El conde de montecristo. Alexandre Dumas
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Название: El conde de montecristo

Автор: Alexandre Dumas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9782378077877

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СКАЧАТЬ seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino línea recta, espantando a las cabras salvajes y a las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.

      Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.

      Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los mejores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor intrínseco.

      Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fueron su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como las que había pasado ya dos o tres en su vida.

      Capítulo 2 El desconocido

      Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.

      Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros.

      Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que la criatura humana puede disponer.

      Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo mejor.

      A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución.

      En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras.

      Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como La Joven Amelia sólo había venido a buscarle, aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna.

      Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.

      Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.

      Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo compañero.

      Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con La Joven Amelia, despidióse del patrón, que hizo muchos esfuerzos por retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su resolución.

      A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de La Joven Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova.

      Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro.

      Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o divisiones, secretas también.

      Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.

      Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.

      Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.

      Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.

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