Название: Tantadel
Автор: René Avilés Fabila
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Cõnspicuos
isbn: 9786074570120
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Cuando desperté vi el lugar donde estaba: nada me era familiar y solamente la pared de las muñecas me resultó conocida. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Tantadel, pese a mis movimientos, continuó dormida. Fui a bañarme con agua muy caliente. En el botiquín había toda clase de artículos para hombre, desde máquinas de rasurar hasta lavandas y desodorantes masculinos. Bien por esta mujer, es precavida, vale por dos. El chistecito idiota no me hizo gracia. Al salir, Tantadel estaba esperándome. Sonreía como cuando iba a la escuela. Efectué algunos comentarios sobre la borrachera y lo divertida que estuvo; en realidad careció de gracia: fue vulgar y aparatosa, grosera como todas las borracheras antes y después que Baudelaire lo consignara. Luego intenté impresionarla, pero no como acostumbraba deslumbrar a otras mujeres: Tantadel era distinta; intentaría nuevos recursos. Le dije, entonces, que estaba casado y enamorado de mi esposa. Tantadel no pareció sorprenderse y siguió preparando el desayuno mientras yo ponía tazas, platos y cubiertos en la mesa. Vagamente recordaba que una muchacha, poco antes, me preguntó, tal vez dudándome soltero, si yo también tenía el cuento estúpido del esposo incomprendido, que deseaba divorciarse, sólo que los niños, la integridad de la familia, los principios religiosos, la sociedad. Pensando en ello inicié un número menos gastado. Tantadel escuchaba, con sus grandes ojos claros puestos en mí, sus manos entre las mías, dejando enfriar el té, sin probar las galletas, las cualidades de mi inexistente mujer. Hablé y hablé inventando el encuentro, el noviazgo, el amasiato, el matrimonio. Pronuncié un nombre al azar y seleccioné estudios. Dije que por ahora vivía en Estados Unidos, en curso de postgrado. En un momento dado supuse que estaba yendo muy lejos y corté la conversación sin darme cuenta de algo aterrador: había contraído matrimonio de la manera menos usual. Lavamos los trastes y pusimos un poco de orden en el departamento. Ambos teníamos compromisos para el mediodía, por lo tanto hicimos cita para el anochecer.
En mi casa medité lo sucedido (luego de oír los consejos de mi madre y los consabidos, sobadísimos, y nunca atendidos sermones paternales de boca de un señor prácticamente desconocido: esto no es un hotel... no te mandas solo... cuando trabajes/). No podía quitarme de encima la imagen de la excompañera de escuela. La lectura no solucionaba mis inquietudes: cada renglón hablaba de Tantadel y cada grabado se convertía en su cara. Tomé el teléfono y marqué el número de Ignacio. Primero saludos y el qué onda agarramos ayer, manís. En seguida solicité información sobre Tantadel. Los datos eran pobres, no obstante pude crearme una opinión amplia de la mujer que ocupaba mi mente por completo: estuvo casada, sin hijos, vivió con un tal Jaime por varios meses, después de Ciencias Políticas estudió Historia sin concluir, se jactaba de liberal, despojada de prejuicios, trabajaba en alguna dependencia de Educación Pública y sus amigos la veneraban, Ignacio entre ellos.
A medida que avanzaba el tiempo y se aproximaba la hora de la cita me ponía más nervioso. A las seis —faltaban aún sesenta minutos— me dirigí a casa de Tantadel: estuve caminando por los alrededores, por las calles laterales, hasta que dieron las siete y cinco, momento en que toqué el timbre sin hallar respuesta. Seguí tocando, debe estar dormida, tiene que estar, pero no, no estaba. Me alejé entre avergonzado y furioso por el plantón, y me metí en casa de una amiga: trataba de olvidar a Tantadel. Me decía, venganza ingenua: al menos supo que era casado, que adoraba a mi esposa. Mi amiga y su madre jugaban canasta o alguna de esas cosas que se juegan con naipes. Tratamos de establecer (traté, más bien) una cierta conversación; platicar cualquier tema, aceptaría lo que fuera con tal de zafarme de Tantadel, pero ellas estaban volcadas en un duelo de cartas y yo sobre mi fallida cita. Como a las nueve hablé a mi casa preguntando si alguien me había llamado. Sí, Tantadel que se excusaba por el retardo, que me esperaba. Antes de colgar escuché una recomendación materna: no llegues muy noche, hijo, tu padre está molesto. Solicité un taxi, aquellas mujeres continuaron el juego y yo pude llegar con la dama de las muñecas. Hola. Y le inventé una visita a casa de un poeta amigo mío, Juan Rejano, ¿lo conoces? Vive a unas cuantas calles de aquí, sobre Mazatlán; luego pasé a ver si por casualidad estabas. Mentí por orgullo infantil. Lo importante es que al fin la tenía a mi alcance. Nos besamos. Nos besamos muchas veces y por primera vez en mi vida pedí hacer el amor. Ahora, sin alcohol, podía contemplar a Tantadel desnuda: extraordinaria; lo mejor sin duda eran sus piernas o quizá resulte que yo tenga verdadera devoción por las piernas femeninas. Recordé un concepto de Céline, memorizado en plena adolescencia:
...sus piernas alargadas, rubias, magníficamente delineadas y tensas: piernas nobles. Dígase lo que se quiera, la verdadera aristocracia humana está en las piernas; ellas la confieren, sin lugar a duda,
válido también para mí. Hacía tiempo que no estaba tan contento. Tantadel era la persona llena de cualidades físicas e intelectuales que esperé. Ahora que escribo, noto que en el principio del amor sólo existen virtudes; cuando el proceso desamoroso comienza aparecen los defectos y uno resulta intolerante y no los acepta: la (el) compañera(o) es puesta(o) bajo el microscopio y las fallas, las imperfecciones aumentan cientos de veces hasta ser colosales, y aplastan con violencia provocando repudio, desilusión, desprecio, qué sé yo cuántas cosas se concentran en el rechazo. De ahí que en aquellos momentos de euforia, de intensísima felicidad, de sensación triunfal, encerrado en un departamento y a salvo de cualquier problema, Mahler en el radio, no me importara el hecho de que Tantadel tardara mucho en culminar el acto sexual.
II · La primera ocasión que estuve en casa de Tantadel
NO. LA PRIMERA OCASIÓN QUE ESTUVE EN CASA DE TANTADEL no advertí las monedas tiradas por el suelo. En la segunda sí. Recogí algunas y las puse dentro de un cenicero. Había actuales de nuestro país: dos de veinte centavos, una de cinco, un peso de plata; extintas: diez centavos de níquel; extranjeras: veinte céntimos, cinco francos franceses, dos chelines, un centavo cubano, diez liras, una peseta; raras: una de 1922 con una perforación en el centro, otra ostentando las siglas RF. Mi idea original: Tantadel es afecta a la numismática, a un cierto tipo de numismática que obliga a poner las monedas en el suelo, desconocido para mí.
Tantadel interrumpió mi labor.
Déjalas.
¿Por qué?
Son de buena suerte, como los gatos negros de mala.
Supercherías.
No, es verdad.
Fetichismo trasnochado.
Oh, que no.
Bueno, tal vez son talismanes: yo estoy aquí.
Vanidoso. En realidad es cierto. Acabas de aparecer en mi vida y te necesito, explicó mientras sacudía sus muñecas y cambiaba libros de un lado a otro. (Estuvimos en la casa donde Tantadel vivió con su marido, marido es una palabra que no logro compaginar con la independencia y libertad de Tantadel; ahí estaban dos cajas con libros maltratados y polvosos que transportamos a su departamento; tales volúmenes ocasionaban el reajuste.)
Te equivocas: aparecí cuando estábamos en la escuela: desde entonces me gustas; la diferencia es que en aquel tiempo no me necesitabas: vivías rodeada de admiradores; tus amigos pertenecían a una generación genial. Yo era de proporciones modestas, como ahora/
Ay, necesitas música de fondo, tocaré el violín (e hizo la pantomima de manejar el instrumento).
Hablo en serio, Tantadel. Sólo que el brillo de esa generación concluyó: todos encontraron su vocación, coronaron sus estudios con una vulgar chamba en el gobierno. Disemino las monedas por el departamento; ya las quiero aunque no СКАЧАТЬ