Toda la noche con el jefe. Natalie Anderson
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Название: Toda la noche con el jefe

Автор: Natalie Anderson

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: elit

isbn: 9788413751955

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СКАЧАТЬ casa en coche era tentadora. Le evitaría el trayecto en metro y diez minutos andando. Los zapatos de tacón que llevaba no eran apropiados para caminar largas distancias.

      Incluso más tentadora era la idea de pasar otros diez minutos en su compañía. ¿Sería sólo para tener más práctica? ¿Para perfeccionar sus habilidades de flirteo?

      –Además –prosiguió él–, has dejado clara tu falta de interés. Así que no tienes nada que temer.

      ¿Era cierto? Viéndolo correctamente por primera vez con la luz del vestíbulo, Lissa se dio cuenta de que su instinto tenía razón. Era un hombre muy sexy. Se quedó mirándolo, y su mente se negó a trabajar con la rapidez habitual. Lo único en lo que podía pensar era en sus fabulosos ojos verdes. Vio la diversión en ellos. Aunque no sabía por qué no le resultaba molesta. Al contrario, sintió la necesidad de seguirle la broma. Él se acercó más y le apretó los brazos con más fuerza.

      –Bueno, si insistes –dijo ella.

      –Insisto.

      Lissa arqueó las cejas ligeramente y permitió que la metiera de nuevo en el ascensor.

      –Hay un aparcamiento en el sótano –dijo él en respuesta a su cara de intriga.

      Lissa se apoyó contra la pared del ascensor y evitó su mirada, especulando sobre cómo sería su coche. Definitivamente sería rápido y brillante. Quizá un descapotable con asientos de cuero con calefacción.

      Él le agarró el brazo de nuevo mientras salían del ascensor, y la guió frente a una fila de coches aparcados. Lissa trató de ignorar las sensaciones que le provocaban sus dedos. Eran como agujas eléctricas clavándosele por dentro.

      No estaba preparada para la enorme ranchera marrón y ligeramente abollada frente a la que se detuvo. Obviamente, el vehículo, de siete plazas, estaba acostumbrado a ir lleno de gente. Podía apreciarse el inconfundible olor a niños. Había papeles y envoltorios de caramelos tirados por el suelo, y dos de los asientos traseros estaban acondicionados con asientos para niños.

      –¿Esperamos a alguien más? –preguntó ella.

      –No –contestó él. Lissa se sentó y se dispuso a abrocharse el cinturón. De pronto se detuvo. Palpó bajo su cuerpo y sacó una bolsa de pasas a medio comer. Se las entregó sin decir palabra–. Oh, bien –dijo–. Me preguntaba dónde las había puesto. La cena.

      Lissa no pudo evitar observar su mano izquierda colocada sobre el volante. No llevaba anillo, ni marca alguna. Sus dedos eran largos y hermosos, con unas uñas perfectas; y su palma era ancha y firme. Se estremeció y apartó la mirada. Se trataba de Karl, ¿no? El amante del flirteo por excelencia. Soltero convencido. Aquello no encajaba con esa imagen.

      –Es el coche de mi hermana –explicó finalmente–. El mío no estaba disponible y he tomado prestado el suyo. Tiene tres hijos. Son bastante revoltosos.

      –Ah, bien –dijo ella mientras se abrochaba el cinturón–. ¿Y qué tipo de coche llevas habitualmente?

      –¿Qué tipo crees tú?

      –No sé. Algún deportivo. Rápido, brillante, algo para asombrar a las mujeres.

      –No tengo que confiar en un coche para asombrar a las mujeres –dijo él.

      –Oh, ¿de verdad? –Lissa no pudo evitar reírse.

      Él la miró fijamente con ojos brillantes.

      –¿Entonces qué? –preguntó ella–. ¿Sólo confías en tu buen físico, en tu ingenio y en tu encanto personal?

      –Eso es –contestó él asintiendo seriamente–. Todo lo que has dicho. ¿Adónde vamos?

      Lo miró confusa antes de darse cuenta de que llevaban sentados un par de minutos y no había puesto el motor en marcha.

      –Oh, al muelle de Santa Catalina, Tower Hill.

      Él la miró arqueando las cejas y luego puso el motor en marcha.

      –Pensé que sería en Earl’s Court o en Shepherds Bush. ¿No es ahí donde viven los neocelandeses y los australianos?

      –Quizá –dijo ella encogiéndose de hombros–. Pero no me gusta eso.

      –¿Evitas a tus compatriotas? –preguntó él mientras salían del garaje.

      –No, pero, si quisiera pasar el tiempo yendo a pubs de las antípodas y relacionándome con neocelandeses, no me habría molestado en marcharme de Nueva Zelanda.

      –¿Huías de algo?

      –Huía hacia él –puntualizó Lissa–. No me malinterpretes, no es que no me guste Nueva Zelanda. Me encanta, pero quería viajar y conocer Londres. Es una ciudad genial.

      –¿Y elegiste el muelle de Santa Catalina?

      –Sí –contestó ella con una sonrisa–. Aunque no vivo en uno de esos almacenes reconvertidos junto al río. Hay una vieja finca detrás. Tengo un piso alquilado allí. Es fantástico, ¿sabes? Paso frente a la torre de Londres cada día de camino al trabajo y siempre pienso lo mismo: ¡Estoy en Londres! Es alucinante.

      –¿Realmente es un sueño para ti?

      –Oh, sí. Supongo que son muchos años viendo Coronation Street.

      –¿Coronation Street? Pero eso es en Manchester –dijo él.

      –Oh, pues entonces Eastenders. Lo que sea. Todos esos programas de variedades; allí los ponen todos. Pero aquí es genial. En Londres puedes hacer cualquier cosa que te apetezca hacer –añadió haciendo un gesto con las manos.

      Él la miró y le devolvió la sonrisa, cortándole la respiración. Lissa apartó la mirada apresuradamente, tratando de controlar su excitación.

      –Suenas como una turista, con ese entusiasmo en la voz –dijo él.

      –¿Qué tiene eso de malo? Es bueno tener algo de pasión.

      –Estoy de acuerdo. ¿Eres tan entusiasta y apasionada en otros aspectos de la vida?

      Lissa le dirigió una mirada de picardía burlona, sabiendo que se la había buscado.

      –Me encanta caminar frente a la torre de Londres cada día –dijo finalmente–, riéndome de los demás turistas que se dejan engañar por el heladero más caro del mundo.

      –¿De verdad? –preguntó él riéndose.

      –Tiene su furgoneta allí, junto a Dead Man’s Hole. Sus precios son desorbitados.

      –Mmm. Pero apuesto a que no es tan caro como el heladero que hay en el Ponte Vecchio de Florencia.

      –¿De verdad? ¿En Florencia? –Lissa suspiró–. Nunca he estado allí. Me encantaría ir.

      –Es precioso. Yo te llevaré.

      –¿Ahora? –preguntó ella arqueando una ceja.

      Él СКАЧАТЬ