Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini страница 5

Название: Las mujeres de la orquesta roja

Автор: Jennifer Chiaverini

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HarperCollins

isbn: 9788491395874

isbn:

СКАЧАТЬ consiguió esbozar una sonrisa.

      Mientras Arvid la acompañaba por el sendero empedrado hasta la puerta principal, el corazón empezó a latirle con fuerza al ver que varios hombres y mujeres y dos niños vivarachos salían corriendo a darles la bienvenida. Los nervios se le fueron pasando a medida que la abrazaban, sonriendo y saludándola cariñosamente en alemán y en inglés. Mientras Arvid hacía orgullosamente las presentaciones, Mildred tuvo una curiosa sensación de reconocimiento al enterarse de que el apuesto joven que tenía la misma sonrisa cálida de Arvid era su hermano de diecisiete años, Falk. Las dos hermosas mujeres de familiares ojos azules y melena rubia a lo garçon eran sus hermanas Inge y Angela, y los dos alegres niños eran los hijos de Inge, Wulf y Claus. También conoció a varios primos, incluido uno al que Arvid había mencionado a menudo cuando rememoraba su hogar: Dietrich Bonhoeffer, un pastor luterano de mejillas rollizas y mentón firme.

      A continuación, Arvid hizo pasar a Mildred a conocer a su madre.

      —Mi querida niña —dijo afectuosamente mutti Clara en un inglés impecable, estrechándole las manos y besándola en ambas mejillas. Tenía las facciones muy marcadas y una mirada viva e inteligente, y llevaba el canoso cabello castaño claro recogido en un esponjoso moño—. Eres todavía más hermosa de lo que dijo Arvid. Bienvenida a Alemania. Bienvenida a casa.

      Llamó a la familia a la mesa, donde Dietrich bendijo los alimentos. La cena —salchichas con salsa de vinagre y alcaparras, bolitas de patata y repollo relleno, y de postre tarta de semillas de amapola— les supo a gloria después del largo día de viaje. Entre cálidas sonrisas y risotadas, bromeaban y se elogiaban unos a otros, bromeando en griego y en latín, citando a Goethe y preguntando a Falk y a los dos niños sobre cuestiones relacionadas con sus estudios. A Mildred le maravillaba que fuera todo tan gozoso, y tan distinto de las cenas familiares de su infancia, marcadas por la tensión entre sus padres, por los problemas de dinero y por las frecuentes ausencias del padre.

      Al final de lo que fue una velada perfecta, Arvid la llevó a casa… Después de tanto tiempo, por fin un hogar para los dos, un apartamento de alquiler en un edificio de la calle Landgrafenstieg, pequeño pero ingeniosamente organizado para sacar el máximo partido al limitado espacio. Las ventanas de la fachada tenían unas vistas maravillosas de las montañas, y había sitio de sobra para las estanterías que iban a alojar los libros que esperaban ir adquiriendo en los años venideros. Después de pasar unos días en Jena, Mildred y Arvid emprendieron una segunda luna de miel a la Selva Negra, donde la soledad de su larga separación no tardó en disiparse para convertirse en un recuerdo lejano.

      En otoño, Mildred empezó sus estudios de doctorado en la Universidad de Jena. Su vida volvía a estar agradablemente llena; los días estaban dedicados al estudio y las noches a su amado Arvid. Echaba de menos a su familia de Estados Unidos, pero los Harnack la hacían sentirse tan acogida que no podía quejarse de nostalgia.

      Y de repente, a finales de octubre, un día precioso y despejado teñido de los vivos colores del otoño, Arvid salió a buscarla al jardín, donde estaba estudiando a la luz del sol de la tarde.

      —Lo siento, liebling —dijo en tono grave, dándole un periódico—. Malas noticias de Estados Unidos.

      Echó un vistazo a los titulares y el corazón le dio un vuelco. La bolsa se había derrumbado después de haber perdido en dos días más de tres mil millones de dólares.

      Se armó de valor.

      —¿Arvid?

      Con su formación académica y su experiencia, seguro que sabía tanto como los de Wall Street de lo que significaba esto para su país.

      Arvid la miró a los ojos y movió la cabeza. Mildred comprendió que lo peor aún estaba por llegar.

      Capítulo dos

      Octubre de 1929-julio de 1930

      Greta

      En su última carta desde Wisconsin, Greta había dicho a su familia que no fuese a recibirla al puerto de Hamburgo, pero cuando desembarcó y dio sus primeros pasos tambaleantes por el muelle, sintió una punzada de profunda soledad y deseó que hubieran hecho caso omiso de sus instrucciones. A su alrededor, las parejas se abrazaban y las familias saludaban a sus seres queridos después de las largas ausencias, mientras que ella caminaba sola con una maleta en cada mano.

      Desde la oficina de la estación, envió un telegrama a sus padres para hacerles saber cuándo llegaba y se apresuró a coger el tren a Fráncfort del Óder. Mientras el tren hacía el trayecto de casi cuatrocientos kilómetros en dirección sudeste, vio pasar el paisaje a toda velocidad por la ventana del vagón de segunda. Curiosamente conmovida, se asombraba de lo poco que había cambiado su patria en los dos años que llevaba estudiando en el extranjero, a pesar de lo mucho que había cambiado ella.

      Horas después, el tren dio unas sacudidas y se detuvo en una estación cerca de la frontera polaca. Al oír que el revisor anunciaba «Fráncfort del Óder», la expectación le hizo estremecerse. Cogió sus pertenencias y nada más bajar al andén fue recibida con un fuerte abrazo que la levantó del suelo. Sorprendida, soltó las maletas.

      —¡Hans! —exclamó. Besó a su hermano en la mejilla, sin aliento por la emoción. ¡Qué buen aspecto tenía, tan alto, tan fuerte, los azules ojos brillantes y alegres, el cabello más oscuro y rizado de lo que recordaba!

      —Bienvenida a casa, hermanita —dijo agarrando las asas de las maletas y dirigiéndose a la salida del andén—. Te has quedado flacucha. ¿Qué pasa, que en Wisconsin no había comida alemana como Dios manda? Mutti se va a empeñar en cebarte.

      Solo de pensarlo, a Greta le sonaron las tripas.

      —Que se empeñe todo lo que quiera, yo encantada.

      —Está planeando una cena para mañana por la noche —dijo Hans abriéndose paso entre el gentío para salir a la calle—. Solo la familia y algunos vecinos, y todos tus platos favoritos.

      —Espero que no se meta en muchos gastos.

      —Ya conoces a mutti. Regateará con el carnicero y le zurcirá la ropa al panadero a cambio de pan, y papá presumirá de su astucia hasta que se ponga colorada.

      Greta se rio, los ojos rebosantes de lágrimas de felicidad. Había echado de menos las bromas de su hermano sobre las entrañables rarezas de sus seres queridos, que incluían la frugalidad de su madre. Mutti tenía el don de preparar comidas nutritivas y deliciosas con ingredientes escasos, habilidad esta que la familia ensalzaba como virtud moral pasando discretamente por alto el hecho de que era fruto de la necesidad.

      Durante los espantosos y turbulentos años de la Gran Guerra, los padres de Greta habían mantenido a raya la pobreza gracias al esfuerzo y a pura fuerza de voluntad. El padre era herrero en una fábrica de instrumentos musicales, y entre los recuerdos infantiles más vívidos de Greta estaba el de verle desplegar láminas resplandecientes de latón, poner encima los moldes y recortar meticulosamente intricadas piezas con las que construía cornetas, fiscornos y tubas. Su madre trabajaba a destajo de costurera, sobre todo haciendo ropa y mantas para unos lujosos almacenes de Berlín.

      En cuanto pudo, Greta empezó a ganarse el sustento limpiando zapatos, pero sus padres habían insistido en que, salvo la iglesia, lo primero eran los estudios. Se habían apretado el cinturón y se habían sacrificado para costear los gastos de la oberschule, y años después, cuando Greta fue aceptada por la Universidad de Berlín, casi habían reventado СКАЧАТЬ