Dulce venganza. Sandra Marton
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Dulce venganza - Sandra Marton страница 6

Название: Dulce venganza

Автор: Sandra Marton

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Julia

isbn: 9788413751306

isbn:

СКАЧАТЬ dos últimos años, la desesperación podría llevar a hacer cualquier cosa. El origen no importaba nada. No había evitado que su padre dejara una casa hipotecada, una esposa derrotada y una amante desilusionada.

      La amante se había buscado un nuevo amor, la madre de Lucinda, la esposa, había encontrado un nuevo marido y ella, Lucinda, estaba intentando encontrar una nueva vida. Por eso, había viajado los más de cuatro mil kilómetros que la separaban de Boston para encontrar un lugar en el que nadie la reconociera o pudiera emitir juicios sobre su cambio de estilo de vida.

      Su vida anterior le parecía ridícula. El teatro, la ópera, bailes benéficos, fiestas… En aquellos momentos era ella la que necesitaba la caridad. Sin embargo, se convertiría en una ciudadana productiva cuando tuviera su certificado de cocinera. Y cuando tuviera el trabajo con el caballero homosexual. Pero no tendría trabajo sin certificado.

      Una vez más, se miró en el espejo y, uno a uno, se fue quitando las horquillas que le recogían el pelo, dejando que le cayera sobre los hombros.

      En cuanto a las gafas, ella normalmente llevaba lentes de contacto, pero aquella misma tarde se le había caído una al suelo cuando salía del apartamento, por lo que no había tenido tiempo de buscarla. Sin ellas no veía bien, pero no era decoradora, sino decorado.

      Lucinda tragó saliva al dejarlas encima del lavabo. Se sentía aturdida y nerviosa. ¿Sería ella la primera Barry que emergiera, casi desnuda, del centro de un pastel gigante? Era una tarta de seis pisos, blanca, decorada con chocolate blanco, corazones y estrellas de mazapán. Ella misma los había colocado aquella tarde.

      Sin embargo, ¿qué importaba quién los hubiera colocado? Además, el chef Florenze le había dejado muy claro que no saldría por el pastel de verdad.

      —Será una tarta de cartón —le había dicho al ver cómo lo miraba ella—. Saldrá del pastel limpiamente.

      Tal vez hubiera sido que él creyera de verdad que ella iba a hacerlo. Tal vez la afirmación solemne de que ella no se mancharía de crema. Fuera lo que fuera, una loca imagen se le había formado a Lucinda en la cabeza. Se imaginaba saliendo de la parte superior del pastel, con su tiara y su minúsculo atuendo y la máscara de uno de esos payasos que salen movidos por un resorte en las cajas de sorpresa.

      Aquella visión, le había provocado una carcajada que el Chef había interpretado mal.

      —Ah —le había dicho él con una resplandeciente sonrisa—. Me alegra ver que esta pequeña misión es de su agrado, señorita Barry. Por un momento, había temido que, tal vez, no se sentiría tan satisfecha con ello.

      —¿Satisfecha? —le había preguntado Lucinda, sintiendo la necesidad de agredir al chef—. ¿Satisfecha por que usted me diga que me tengo que exhibir, desnuda, delante de una manada de hienas? —había añadido, mirando la cajita que tenía la ropa que ella debía llevar y tirándosela luego a él—. ¿Es que ha perdido la cabeza?

      —Señorita Barry. Ya le he explicado la situación. La actriz que contratamos para la ocasión…

      —Actriz —repitió ella, en tono de mofa.

      —Se ha puesto enferma y usted debe ocupar su lugar. Ya se lo he dicho tres veces.

      —Y yo también le he dicho que yo estoy aquí para cocinar, no para… para entretener a un puñado de degenerados.

      —Sí, degenerados —le espetó el chef, con frialdad—. Esos hombres son miembros de las mejores familias de San Francisco. Todos ellos son baluartes de la industria.

      —Son unos borrachos.

      —Estarán de fiesta. Y una chica que salga de un pastel es parte de la celebración.

      —Llame a una agencia. Llame al sitio donde ha contratado a esa «actriz» y contrate otra —le desafió Lucinda—. Yo no pienso hacerlo.

      —Son casi las diez de la noche —replicó el chef, haciendo gestos desesperados hacia el reloj—. La agencia está cerrada.

      —Qué pena.

      —¿Se acuerda de la lección de cocina número tres? ¿La de cómo improvisar cuando el soufflé se cae?

      —¿Qué tiene que ver un soufflé con todo esto? —preguntó Lucinda.

      —Yo estoy improvisando, señorita Barry. Estoy intentando arreglármelas con los materiales que tengo a mano.

      —No soy ni clara de huevo ni una tableta de chocolate amargo, chef Florenze.

      —Mire a su alrededor —le dijo el Chef—. Venga, mire. ¿Qué es lo que ve?

      —La cocina en la que se supone que debería estar trabajando.

      —Lo que ve —le corrigió él con impaciencia—, son seis estudiantes. Tres hombres y tres mujeres, incluida usted.

      —¿Y?

      —Sospecho que podremos estar de acuerdo en que los invitados a la fiesta no se sentirían tan encantados si el señor Purvis, el señor Rand o el señor Jensen salieran del pastel esta noche, ¿no le parece? —le preguntó él. Lucinda guardó silencio—. También podremos estar de acuerdo en que la venerable señorita Robinson se haría daño si intentara levantarse de algo que no fuera su sillón y de que la señorita Selwyn necesitaría un pastel del tamaño de la pirámide de Keops.

      —Lo que me está pidiendo es una costumbre bárbara, sexista y asquerosa.

      —Igualmente lo son la mitad del resto de las cosas de este planeta, pero no somos antropólogos, sino restauradores —replicó el chef—. Nuestro contrato pide carne asada, cerdo a la barbacoa, filetes de lenguado a la almendra, ensaladas variadas, pan, café, bebidas alcohólicas y una tarta de cartón gigante que contenga una señorita. ¿Está claro?

      —Me parece que ese es un contrato muy extraño para una firma de restauración, si quiere saber mi opinión.

      —No le estoy pidiendo consejo, señorita Barry. Le estoy diciendo que usted se va a poner esa ropa y va a hacer lo que tenga que hacer.

      —Yo pagué para que se me enseñara a cocinar.

      —Pues no me parece que haya aprendido a hacerlo muy bien —dijo el chef, con una astuta sonrisa. Lucinda sintió, por primera vez, que el suelo se le hundía bajo los pies.

      —He asistido a todas mis clases —replicó ella, con frialdad—. He aprobado todos los exámenes y me he ganado mi diploma.

      —Todos los exámenes menos el último —le había dicho el chef, riendo abiertamente—. Y si suspende el examen de esta noche, no obtendrá su certificado.

      Mientras se miraba en el espejo, Lucinda recordó que aquello había significado que no le quedaba más remedio que saltar de aquella tarta de cartón con aquellas ridículas ropas si no quería salir de la escuela de cocina del chef Florenze sin llevarse su certificado bajo el brazo. Con aquel certificado, tendría una habilidad demostrada, podría buscar trabajo en un restaurante e incluso, algún día, tener uno propio o una firma de restauración… Sin él, no podría pasar de ser una camarera.

      —Eso es chantaje —había protestado Lucinda.

      Entonces, СКАЧАТЬ