Volver… volver. Saúl Ibargoyen
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Название: Volver… volver

Автор: Saúl Ibargoyen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Saúl Ibargoyen

isbn: 9786077640790

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СКАЧАТЬ de hierro de los pinches colonizadores… cuántos universos hay en cada universo… ni sé por qué traigo aquí estos temas, ni estoy mirando la realidad de afuera, que parece moverse… ¿o me llevan encerrado en un sueño?” entonces escuchó el anuncio del conductor mulato y su voz insospechada porque parecía muy aguda para pescuezo y boca de pronto tan desmesurados:

      “¡La que viene es el Central! ¡Preparen la bajada, señoras y señores!”

      El hombre Leandro, al clavar los zapatos en el asfalto semiduro o semiblando, escuchó la despedida de la misma pinchante voz: “¡Me saludan a los muertitos!”

      Permitió que cinco figuras populares bajaran antes, dos señoras en el primer engorde, dos infantas en su aparente ropa dominguera, un anciano de rostro afrentado tal vez por un enquistado dolor que lo empujara hasta el más antiguo cementerio de Ríomar.Leandro contempló aquella disminuida procesión trigeneracional, sus niveles de agobio, de rutina, de descubrimiento. Una mariposa surgió desde algún lugar de la luz cercana al mediodía, como el súbito toque de una lengua de roja transparencia, “la lengua de María Laura al beber su café”, las dos niñas miraron asombradas aquel vuelo destinado a diluirse entre los erectos pinos y los densos eucaliptos al otro lado del portón de acceso. Leandro leyó las letras góticas sobre el gran mármol que oficiaba de dintel: Cementerio Central - Ciudad de Ríomar - xix - Deo Gr.ti. In Cel.m Ter..s. (El último punto no, es sólo una exigencia de estas narrativas.)

      La procesión popular ya había ingresado al panteón, el hombre Leandro cruzó la entrada, una frase hizo como un remolino de otra luz en la cara interna de su frente: ‘Jedem das Seine’, y creció así, como trueno sin aviso un olor a gases pútridos, a carne y grasa chamuscadas, cocinadas, hervidas, quemadas; y el horror de la horca para cuatro pescuezos y las puertas de los hornos extinguidos tantos años atrás. Las visiones del campo de Buchenwald ardieron en sus neuronas, rencuentro no pensado con aquello que se vio, que no se vivió, pero “¿Qué significa lo que uno sufre si no hay sufrimiento de otros?” concluyó Leandro como si recién empezara a comprender la trama de sus adoloridas entretelas.

      A la izquierda de la entrada estaba la oficina de atención al público, además de archivo general y de recepción de solicitudes y de quejas. Un empleado de túnica marrón en tránsito de harapo, gordezuelo de rostro y de cintura, mirada detenida por cristales opacados, sin alzar todo aquello de una silla desfalleciente, respondió a Leandro: “Buenos días, o buenas tardes, ¿no?”

      “Sí, buenas tardes… Señor, deseo me indique dónde está la tumba de la familia Vega en lo Alto Ilha. Aquí los sepultaron en los años… bueno, mi padre, mi madre, mi hermana…” no pudo recordar los años, las fechas completas, el discurrir de los espacios y los eones en su curva sin fin.

      “¿Así que no se acuerda?” el cuerpo siguió ligeramente afincado en su asiento.

      “No, señor… Hace mu… demasiado tiempo, de verdá, como un siglo… Además, yo no vivo en esta ciudad, vengo de lejos…”

      “Pero uno igual se acuerda, no importa donde carajo viva…”

      “Cada lugar tiene su propia memoria, señor, le aseguro. De chico uno recuerda para adelante, aunque juegue con una pelota de trapo o tenga que aprender a limpiarse la cola, me parece…”

      “¡No me diga! ¿Y después, de más grande?” el cuerpo se meneó con mínima suavidad.

      “Después… depende de qué después… uno memoriza para atrás… pero mirando para el frente, porque ahí está el pasado…”

      “¡Pucha que me habla en difícil!” el cuerpo se arrastró con todo y silla hacia un mueble de manchados metales.

      La pregunta de rutina: “Dígame bien los nombres y apellidos, tenemos los expedientes por registro alfabético. ¿Me dijo De la Vega? Ah, sí, son bien pocos con ese apellido, ¿eh?”

      “Pocos, en verdá… No, es Vega en lo Alto… No eran de tener muchos hijos, ¿para qué?”

      “Mire, yo tengo cuatro y dos por fuera de la libreta… ¡Qué bueno! Aquí apareció Peregrino Anselmo de la Vega… y al lado Trifonia Ilha de de la Vega… y por aquí tenemos a Sara Raquel de la Vega Ilha… ¿Son éstos?” las manos le acercaron a Leandro tres carpetas desolladas por la humedad.

      Las tomó, las abrió, leyó, dijo: “Sí, estos son… pero los apellidos no coinciden… Tiene que ser en todos el mismo: Vega en lo Alto, aunque esto no es más que la pura papelería…”

      “¿Y que quiere, don? Los nombres aquí, los esqueletos allá… No puede estar todo en un solo sitio, no me joda… con respeto le digo… Al fin y al cabo, no son iguales pero los encontré para usté.”

      “Tiene razón” a qué seguir aquella tonta plática, y exhibió su pasaporte de otro país, “debo renovar mi cédula de identidad…”

      “Está bien, don… Leandro Paulo de la Vega Ilha… no, Vega en lo Alto. ¿Y por qué tiene otra nacionalidad?” ya el cuerpo aquel de pie en su lado del mostrador.

      “Son dos, la original no se pierde… salvo por traición a la patria, según nuestras leyes… Hay al menos dos que fueron dictadores, un hacendado mocho del Opus Dei metido a presidente y un general fascista de la fuerza de tierra… están presos, uno por cuestiones de salud bien cómodo en casita, ahí se morirá, y el otro en cárcel especial, bien atendido, porque parece que aquí somos civilizados hasta de más… no siempre… Bueno, usté ya lo sabía, ¿no?… Estos dos deberían perder la nacionalidad… un hombre sin matria… o sin patria es un cero a la izquierda del mundo… ¿No cree?”

      “Bueno, don Leandro, aquí no se habla de política… es un lugar de descanso…”

      “De acuerdo, por favor, ¿me indica dónde están las tumbas?”

      “Mejor llamo a mi ayudante para que lo acompañe. Luego le echa un par de billetes medianos, y áhi queda el asunto, ¿ta?”

      “Ta” asintió, con aquella fracción de palabra que servía como un comodín en toda conversada “este ‘ta’ no es un invento nuestro, viene de la república brasiliense… si alguien estuviera escribiendo esto, ¿cómo le haría con las mayúsculas que no tienen pronuncia? ¿O ya imaginé esto antes?”

      El ayudante de don Rupertino, por supuesto el atento y desprolijo funcionario del panteón cuyo nombre jamás sería conocido por el hombre Leandro, apareció como si hubiera escuchado la plática que transcribimos; venía de orinar, seguro, pues secaba los dedos diestros en la túnica de trabajo, más desmadrada que la de su jefe.

      “Aquí estoy, a la orden” un tono de soldado sin cuartel.

      Leandro ojeó al ayudante, “demasiado viejo para ese cargo, un sueldo de porquería, me lo adivino, eso pagan sin duda en estos servicios de muerte… Cuanto más mugre, menos salario… arriba está la mugre blanca, el cuello blanco, la camisa blanca, los calzones impolutos, la plata que no huele” hizo la indetenida descarga interna que lo saturaba en vez de vaciarlo.

      “Sígame, señor, hay que entrar por la derecha hasta el fondo” explicó el ayudante mientras examinaba nombres, apellidos y números de cada nicho o domicilio quizá permanente, “¿cuánto hace que están viviendo en el Central sus muertitos? ¿No habrá que hacer la reducción?”

      El ayudante caminaba sin percibir el camino, operando con manos de otros oficios los expedientes СКАЧАТЬ