Название: El señor presidente
Автор: Miguel Angel Asturias
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Cõnspicuos
isbn: 9786074571813
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Cuando el titiritero se apeaba los dientes postizos, para hablar movía la boca y chupaba como ventosa.
—¡Ah!, ya veo, esperá; ¡ya veo de qué se trata!
—¡Pero, Benjamín, no te entiendo nada! —y casi jirimiqueando—. ¿Querrés entender que no te entiendo nada? —¡Ya veo, ya veo!... ¡Allá, por la esquina del Palacio Arzobispal, se está juntando gente!
—¡Hombre, quitá de la puerta, porque ni ves nada —sos un inútil— ni te entiendo una palabra!
Don Benjamín dejó pasar a su esposa, que asomó desgreñada, con un seno colgando sobre el camisón de indiana amarilla y el otro enredado en el escapulario de la Virgen del Carmen.
—¡Allí... que llevan la camilla! —fue lo último que dijo don Benjamín.
—¡Ah, bueno, bueno, si fue allí no más!... ¡Pero no fue por onde los turcos, como yo creía! ¡Cómo no me habías dicho, Benjamín, que fue allí no más; pues con razón, pues, que se oyeron los tiros tan cerca!
—Como que vi, ve, que llevaban la camilla —repitió el titiritero. Su voz parecía salir del fondo de la tierra, cuando hablaba detrás de su mujer.
—¿Que qué?
—¡Que yo como que vi, ve, que llevaban la camilla! —¡Calla, no sé lo que estás diciendo, y mejor si te vas a poner los dientes que sin ellos, como si me hablaras en inglés! —¡Que yo como que vi, ve...!
—¡No, ahora la traen!
—¡No, niña, ya estaba allí!
—¡Que ahora la traen, digo yo, y no soy choca!, ¿verdá? —¡No sé, pero yo como que vi...!
—¿Que qué...? ¿La camilla? Entendé que no...
Don Benjamín no medía un metro; era delgadito y velludo como murciélago y estaba aliviado si quería ver en lo que paraba aquel grupo de gentes y gendarmes a espaldas de doña Venjamón, dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido.
—Pero sólo vos querés ver... —se atrevió don Benjamín con la esperanza de salir de aquel eclipse total.
Al decir así, como si hubiera dicho ¡ábrete, perejil, giró doña Venjamón como una montaña, y se le vino encima.
—¡En prestá te cargo, chumalía! —le gritó.Y alzándolo del suelo lo sacó a la puerta como un niño en brazos.
El titiritero escupió verde, morado, anaranjado, de todos colores.A lo lejos mientras él pataleaba sobre el vientre o cofre de su esposa, cuatro hombres borrachos cruzaba plaza llevando en una camilla el cuerpo del Pelele. Doña Venjamón se santiguó. Por él lloraban los mingitorios públicos y el viento metía ruido de zopilotes en los árboles del parque descoloridos, color de guardapolvo.
—¡Chichigua te doy y no esclava, me debió decir el cura ¡maldita sea tu estampa! el día que nos casamos! —refunfuñó el titiritero al poner los pies en tierra firme.
Su cara mitad lo dejaba hablar, cara mitad inverosímil, pues si él apenas llegaba a mitad de naranja mandarina, ella sobraba para toronja; le dejaba hablar, parte porque no le entendía una palabra sin los dientes y parte por no faltarle al respeto de obra.
Un cuarto de hora después, doña Venjamón roncaba como si su aparato respiratorio luchase por no morir aplastado bajo aquel tonel de carne, y él, con el hígado en los ojos, maldecía de su matrimonio.
Pero su teatro de títeres salió ganancioso de aquel lance singular. Los muñecos se aventuraron por los terrenos de la tragedia, con el llanto goteado de sus ojos de cartón-piedra, mediante un sistema de tubitos que alimentaban con una jeringa de lavativa metida en una palangana de agua. Sus títeres sólo habían reído y si alguna vez lloraron fue con muecas risueñas, sin la elocuencia del llanto, corriéndoles por las mejillas y anegando el piso del tabladillo de las alegres farsas con verdaderos ríos de lágrimas.
Don Benjamín creyó que los niños llorarían con aquellas comedias picadas de un sentido de pena y su sorpresa no tuvo límites cuando los vio reír con más ganas, a mandíbula batiente, con más alegría que antes. Los niños reían de ver llorar... Los niños reían de ver pegar...
—¡Ilógico! ¡Ilógico! —concluía don Benjamín. —¡Lógico! ¡Relógico! —le contradecía doñaVenjamón. —¡Ilógico! ¡Ilógico! ¡Ilógico!
—¡Relógico! ¡Relógico! ¡Relógico!
—¡No entremos en razones! —proponía don Benjamín. —¡No entremos en razones! —aceptaba ella...
—Pero es ilógico...
—¡Relógico, vaya! ¡Relógico, recontralógico!
Cuando doñaVenjamón la tenía con su marido iba agregando sílabas a las palabras, como válvulas de escape para no estallar.
—¡Ilololológico! —gritaba el titiritero a punto de arrancarse los pelos de la rabia...
—¡Relógico! ¡Relógico! ¡Recontralógico! ¡Requetecon trarrelógico!
Lo uno o lo otro, lo cierto es que en el teatrillo del titiritero del Portal funcionó por mucho tiempo aquel chisme de lavativa que hacía llorar a los muñecos para divertir a los niños.
IX · Ojo de vidrio
El pequeño comercio de la ciudad cerraba sus puertas en las primeras horas de la noche, después de hacer cuentas, recibir el periódico y despachar a los últimos clientes. Grupos de muchachos se divertían en las esquinas con los ronrones que atraídos por la luz revoloteaban alrededor de los focos eléctricos. Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una vez. Se veía en las ventanas parejas de novios entregados a la pena de sus amores, y patrullas armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe, hombre tras hombre, recorrían las calles tranquilas.Algunas noches, sin embargo, cambiaba todo. Los pacíficos sacrificadores de ronrones jugaban a la guerra organizándose para librar batallas cuya duración dependía de los proyectiles, porque no se retiraban los combatientes mientras quedaban piedras en la calle. La madre de la novia, con su presencia, ponía fin a las escenas amorosas haciendo correr al novio, sombrero en mano, como si se le hubiera aparecido el Diablo.Y la patrulla, por cambiar de paso, la tomaba de primas a primera contra un paseante cualquiera, registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal...
La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que le hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba, en las alcantarillas, las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio.
En uno de estos barrios se despidieron Lucio Vásquez y su amigo.
—¡Adiós, СКАЧАТЬ