree rico con toda su espiritualidad y sus conocimientos religiosos; observa la Ley al pie de la letra, está orgulloso de su buena moral y de sus virtudes. Pone su confianza en sus obras. Decididamente, el fariseo considera que el publicano allí al fondo, golpeándose el pecho, es de espiritualidad muy pobre. El fariseo piensa que su oración es más profunda, más interior, más meditativa que la del pobre publicano. El fariseo desdeña la oración de petición y de súplica, prefiere la alabanza. El evangelio dice que ni se digna mover los labios –«reza en su interior»–, vanagloriándose de su espiritualidad y de su práctica moral y religiosa: «Señor, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros; ni siquiera como aquel publicano; yo ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que recibo» (Lc 18,11-12).
Y el final de la parábola llega como un trueno. Se ve lo que son la verdadera espiritualidad y el verdadero camino para alcanzar la santidad. Descendiendo, bajando es como se sube.
«Yo os digo que aquel bajó a su casa justificado, al contrario que este; porque todo hombre que se eleva será humillado y el que se humilla será ensalzado».
EL SÍNDROME DE LA EXHIBICIÓN
Dado que el fariseo quería mantenerse siempre en lo alto de la escalera de su imagen idealizada, se podría decir que sufre el «síndrome de la exhibición». Toda su espiritualidad se centra en sus virtudes, en sus obras y en la exhibición de sí mismo: lo que él quiere es subir la escalera mostrando sus obras y sus virtudes.
Si él aceptara humillarse, podría encontrar la salvación, pero lo que él quiere es subir cada vez más alto en su falsa grandeza.
Se puede entender que, para el fariseo, la opinión de los otros, lo que piensan de él, tiene mucha importancia. «Por encima de todo ellos actúan para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5), dirá Jesús en el evangelio.
El fariseo se preocupa mucho por su imagen y utiliza incluso la oración para mejorarla. Sobre esto dirá Jesús: «No seáis como los hipócritas: para hacer sus oraciones les gusta destacar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que todos los vean» (Mt 6,5).
BUSCANDO SEGURIDAD
El objetivo de la vida del fariseo es tornarse tan perfecto y observar la Ley de tal forma que Dios lo haga entrar en su Reino a causa de todas sus obras. Por eso, cuando comete una falta, tiene que negarla, rechazarla, porque para él cualquier falta será fatal. Toda su supuesta virtud y su imagen se hundirían si su fachada se desmoronase. En lugar de bajar a su pobreza intenta siempre subir en la satisfacción de sí mismo, haciendo más que los otros: «Yo ayuno dos veces por semana» y los otros solo una. Su idea es mostrarse superior a los pecadores y al publicano que se golpea el pecho allí abajo, al fondo del Templo.
OS CONTROLO
Si el fariseo tiene esta necesidad de señalar a los otros con el dedo y de racionalizar sus errores y sus pecados, es porque, en el fondo, se siente inferior, inquieto y angustiado.
Podríamos profundizar aquí en ciertos elementos de algún trauma de la infancia que puede llevar al fariseísmo. Para Karen Horney y Alice Millar, el niño que busca la admiración de los que le rodean fue muchas СКАЧАТЬ