Название: Cienfuegos
Автор: Alberto Vazquez-Figueroa
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Novelas
isbn: 9788418263897
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Cienfuegos había nacido en la montaña y la montaña era su hogar y su refugio, ya que podía trepar por los más peligrosos acantilados, salvar los más anchos abismos o mimetizarse con las rocas alimentándose de raíces como una liebre o un lagarto, y debido a ello estaba absolutamente convencido de que jamás conseguiría sobrevivir a bordo de uno de aquellos mugrientos pedazos de madera en los que los hombres parecían apiñarse encaramados los unos sobre los otros como lombrices sobre una plasta de perro.
Al mediodía había tomado por tanto la decisión de permanecer en la isla, convencido de que el capitán De Luna jamás podría apresarlo ni en mil años que le anduviera a la zaga, pero con la llegada de las primeras sombras su fino oído le obligó a prestar atención al advertir cómo los lejanos valles, las quebradas, los riscos y los bosques se plagaban de sonoros silbidos que en cuestión de minutos propagaron de un confín a otro de la Tierra la noticia de que a partir de aquel instante se ofrecía una recompensa de diez monedas de oro a quien condujese vivo o muerto a La Casona al pastor pelirrojo conocido por el sobrenombre de Cienfuegos.
Le asombró su propio precio, puesto que jamás había oído hablar de nadie –aparte claro está de los amos de hacienda– que hubiera tenido en su poder una sola de aquellas valiosísimas monedas y de improviso el vizconde ofrecía por su miserable cabeza más de cuanto toda una familia pudiese ganar a lo largo de veinte años de esfuerzos.
Meditó largo rato sobre ello, llegando a la conclusión de que si lo tuviera también ofrecería ese dinero por aniquilar a quien hubiera sido capaz de robarle el amor de una criatura tan maravillosa como Ingrid, llegando igualmente a la conclusión de que a partir de aquel instante sus horas de vida estaban ya contadas.
Por hábil que fuera escabulléndose por los infinitos recovecos de la isla, igualmente lo eran los restantes pastores de sus cumbres, gentes que conocían al dedillo cada sendero y cada gruta de los montes y cuyos hambrientos perros eran muy capaces de olfatear un triste conejo aunque se ocultara en las mismísimas puertas del infierno.
A la caída de la noche Bonifacio le llamó una vez más desde el fondo del valle, y pese a que tratara de darle ánimos, la cadencia de su silbido permitía entrever a un oído tan acostumbrado a su tono como el del pastor que había una especie de tristeza o deje de despedida en sus modulaciones, como si el pobre cojo estuviese íntimamente convencido de que aquella sería ya su última charla.
Por unos instantes le asaltó la tentación de compadecerse de sí mismo por el hecho de saberse a solas frente al resto del mundo, y cuando la tímida luna recortó contra el cielo la majestuosa silueta del inmenso volcán que coronaba la isla vecina se preguntó si lo más acertado no sería intentar cruzar el tranquilo canal que las separaba para unirse a las salvajes bandas de aborígenes que aún se mantenían furiosamente irreductibles en sus agrestes cimas y profundos bosques.
¡Sevilla!
Aquella era no obstante la palabra que una y otra vez giraba en su cerebro constituyéndose en una especie de lejana luz de aliento y esperanza, porque ella había dicho –le había prometido– que se reuniría con él en Sevilla.
¿Pero qué era Sevilla y dónde se encontraba?
Una ciudad.
Cienfuegos no había visto nunca una auténtica ciudad ya que la minúscula capital de la isla no era más que un villorrio de apenas tres docenas de casuchas de madera y barro, y se le antojaba inadmisible la idea de que pudiera existir un lugar en que cientos de palacios como La Casona se apiñasen en torno a amplias plazas de enormes iglesias y altivos campanarios.
Pero era allí donde ella lo buscaría si es que conseguía salir con vida de la isla, y sentado una vez más al borde del acantilado con las piernas colgando sobre el abismo decidió que merecía la pena esforzarse por sobrevivir aunque tan solo fuera por el hecho de mantener la ilusión de que tal vez algún día volvería a acariciar aquella hermosa mata de cabello hecho de oro, se miraría de nuevo en sus azules ojos o aspiraría el olor a hierba fresca de la criatura más hermosa que hubiera puesto el Creador sobre la Tierra.
A medianoche voló por tanto de roca en roca para acabar aterrizando mansamente sobre la negra arena de la playa, bordeó el alto acantilado, aguardó largo rato con el oído atento hasta cerciorarse de que todos dormían, y poco antes del alba se introdujo en un agua, que le supo distinta, y nadó mansamente y en silencio hacia la mayor de las naves, que se balanceaba con un crujir de huesos en mitad de las tinieblas.
Se alzó a pulso por el cabo del ancla, arrugó la nariz ante la espesa hediondez de la brea, la humedad de la vieja madera y los orines, se coló por el primer agujero que encontró sobre cubierta y se acurrucó en el fondo de una oscura y atiborrada bodega, ocultándose como una rata más entre las barricas y los fardos.
Cinco minutos después dormía.
Lo despertaron ásperas voces, rumor de pies descalzos que corrían sobre su cabeza, chirriar de maderos y restallar de grandes velas, y al poco la quejumbrosa nave comenzó a estremecerse macheteando el agua en su lucha contra las furiosas olas que asaltaban su proa.
Un sudor frío le corrió por la frente al tomar plena conciencia de lo alejado que se encontraba de su mundo y de que aquel balanceo que hacía que todo a su alrededor comenzara a dar vueltas lo apartaba aún más del único paisaje en que había deseado vivir desde que tenía memoria.
Estuvo a punto de gritar o salir corriendo para lanzarse de nuevo al mar y regresar a nado a las amadas costas de su isla, a conseguir que su vida acabara donde realmente debía, pero hizo un supremo esfuerzo mordiéndose los labios para limitarse a permitir que amargas y ardientes lágrimas corrieran mansamente por su rostro de niño.
Él no podía saberlo, pero aquella mañana de septiembre acababa de cumplir catorce años.
Luego llegó el mareo.
Al olor a brea, sudor y trapos sucios, a alimentos podridos, excrementos humanos y pescado salado, se sumó ahora un violento mar de fondo, por lo que pronto se sorprendió a sí mismo devolviendo, cosa que jamás le había ocurrido anteriormente.
Creyó que se moría.
Al experimentar aquel mareo y aquella sensación de profundo vacío en el estómago, del que apenas conseguía extraer a base de angustiosas arcadas una bilis amarga que le abrasaba la boca y la garganta, ignorando –como ignoraba casi todo en este mundo– que la suya no era más que la lógica reacción de quien por primera vez se embarca, consideró seriamente que había llegado el postrer momento de su vida, y que para acabar de tan sucia y denigrante forma más valía haberlo hecho altivamente enfrentándose al capitán León de Luna en el grandioso marco de sus bellas montañas.
Morir allí encerrado no era digno de quien siempre se había sentido uno de los seres más libres de la tierra, ni morir sucio, enfangado en vómitos y bilis, apestando a mil hedores diferentes, tan solo y abandonado como únicamente podía encontrarse un ser humano en el momento de morir lejos de Ingrid.
Su agonía fue larga y no dio fruto.
Era quedarse a medias, con un pie a cada lado de la raya en estúpido equilibrio entre marcharse o aferrarse a una vida que carecía ahora de sentido, ya que en lugar de los bosques y los prados, el sol, la luz y el viento, a los que siempre había estado acostumbrado, no existía más СКАЧАТЬ