Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Название: Los perfeccionistas

Автор: Simon Winchester

Издательство: Bookwire

Жанр: Математика

Серия:

isbn: 9788418428272

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СКАЧАТЬ en el tubo y el adelgazamiento en las partes de la pared interior del cañón donde la herramienta de corte se desviaba del eje del tubo. Y esos adelgazamientos eran peligrosos: implicaban explosiones, tubos reventados, cañones destruidos y lesiones a los marineros que tripulaban las probadamente peligrosas cubiertas de artillería. La mala calidad de las piezas de artillería de principios del siglo xviii provocaba fallas en tal cantidad que causaron alarma entre los amos de los mares en el cuartel general del Almirantazgo en Londres.

      Fue entonces cuando apareció John Wilkinson con su novedosa idea. Decidió que no fundiría cañones huecos, sino sólidos. Con ello, para empezar, se aseguraba la integridad de la pieza de hierro –por ejemplo, había menos partes susceptibles de enfriarse antes de tiempo, como ocurría si se había insertado una pieza para formar el ánima del tubo–. Con el debido cuidado, de los hornos de Bersham podía salir un cilindro macizo de hierro, aun cuando fuera muy pesado, sin las burbujas de aire y las secciones esponjosas (“problemas de panal” se las llamaba) que eran comunes en los cañones de fundición hueca.

      Pero el verdadero secreto yacía en la horadación del ánima del cañón. Los dos extremos de la operación, la parte que taladraba y la que iba a ser horadada tenían que mantenerse rígidos e inmóviles. Esto es una verdad establecida, tan cierta hoy como lo era en el siglo xviii: para cortar o pulir un objeto con medidas de entera precisión, tanto este como la herramienta tienen que estar tan sujetos y fijos como sea posible para asegurar su inmovilidad. Además, en el caso particular de las horadaciones de los cañones, no podía haber margen para que el barreno deambulara durante la perforación. De lo contrario, el riesgo era una explosión catastrófica.

      En la primera instalación del proceso patentado por Wilkinson, el cilindro sólido del cañón se ponía a girar (se rodeaba de una cadena y esta se conectaba a una rueda hidráulica) y un barreno muy afilado para perforar el hierro, fijo en el extremo de una base rígida, se hincaba directamente en la cara de la pieza cilíndrica mientras esta giraba. Esto creaba un agujero, recto y preciso, a medida que la herramienta se iba adentrando en la pieza de hierro. “Con un barreno rígido y un soporte seguro –escribió un biógrafo reciente de Wilkinson, tomándose una licencia poética– tenía que lograrse la exactitud”. En versiones posteriores era el cañón lo que permanecía fijo y el barreno conectado a la rueda hidráulica lo que giraba. En teoría, si el fuste del barreno giratorio era rígido, si estaba soportado en los extremos para mantener su rigidez y, si al adentrarse en el agujero que estaba perforando, la cara del cilindro no se torcía ni giraba ni trastabillaba ni se pandeaba, podía conseguirse un agujero de gran exactitud.

      Fue esto efectivamente lo que se obtuvo. Un cañón tras otro rodaba de la máquina, cada cual con las medidas exactas solicitadas por la armada, cada uno, una vez desmontado de la máquina, idéntico al anterior, cada uno con la certeza de ser igual al que enseguida iba a montarse en la máquina. El nuevo sistema funcionó de manera impecable desde el principio, lo que animó a Wilkinson a solicitar su famosa patente que, desde luego, le fue concedida.

      En lugar de una versión taladrada excéntricamente en el ánima previamente fundida de un cañón, de antemano mechado de imperfecciones y puntos débiles y que, si llegaba a dispararse, escupía por el aire la bala o la bala encadenada o la granada en trayectorias impredecibles, la Armada Real recibía ahora, procedentes de Bersham, carretadas de cañones de mucha mayor vida útil y que disparaban metralla o balas de fragmentación o bombas que impactaban exactamente en el blanco. El crédito de todas estas mejoras correspondía a los empeños de John Wilkinson, maestro fundidor. Aunque ya era un hombre acaudalado, Wilkinson prosperó mucho, su reputación aumentó y se vio inundado de pedidos. Pronto su fundición daba abasto para producir la octava parte de todo el hierro fabricado en el país y con ello Bersham se afianzó para permanecer en el mapa por los siglos de los siglos.

      Sin embargo, lo que impulsó el nuevo método de Wilkinson al rango de invención transformadora del mundo y, consecuentemente, plantó a Bersham en el escenario mundial, vendría al año siguiente, en 1775, cuando empezó a emprender negocios importantes con James Watt. Sería ese el año del casamiento de su técnica de fabricación de cañones –esta vez, empero, sin la precaución de una buscar una nueva patente– con el invento que Watt estaba a punto de alumbrar, un invento que pondría al servicio de la Revolución Industrial y de todo lo que vendría después: la fuerza motriz del vapor inteligentemente domesticado.

      El principio de la máquina de vapor es conocido y se basa en el simple hecho físico de que cuando se calienta agua hasta su punto de ebullición esta se convierte en gas. Pero como el gas llena un volumen 1.700 veces mayor al ocupado originalmente por el agua, puede extraérsele trabajo. Muchos experimentaron con esta posibilidad. Thomas Newcomen, un ferretero de Cornualles, fue el primero en concebir un producto a partir de ese principio: a través de un tubo con una válvula, conectó una caldera y un cilindro con un pistón, y el pistón a una biela unida a un balancín. Cada vez que el vapor de la caldera entraba en el cilindro, empujaba el pistón hacia arriba, la biela se inclinaba y cualquier dispositivo conectado a la biela podía efectuar cierta cantidad de trabajo (muy pequeña).

      Pero Newcomen pronto se dio cuenta de que podía incrementar esa cantidad de trabajo inyectando agua fría dentro del cilindro, para provocar la condensación del vapor que lo llenaba y volverlo a la fracción 1/1.700 de su volumen; en esencia, crear un vacío que permitía a la presión atmosférica empujar el pistón hacia abajo. Este fuerte impulso hacia abajo podía alzar el extremo opuesto del balancín y efectuar en ese curso un trabajo real. El balancín, por poner un ejemplo, podía extraer el agua que inundaba el tiro de una mina de estaño.

      Así nació una máquina de vapor muy rudimentaria, casi inútil para cualquier otra aplicación como no fuera bombear agua. Pero como resulta que al comienzo del siglo xviii Inglaterra estaba inundada de minas someras, que a su vez estaban inundadas de agua, el mecanismo ganó aceptación rápidamente por su utilidad para la comunidad de mineros del carbón mineral. La máquina de Newcomen y sus imitaciones siguieron fabricándose por más de setenta años y su popularidad comenzó a menguar hacia mediados de la década de los sesenta del siglo xviii. Por esas fechas, James Watt, que trabajaba a mil kilómetros de Cornualles fabricando y reparando instrumentos científicos en la Universidad de Glasgow, estudió concienzudamente un modelo de la máquina de Newcomen y decidió, en una sucesión de epifanías del genio más puro, que podía mejorarse sustancialmente. Podía hacerse más eficiente, según pensó. Hasta podía hacerse extremadamente poderosa.

      Y fue John Wilkinson quien ayudó a que así fuera –después, claro está, de los arrebatos geniales de Watt–. Es bastante simple resumir dichos arrebatos. Watt pasó semanas encerrado en sus aposentos estudiando intrigado un modelo de la máquina de Newcomen, famosa por inoperante e ineficiente, por derrochar todo el calor y la energía que se le suministraba. Se dice que mientras probaba pacientemente variantes para mejorar el invento de Newcomen, Watt observó fatigado que “la naturaleza tiene un punto débil, solo nos falta encontrarlo”.

      Terminó por hallarlo, según cuenta la leyenda, un domingo de 1765, durante un paseo para reponer energías por un parque del centro de Glasgow. Cayó en la cuenta de que la principal ineficiencia de la máquina que había estado estudiando era que el agua fría que se inyectaba al cilindro para lograr la condensación del vapor y producir un vacío también enfriaba al cilindro mismo. Pero para mantener la máquina funcionando eficientemente era preciso mantener todo el tiempo el cilindro lo más caliente posible. ¿Y si la inyección del agua fría para condensar el vapor tenía lugar no en el cilindro, sino en un recipiente por separado, manteniendo el vacío en el cilindro? Así, el cilindro conservaría el calor y admitiría de inmediato un nuevo flujo de vapor. Más aún: para hacer el proceso todavía más eficiente, el vapor nuevo podría ingresar al pistón por la cabeza, en lugar de hacerlo por la parte inferior, asegurándose de colocar alguna suerte de empaque alrededor del émbolo del pistón que impidiera fugas de vapor.

      Estas dos mejoras (añadir un condensador de vapor por separado y modificar los conductos СКАЧАТЬ