Hans Blaer: elle. Eiríkur Örn Norddahl
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Название: Hans Blaer: elle

Автор: Eiríkur Örn Norddahl

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788416537648

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СКАЧАТЬ en esa especie de tratamiento. Con un pene fabricado en alguna operación.

      —No sé qué tiene eso que ver con el asunto, Rúnar. Elle no es más que una persona, independientemente de lo que haya pasado en Samastaður. El pene de elle, si es que tiene pene, cosa que creo que no se ha publicado en ningún sitio, es tan válido como el tuyo.

      —De vez en cuando pienso que el hermafrodita ese no es más que cualquier otro individuo. Él, ella o elle, o simplemente ello, ha echado a perder…

      Usted encerró la radio en el dormitorio sin apagarla y las voces se amortiguaron lo suficiente para que no pudiera distinguir las palabras. El hombre de la radio siguió loco de furia unos minutos más. Finalmente llegaron a la cocina las notas de Strange fruit. Usted se tomó un segundo de descanso al lado del fregadero y abrió con dificultad la cafetera, la llenó de agua y alargó el brazo para coger la lata del café. Era gris claro con seres negruzcos: algún tipo de personajes grabados que rodeaban la lata entera. Llenó el filtro, lo puso en la parte de abajo y volvió a enroscar la parte de arriba. Cuando abrió el gas no pudo evitar, por un brevísimo instante, que la asaltara la idea de dejar que inundara toda la casa. Que la vida se apagara o ardiera en llamas según las circunstancias; usted no sabe cómo funcionan estas cosas. Pero el sistema de encendido era automático y antes de darse ni cuenta la cocina se había prendido. Una vez más había sobrevivido usted.

      Maldita sea.

      La vela parpadea más cuando está a punto de apagarse, como si sufriera una repentina desesperación. Hans Blær busca a tientas el manillar en la oscuridad, abre el cajón del escritorio barnizado de marrón, saca una vela nueva y coge la palmatoria, mete el culo de la vela en la masa de cera caliente y la sujeta hasta que queda firme, y enciende la luz, que es tan miserable como la que acaba de apagarse, pero que ilumina el mundo, lo que queda de él.

      Esto es la tierra y es oscura, aunque ni de lejos sea tan oscura como la vivienda de Hans Blær en el centro de la ciudad, donde todos los listones de madera están pintados de negro y absorben las acciones; en ellos no se halla solución, ni alivio, ni caos, porque allí nada de eso cabe. En la oscuridad de aquí, más allá de las rotondas de Mosfellsbær, las paredes se limitan a crujir y no sucede nada porque aquí no hay nadie —casi, ni Hans Blær—, aunque eso es provisional, pues siempre se corre el riesgo de que incluso aquí llegue la mañana.

      Ha empezado a nevar hace un momento y del techo cae una gota inesperada que aterriza en la mesa al lado de elle. No suele llover dentro de casa, por regla general, ni nevar, de ahí que mire extrañade el techo de tablas, pero todo parece seco. Pone el dedo en la mancha húmeda de la mesa y la restriega, se mezcla con el polvo de la placa y se convierte en un barro oscuro que acaba por secarse. La realidad es ficción, pero no por eso es más improbable. Es ficción como el amor, el tráfico y las paredes que aprovechamos para protegernos de las inclemencias del tiempo, como nuestras debilidades, nuestro llanto, nuestras fortalezas y la enajenación mental que a veces crispa nuestros párpados. Sin ella no habría nada; lo único que podemos hacer es sacarle una luz de la que vivir.

      La puerta corrediza de la panera siempre dejaba escapar un extraño olor hueco al abrirse. Usted sacó dos rebanadas de un pan llamado Omega. Ambas rebanadas resultaron ser extremos. Las metió en la tostadora. Luego puso café en una taza, zumo de naranja en un vaso, y cuando los dos extremos salieron lanzados del aparato, los recogió del suelo y los untó de queso fresco marrón.

      Su apartamento estaba en la planta doce del bloque y usted aprovechaba esta circunstancia para contemplar desde lejos el alboroto de la ciudad por las mañanas. Hacía poco que había dejado de trabajar de contable en una zapatería y no echaba de menos estar metida en aquel tráfico. De vez en cuando echaba de menos, quizá, el trabajo en sí, o a sus compañeros de trabajo, pero no era demasiado sacrificio poder desayunar tranquilamente y no ir a ningún sitio en su coche ni en el autobús.

      En el marco de la ventana estaba colocado el receptor de radio marca Tivoli, silencioso y de semblante adusto. Hace tiempo compró tres aparatos iguales y le regaló uno a Davíð Uggi y otro a Hans Blær. La calidad del sonido era incomparable y usted acostumbraba a pasar aquí tranquilamente la primera hora del día, escuchando el programa matutino, navegando por Facebook, leyendo periódicos en la red y echando un vistazo al correo electrónico. Ahora no se atrevía a hacer ni una cosa ni otra. Como si tuviera puesta una camisa de fuerza en su propio hogar. Allá fuera, en el mundo (en todos los coches que veía recorrer la ciudad, en todas las ventanas iluminadas de todas las casas de la ciudad), la gente corriente estaba oyendo en la radio a esos calumniadores difamar a su retoño como si fuera la cosa más natural del mundo entretenerse a costa de la vida privada de elle, sí, y no solo la de elle, también la de usted, porque nada que le afectara a elle dejaba de afectarla también a usted, su madre.

      Y usted sabía que todo lo que decía la gente era verdad. ¿Tal vez porque usted era madre? ¿O sencillamente porque usted estaba afectada de «transfobia», como había asegurado Hans Blær durante años? ¿Acaso no era elle culpable? ¿No habría un rayito de esperanza oculto en los muchos prejuicios de usted, que la llevaban a juzgar a su retoño antes de la cuenta —sin justificación alguna—, y que todo fuera solo un equívoco que en algún momento se solucionaría?

      Nunca existe más que una vía hacia la verdad, y era obvio cuál era. Abrir el ordenador. Encender la radio. Ser testigo. El runrún del despertador surgió a media voz desde el dormitorio, pero usted no pudo distinguir las palabras, igual que un rato antes. Muchas veces se había prometido a sí misma, cuando su retoño era distinto a como es ahora, que no dejaría que los prejuicios se adueñaran de usted. Que estaría en guardia para proteger su propia salud mental. No quería oír esto.

      —… lo cierto es que no existe supervisión alguna en este tipo de centros —dijo en la radio una voz desconocida y un poco insegura cuando alargó el brazo para apretar el botón de encendido—. En la situación de hoy en día no se establecen condiciones mínimas de funcionamiento, aparte de las que quiera aplicar cada uno. Para conseguir una subvención pública es preciso contar con buenos apoyos, conseguir una recomendación de algún psicólogo y tal vez de algún que otro trabajador social titulado, esa es la esencia del asunto. En los centros de tratamiento trabajan exalcohólicos y exdrogadictos, en las casas de reposo, exobsesos, etcétera. Así parece que eran las cosas en Samastaður. El principal requisito era haber sufrido violencia sexual.

      —¿Y no había psicólogos titulados? —preguntó la voz masculina, Rúnar.

      —No. El año pasado estuvo trabajando uno, pero se despidió en diciembre.

      —¿Y eso es normal?

      —No, en absoluto. No sé por qué ese hecho no hizo sonar ninguna campanilla. Estamos investigando los métodos de trabajo.

      —Pero dime, Kjartan —dijo la voz femenina, Sigga se llama—. ¿No habría tenido que hacerse antes? ¿Cómo se lleva a cabo la supervisión?

      —Evidentemente, la supervisión es defectuosa. Hace tiempo que lo sabemos. Hacemos todo lo que podemos, pero, a decir verdad, y no me cabe duda de que el Ministerio me amonestará por lo que estoy diciendo, no nos proporcionan el dinero que necesitaríamos para hacer todo lo que legalmente tenemos obligación de hacer. Lo más natural sería que fuera el sistema público el que subvencionara fundaciones de esta clase y que la supervisión estuviera incluida en un contrato. Pero no parece que haya planes de algo así. Como digo, si ni siquiera tenemos medios económicos para llevar a cabo la supervisión, mucho menos podríamos encargarnos nosotros de las subvenciones. Y en realidad, aunque dispusiéramos de medios económicos para hacerlo, difícilmente podríamos ir de un centro a otro a todas horas del día y de la noche. Igual que tampoco podríamos hacer que nos acompañara un agente de policía a cada bar, porque en algunos sitios СКАЧАТЬ