Repertorio de la desesperación. Adriana María Alzate Echeverri
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СКАЧАТЬ en este último país, aunque no pertenecen a Hispanoamérica, han alimentado discusiones interesantes sobre el asunto, especialmente en relación con el suicidio de los esclavos.5 Es también una cuestión que ha sido estudiada para el Brasil colonial.6 En la mayoría de la bibliografía sobre el problema en el mundo colonial español, el suicidio aparece como un aspecto más que evidencia la resistencia de los grupos africanos o indígenas sometidos a servidumbre y a maltrato, o sus creencias ancestrales al respecto.7 El estudio de la muerte voluntaria en sectores diferentes de los mencionados, como los españoles, los criollos o los mestizos, permanece marginal.8

      Esta exploración abarca no solo el homicidio de sí mismo (suicidio consumado), también las prácticas relacionadas con él (tentativas) y las reacciones que tales comportamientos desencadenaban en la sociedad de entonces. ¿Cómo eran explicados o juzgados? ¿Cómo lo enfrentaban las autoridades criminales y eclesiásticas? ¿Cómo y por qué se castigaban? Se entiende como tentativa la “acción con que se intenta experimentar, probar o tantear una cosa”.9 Algunos conciben el intento de suicidio como un llamado, como un signo de alguien que aún espera respuesta, hasta un umbral, que, una vez superado, se convierte en efectivo.10 El trabajo no se detendrá en el estudio del “suicidio institucionalizado”, como el del soldado vencido que se mata por honor o de formas como el duelo que son casos sometidos a rituales previstos con solemnidad. Tampoco se ocupará de los procesos de suicidio conocidos por el Tribunal de la Inquisición.11

      A pesar de la importante dimensión psíquica del fenómeno estudiado, esta investigación no aspira a examinar la existencia mental de quienes se quitaron la vida o de quienes buscaron hacerlo. Aunque es equivocado pretender, como lo sugiere una buena parte de la literatura psiquiátrica, que la mayoría de los suicidios tienen una raíz patológica,12 sí es evidente que, en algunos casos, la motivación se debe a una perturbación mental. Múltiples registros casuísticos demuestran que no es posible ligar el suicidio siempre con una patología o con una enfermedad específica como la depresión.13 Pensar la muerte voluntaria siempre como resultado directo de una enfermedad mental es reduccionista, de una excesiva simplificación, cierra la pregunta por los motivos y esconde los sufrimientos de distinta naturaleza que han agobiado a los seres humanos a lo largo del tiempo.

      La exploración de algunos rasgos de la vida y, sobre todo, de la muerte de personas, en su mayoría anónimas, ignotas y ocultas, que, en general, constituían solo un registro difuso en los archivos de la administración de justicia (si acaso), pone de presente, entre otros, el problema sensiblemente planteado por Michel Foucault en “La vida de los hombres infames”, cuando anotaba que deseaba estudiar “una antología de vidas” de hombres signados por la adversidad, que eran, al mismo tiempo, “existencias contadas en pocas líneas o en pocas páginas, desgracias y aventuras infinitas recogidas en un puñado de palabras”.14

      Las situaciones dramáticas que se registran en los expedientes legales, en que alguien que intenta quitarse la vida es puesto frente a la máquina judicial que busca descifrarlo y juzgarlo, pero que, sobre todo, lo castiga, vuelve su vida aún más desgraciada de lo que era. Asimismo, la confiscación de los bienes o la condena a infamia que sufre el cuerpo de quien se suicida muestra estas escenas como piezas de una siniestra tragedia. El contacto con el poder empapa estas realidades de más miseria y crueldad.15

      Estas vidas, que estaban destinadas a transcurrir y a desaparecer sin que fuesen mencionadas, han dejado huellas gracias a su fugaz relación con el poder. Solo se puede llegar a ellas a través de las declaraciones, las tácticas o las mentiras impuestas que suponen las relaciones de poder en los tribunales de justicia. Para que algo de esas vidas y de esas muertes llegara hasta nosotros fue preciso que un “haz de luz”, durante un instante, se posase sobre ellas; una luz que les venía de fuera fue lo que las arrancó de la noche en la que habrían podido, y quizá debido permanecer; esa luz fue su encuentro con el poder. Sin este choque ninguna de las palabras de los que intentaron suicidarse habría permanecido para recordarnos su trayectoria.16

      Algunas palabras, como fenómenos de larga duración, llegan quedamente de las profundidades de los tiempos y tienen la ventaja de aflorar, de nacer y de aportar así elementos de una cronología sin los cuales no hay ninguna historia que merezca ese nombre.17 Su uso es inseparable del pensamiento, pues las palabras son su soporte recóndito, por ello, el problema merece una corta digresión. El término “homicidio de sí mismo”, que se usa en este libro para designar lo que hoy se denomina “suicidio”, se empleó hasta principios del siglo XIX en los tribunales neogranadinos. La expresión puede parecer rara en una primera aproximación, pero es importante, significativa e histórica.

      La comprensión de la conducta suicida pone en juego una gran variedad de aspectos, pertenecientes a diferentes ámbitos de pensamiento. Se puede entender el suicidio como la muerte que se produce una persona a sí misma, con total conciencia de la acción, como resultado de su propia voluntad.18 Pero la definición dada por Émile Durkheim en su célebre obra El suicidio (1897) se convirtió en canónica: “se llama suicidio toda muerte que resulte mediata o inmediatamente de un acto, positivo o negativo, realizado por la misma víctima”.19

      El suicidio es un concepto moderno. En inglés, la palabra surgió solo alrededor de 1650 y en las lenguas francesa e italiana no lo hizo antes del siglo XVIII. En español, hasta el siglo XVIII, lo que hoy conocemos como “suicidio” se designaba con las expresiones “homicidio de (contra) sí mismo” o “asesinato propio” (o nombraba el método que se había elegido para terminar con la vida: “se envenenó”, “se ahorcó”, etc.). El término “suicidio” entra en el Diccionario de la lengua española en 1817 como “el acto de quitarse uno a sí mismo la vida”.20 La voz se forma a semejanza de homicidio; viene del latín sui (de sí mismo) y caedere (matar). En el Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense (1838), aparece la entrada “homicidio de sí mismo” y remite ya a la palabra “suicidio”, que es definida así: “Homicidio de sí mismo o la acción de quitarse a sí mismo la vida”.21

      Existe cierta unanimidad sobre las dos ideas que se conjugan en el término “suicidio”. La primera es que la víctima es causa, autor de la propia muerte; la segunda, que el autor es consciente y obra voluntariamente, busca matarse queriéndolo.22 De ahí que no se aborden en este libro situaciones como la muerte por sacrificio o el fallecimiento ascético, producto del martirio.

      La muerte voluntaria era considerada un crimen contra Dios y contra la sociedad, así como una transgresión a las leyes de la naturaleza; además, quien se daba muerte no solo era considerado una víctima, sino también un criminal y un pecador. La invención de la palabra “suicidio”, a juicio de algunos pensadores, reflejaría una persecución penal menos rigurosa del “homicidio de sí mismo” y un hito en el proceso histórico de su despenalización y patologización.23 A pesar de la aparición del neologismo, la estigmatización social hacia esta conducta transgresora no desapareció,24 también sufrió algunas transformaciones en ciertas sociedades.25

      En este libro, se utilizarán las expresiones homicidio de sí mismo, muerte voluntaria y suicidio indistintamente para nombrar esta conducta; el empleo del último término es anacrónico, pero se hizo para aligerar la escritura y facilitar la lectura.

      No es fácil hallar fuentes para el estudio del suicidio. En la sociedad colonial, muchas veces la muerte voluntaria no se denunciaba; se ocultaba intencionalmente o se disimulaba como accidente o muerte natural por las penas de índole corporal y pecuniaria СКАЧАТЬ