El latido que nos hizo eternos. Mita Marco
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Название: El latido que nos hizo eternos

Автор: Mita Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750088

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СКАЧАТЬ seguro de querer hacerlo?

      —Sí. —Ni siquiera miró a Bruno, que permanecía sentado en el salón de su casa.

      Su amigo suspiró y se pasó una mano por su cabello, corto y moreno.

      —No tienes por qué ir. Hay más agentes que pueden ocupar tu puesto.

      —No quiero que nadie ocupe mi puesto —respondió con cansancio, dando el último trago a su cerveza y recostándose en el sillón, sin prestar atención a su amigo, que lo observaba con el ceño fruncido.

      —Oliver, por favor, no te juegues la vida de esa forma.

      —Alguien se la tendrá que jugar, ¿no? —Se levantó de golpe y fue hacia la cocina a por algo más de beber.

      Un par de años atrás, el piso de Oliver era un coqueto estudio, pulcro y muy ordenado, que hacía las delicias de las chicas a las que llevaba para divertirse. Sin embargo, ahora estaba descuidado, y tan desmejorado como su dueño. Los botes de cerveza se apilaban sobre la mesa auxiliar del salón, había ropa amontonada sobre uno de los sofás y en la cocina los platos sucios formaban una montaña en el fregadero.

      Bruno fue tras él y se quedó apoyado en el marco de la puerta, observando a Oliver.

      Cómo había cambiado. Y no solo en temperamento, sino que su apariencia física también se había resentido durante todo ese tiempo.

      Casi no quedaba nada del atractivo hombre de ojos avellana. Tenía aspecto cansado, con ojeras. La barba, mal recortada, lo hacía parecer mucho mayor de lo que era. Y su cuerpo atlético y fuerte había dejado paso a una pronunciada delgadez, que lo hacía tener aspecto enfermizo.

      —¿Por qué no le dices a Garrido que dejas el caso? —insistió.

      Oliver miró a su amigo a los ojos, cansado de tanta charla, y alzó la cabeza, orgulloso.

      —¿Y tú por qué no dejas de darme el coñazo? —Abrió el armario donde guardaba los vasos de cristal y sacó uno, en el que se sirvió un poco de whisky. Se llevó el contenido a la boca de un solo trago e hizo una mueca de aprensión al notar cómo el líquido le quemaba la garganta—. Últimamente todos queréis meteros en mi vida, y yo no he pedido consejo a nadie. Tengo treinta y cinco años, soy bastante mayorcito como para poder tomar mis propias decisiones.

      —Si tu madre se mete, es porque te ve perdido.

      Al escuchar cómo nombraba a su madre, Oliver alzó la mirada de golpe.

      —¿Has hablado con ella?

      —Me llamó hace unos días.

      —¿Por qué coño habláis de mí a mis espaldas?

      —Porque estamos preocupados, tío. —Fue hasta su lado y le puso una mano en el hombro, para intentar que se relajase un poco—. Oye, mira…

      Oliver se apartó de inmediato y le lanzó una mirada de advertencia a Bruno.

      —¡Ya basta! Ni tú, ni mi madre, ni nadie de este jodido mundo, va a poder convencerme de que abandone la misión. ¡No sé por qué cojones habéis decidido inmiscuiros en mis asuntos, pero que os quede claro que voy a hacer lo que me dé la gana!

      —Solo queremos que vuelva el antiguo Oliver, nada más.

      —No sé de qué estás hablando.

      —Pues, yo sí —insistió Bruno—. Desde que pasó aquello… siento que te hemos perdido.

      Al escuchar las palabras de su amigo con respecto a aquel incidente ocurrido dos años atrás, Oliver apretó los puños y cuadró los hombros.

      —¡No vuelvas a nombrar ese tema! —gritó fuera de sí—. ¡En tu vida me nombres ese tema! ¡No sabes de lo que hablas! ¡Todo fue mi culpa!

      —¡Fue un accidente!

      —¡No, no, no! —chilló. Cogió de nuevo la botella de whisky y bebió directamente de ella. Miró a Bruno a los ojos, y con un tono de voz cansado, se dirigió a él—: Voy a ir, cumpliré con mi objetivo y detendré a ese narco. Y me da igual qué penséis sobre ello.

      —Al menos asegúrame que vas a llevar cuidado.

      Oliver resopló.

      —¿Por qué? Si me pillan, pues uno menos. No creo que el mundo note mucho mi ausencia.

      Capítulo 2

      El avión de Amanda hizo escala en Tenerife, y desde allí tuvo que volver a coger un vuelo que la llevase a su destino.

      La aeronave aterrizó en el aeropuerto de Alajeró, un municipio de la isla de La Gomera. Tras un breve descanso, en el que estiró las piernas, cogió un taxi que la llevó hasta el pueblo donde vivía su hermano.

      Amanda observó por la ventanilla del vehículo y recorrió con la mirada el municipio de Vallehermoso, en el que Alberto había comprado una casa cinco años atrás.

      Sin embargo, no tardó mucho en apartar la mirada. No le pareció un lugar interesante. Simplemente eran un par de casas juntas, en donde no había centros comerciales, ni los restaurantes de moda a los que solía ir.

      —Es bonito, ¿verdad? —dijo el taxista, orgulloso del atractivo de su isla.

      Lo miró de reojo, sin ni siquiera girar la cabeza, y se encogió de hombros.

      —He estado en sitios mejores —indicó con desgana.

      El hombre, molesto, volvió a concentrarse en la carretera.

      Amanda, al ver que dejaban atrás el pueblo, frunció el ceño.

      —¿No habíamos llegado ya?

      —No. La dirección que me ha dado está algo más alejada del pueblo.

      —¿En las afueras?

      —Está en plena naturaleza.

      Ella chasqueó la lengua y cruzó los brazos sobre el pecho.

      —Genial —resopló—. En medio de ninguna parte. Alberto, te has lucido.

      Ya podía imaginar las horas muertas que le esperaban en aquel lugar. Iba a ser horrible tener que estar allí, rodeada por árboles y piedras, cuando lo que de verdad quería era bullicio. Le encantaban las aglomeraciones, el ruido de la ciudad, las avenidas llenas de comercios en los que gastar el dinero. Sin embargo, Alberto se negó a mandarle más dinero cuando lo llamó para informarle de su pelea con Samuel, y le ordenó viajar a La Gomera para que pudiesen hablar personalmente.

      No quería quedarse allí. ¿Qué iba a poder hacer en ese lugar? ¿Aprenderse el nombre de los bichos autóctonos? ¿Practicar el silbo gomero?

      Frustrada, sacó su teléfono móvil y ojeó los mensajes que todavía no había leído. La mayoría eran de Samuel. Le pedía que volviese con él. En algunos incluso suplicaba.

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