Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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El Capítulo 1 abre con las circunstancias de la fundación del imperio, surgido de un acuerdo entre Carlomagno y el papado, que expresaba la creencia en que la cristiandad constituía un orden singular con la doble dirección de emperador y papa. Esta idea confería una misión imperial duradera, basada en la premisa de que el emperador era el monarca cristiano preeminente, dentro de un orden común que abarcaba a los monarcas de menor rango. Las misiones del emperador eran el liderazgo moral y la protección de la Iglesia, no el dominio directo, hegemónico, sobre el continente. Al igual que otros imperios, esta idea impartía «un sentido de misión cuasi religioso» que trascendía los intereses particulares más inmediatos.14 La creencia de que el imperio era mucho más grande que su monarca y que trascendía a quien quiera que fuese el emperador se asentó en fecha muy temprana, lo cual explica por qué tantos emperadores trataron de cumplir esa misión en lugar de conformarse con lo que, visto a posteriori, parecía ser una opción más realista, la monarquía nacional. El resto del capítulo examina los elementos sacros, romanos e imperiales de esta misión y explica la relación, a menudo difícil, entre imperio y papado hasta principios de la Era Moderna.15
Esta dimensión religiosa específica se explora en el Capítulo 2, que narra cómo el imperio asumió la distinción, típicamente «imperial», entre una civilización única y todos los extranjeros, considerados «bárbaros».16 La cristiandad y el antiguo legado romano imperial, encarnado por el imperio después del año 800, era lo que definía la civilización. Pero, por otra parte, los tratos imperiales con los outsiders no siempre eran violentos, pues su expansión hacia el norte y el este de Europa durante la Alta Edad Media se logró, en parte, gracias a la asimilación. El Capítulo 3 muestra cómo el concepto de civilización única impidió que el imperio tratase con otros Estados de igual a igual. Esto fue resultando cada vez más problemático a medida que la Europa cristiano-latina se fue dividiendo en Estados soberanos diferenciados con más claridad, cada uno de los cuales regido por monarcas que afirmaban ser «emperadores de sus propios reinos».
La Parte II busca trascender el desmembramiento tradicional del imperio, obra de historiadores nacionalistas y regionalistas, y estudiar cómo se relacionaban con este sus muchas tierras y pueblos. El imperio carecía de un núcleo estable, a diferencia de los núcleos de los Estados nacionales inglés y francés, basados en el valle del Támesis o en la Île de France. Nunca tuvo una capital permanente ni un santo patrón único, una lengua o cultura comunes. La identidad era siempre múltiple y superpuesta, como refleja la presencia imperial en numerosos pueblos y lugares. El número de capas superpuestas creció con el tiempo, a la vez que evolucionaba una jerarquía política más compleja y matizada para dar apoyo a la gobernanza imperial. El núcleo general recayó, a mediados del siglo X, en el reino germano, si bien la monarquía imperial siguió siendo itinerante hasta el XIV. Hacia la década de 1030 había surgido una jerarquía estable. Fuera quien fuese el rey alemán también gobernaba sobre los otros dos reinos principales del imperio, los de Italia y Borgoña, y era el único candidato digno del título imperial. El Capítulo 4 explora la conformación de esos reinos y de sus territorios constituyentes, así como la relación del imperio con otros pueblos europeos. La importancia relativa de etnicidad, organización social e identidades se aborda en el Capítulo 5. El Capítulo 6 examina cómo los conceptos de nación surgidos en el siglo XIII, reforzaron, más que debilitaron, la identificación de numerosos habitantes con el imperio. Alemania se tenía a sí misma como una nación política mucho antes de la unificación de 1871, pues consideraba al imperio su hogar natural. Pero este nunca exigió la lealtad absoluta y exclusiva que esperarían los nacionalistas posteriores. Esto reducía su capacidad de movilizar recursos y obtener apoyos activos, pero también permitió la coexistencia de comunidades heterogéneas, cada una de las cuales consideraba que su propio hecho diferencial quedaba salvaguardado por el hecho de pertenecer a un hogar común.
La Parte III explica cómo se gobernaba el imperio sin una gran infraestructura centralizada. Durante mucho tiempo, los historiadores han esperado y deseado que los reyes fueran «hacedores de Estados» o, cuando menos, que tuvieran planes consistentes y a largo plazo. Los Estados se juzgan conforme a un modelo singular, que el sociólogo Max Weber resume de forma muy sucinta como «el monopolio del uso legitimado de la fuerza física dentro de un territorio concreto».17 La historia nacional se convierte así en la historia de la creación de una infraestructura para centralizar y ejercer autoridad soberana exclusiva y de la articulación de argumentos que legitimen tal proceso. Estos argumentos también deben deslegitimar las aspiraciones de sus rivales, tanto del interior (las de nobles o regiones con aspiraciones de autonomía), como de outsiders que buscan imponer su hegemonía sobre el territorio «nacional». Cuando se utiliza esta vara de medir no resulta apenas sorprendente que la historia imperial quede reducida a un ciclo repetitivo y caótico que se prolonga, como mínimo, hasta el siglo XV. Cada nuevo rey asumía el trono tras ser reconocido por sus iguales entre la alta nobleza. Acto seguido, recorría el reino germano para recibir homenaje, con lo que da oportunidad a sus rivales a denegárselo y rebelarse. La mayoría de reyes lograba afirmar su autoridad, si bien hubo prolongados periodos en los que hubo monarcas rivales e incluso guerra civil, en particular en 1077-1106, 1198-1214 y 1314-1325. Muchos reyes se enfrentaron, hasta el siglo X, a incursiones externas e invasiones de vikingos, eslavos o magiares. Una vez consolidados en el trono, estos reyes solían hacer una expedición a Roma (Romzug) para hacerse coronar emperador por el papa. Aquellos que se entretenían demasiado en Italia se arriesgaban a nuevas rebeliones al norte de los Alpes, lo cual precipitaba un retorno anticipado. Otros necesitaron varias marchas para imponer un mínimo de autoridad imperial en Italia. Estos últimos morían de forma prematura de malaria en campaña; o, agotados, se apresuraban a retornar a algún lugar apropiado de Alemania donde poder tener «una buena muerte». Entonces, el cansino ciclo comienza de nuevo y prosiguió una y otra vez hasta que los Habsburgo establecieron, al fin, a principios del siglo XVI, su dominio territorial dinástico, que se superponía, en parte, con el del imperio.
Este relato descansa sobre la influyente concepción de Ranke del imperio como historia del fracaso de una construcción nacional. La mayor parte de comentaristas siguió sus pautas, pues argumentaban que el «declive» de la autoridad central fue inversamente proporcional a la conversión de los príncipes en dirigentes semiindependientes. Este argumento ha quedado fijado por siglo y medio de historias nacionales y regionales, que describen los devenires separados de países modernos como Bélgica o República Checa, así como de regiones de la Alemania y de la Italia modernas, como Baviera o Toscana. Cada una de tales historias es tan persuasiva porque se edifica sobre el desarrollo de la autoridad política centralizada y de su identidad asociada, enfocada en exclusiva en su territorio concreto. La conclusión general, a menudo, es que el imperio era una especie de sistema federal que surgió tras la muerte de Carlomagno, en 814, o tras la Paz de Westfalia, en 1648.18 Las enormes diferencias entre ambas fechas son indicativas de los problemas de fijar en el tiempo tales estructuras. Aun así, es una idea atractiva y no solo porque, como veremos, algunos de los habitantes del imperio afirmaban que este era una confederación, sino también porque esta definición permite, cuando menos, encajarlo dentro de la taxonomía al uso de los sistemas políticos. Fue este aspecto el que atrajo la atención de Madison y su conclusión de que era una «unión débil y precaria», conclusión que buscaba llevar a sus compatriotas a dotarse de un gobierno federal más fuerte.19
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