Название: La hora de la Re-Constitución
Автор: Sebastián Soto Velasco
Издательство: Bookwire
Жанр: Зарубежная деловая литература
isbn: 9789561427396
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Frente a estos hechos, ¿qué debía hacer la centroderecha? ¿Estuvo a la altura de las circunstancias o se dejó consumir por la mezquindad que copa a las oposiciones? Me parece que probablemente hay mucho que puede criticarse en la centroderecha de la última década; en esta materia, con todo, creo que ha actuado dentro de lo razonable36.
Ante todo, definió tempranamente la frontera intraspasable, y esa era la Asamblea Constituyente. En ningún momento, ni aun en los sueños más díscolos, se planteó en Chile Vamos abrir espacio a la Asamblea Constituyente. ¿Fue ese un error? No lo creo.
La Asamblea Constituyente era un salto al vacío, un cuestionamiento a la institucionalidad actual, un momento refundacional que bien puede estar para los espíritus revolucionarios pero que no fue parte del relato de centroderecha antes del 18 de octubre. La Asamblea Constituyente es un mecanismo tolerable en momentos de ruptura; no lo es cuando la política regular está en pie.
Sobre esta base, la centroderecha construyó un relato constitucional que bien puede calificarse como un reformismo institucional. Reformismo, pues cada uno de los candidatos presidenciales y la propia coalición han hecho propuestas de cambios muy precisos. Nadie estuvo atado al texto original ni atrincherado en una posición. Hubo permanente apertura al cambio. El único requisito es que ese cambio debía llevarse a cabo en el Congreso Nacional y bajo las reglas actuales; sin trampa alguna, porque el Estado de derecho regía en plenitud y las instituciones representativas lo seguían siendo37.
Desde esta perspectiva, la reforma al Tribunal Constitucional era la modificación que debía liderar el segundo Gobierno del presidente Piñera. El propio mandatario la incluyó en su programa y la anunció oficialmente en marzo de 2019 tras las críticas del presidente de la Corte Suprema, Haroldo Brito, al actuar del Tribunal. Si algo como eso se alcanzaba, se superaría una de las principales críticas a la Constitución y muy posiblemente se retornaría al gradualismo en el cambio constitucional permitiendo que, Congreso tras Congreso, fueran adoptándose los acuerdos necesarios para introducir los cambios necesarios a la Carta. Mi impresión es que un acuerdo en torno al Tribunal Constitucional estuvo cerca y que solo el 18 de octubre terminó por hundirlo.
Todo lo anotado se vincula con la acción política. ¿Y qué hay de las ideas? ¿Cómo estuvo el desempeño intelectual de la centroderecha en los temas constitucionales? Posiblemente aquí es donde las carencias sean más extendidas. La reflexión desde el derecho, la historia, la sociología y la filosofía fue más bien pobre y a veces excesivamente casuística. Es claro a esta altura que ese defecto no es exclusivamente uno que haya debilitado el relato constitucional, sino que se ha extendido hacia todo el edificio ideológico del pensamiento liberal y conservador que habita la derecha. No es este el lugar para desarrollarlo, pero, si hay algo que hoy se torna evidente, es que, utilizando la analogía de Daniel Mansuy, “nos fuimos quedando en silencio”.
Ese silencio también afectó lo constitucional en su dimensión política. Dicho de otra forma, tal vez hubo buenas publicaciones sobre los aspectos técnico-constitucionales: manuales, tratados y reflexiones desde la norma. Lo que sin duda se echó en falta fue una reflexión más acabada que mostrara la Constitución viva, que escrutara sus debilidades y teorizara sobre los aspectos fundamentales de esa constitución no escrita que da vida al constitucionalismo chileno. Todo esto, para un público variado y no exclusivamente para el mundo académico. No afirmo que algo como eso podría haber cambiado las cosas, pero sí podría haber preparado mejor el terreno para desnudar los múltiples mitos y enfrentar los ríos de tinta que se dedicaron a predicar el fracaso de esta constitución.
Lo anotado puede parecer demasiado complaciente. Es cierto que desde la centroderecha pecamos al constitucionalizar muchos debates legislativos donde las diferencias eran de mérito. También es cierto que faltó convicción para promover antes algunos cambios constitucionales que hoy parecen razonables. Y es que muchas veces atrincherarse en las normas de la Constitución fue más cómodo que inteligente.
8. Quinto acto. El 18 de octubre de 2019.
El 18 de octubre todo estalló por los aires. No es necesario recordar los detalles. Sabemos que primero un grupo de escolares organizaron evasiones masivas, todos ellos largamente capturados por la ultraizquierda y el anarquismo que habitan las aulas del Instituto Nacional y otros establecimientos educacionales; luego, ellos y otros oportunistas destruyeron torniquetes y dependencias del metro de Santiago. El viernes 18 el objetivo no fue solo destruir sino también detener el transporte público y luego quemar estaciones del metro. Los fríos números muestran la temperatura que alcanzó el conflicto. El gerente general de Metro, Rubén Alvarado, informaba al día siguiente que, de 77 estaciones dañadas, 20 fueron incendiadas y de esas, 9 fueron completamente quemadas.
Frente a ese nivel de violencia, el Gobierno actuó como cualquier otro lo hubiera hecho: ante la grave conmoción pública, decretó un estado de excepción y destinó las fuerzas armadas a la protección de la infraestructura crítica. ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho? Imposible saberlo, porque no existe la historia contrafactual. Pero podemos presumir que el Presidente habría sido criticado duramente por todos los sectores al dejar de utilizar todas las herramientas para controlar los desmanes ese 18 de octubre.
El estado de excepción no detuvo las cosas. De hecho, parece haberlas agravado. Las cifras de daños y hechos violentos tendieron al alza, alcanzando su punto más alto en los días posteriores al 18 de octubre. En octubre hubo un promedio de noventa eventos graves diarios (incendio, saqueos y destrucción de propiedad pública o privada). En noviembre el promedio se redujo a treinta y en diciembre ya fue solo de tres.
A mi juicio, más angustiante que la violencia desatada fue otra cosa: a partir de ese día se hizo evidente que el Estado no tenía real capacidad para controlar el orden público. Nunca un Estado podrá controlar a numerosos grupos violentos que, actuando con mayor o menor coordinación, pretenden destruir y causar temor en la población. Esta es una máxima de cualquier sociedad compleja donde el temor a la sanción y una cierta confianza entre nosotros disuade los comportamientos antisociales. Cuando el caos impide la sanción estatal y la confianza entre nosotros lleva años suficientemente deteriorada, la disuasión desaparece y volvemos a vivir en una sociedad donde, por momentos, las reglas no las fija el Estado. Así vimos arder el metro; saquear supermercados, iglesias, museos, comercio, hoteles; enfrentamientos con las policías; calles arruinadas y paredes vandalizadas. La destrucción de la ciudad fue el inicio de los tiempos recios.
En este escenario de violencia y movilización disruptiva, el país se detuvo. El Gobierno intentó sin éxito hacerlo andar de nuevo dando mayores certezas respecto al orden público. Y la oposición, quién sabe si por irresponsabilidad o por culpa, dio un significado a lo sucedido que terminó, al menos en alguna medida, por validar la violencia destructiva. No es posible condenar la violencia y al mismo tiempo vestir de épica aquello que sucedía diariamente en todo el país, pero con especial fuerza en las decenas de cuadras que rodean la Plaza Baquedano, el palacio de La Moneda u otros espacios céntricos de las ciudades de Chile. Por eso finalmente las oposiciones terminaron confundidas en una sola voz, la más vociferante, que terminó por significar lo que había ocurrido38.
En todo este ambiente había que jugar alguna carta lo suficientemente poderosa para retomar la pacificación. Y todos saben que, en los momentos de crisis, solo algunas cartas están sobre la mesa.
La más común en el mundo es la salida, cruenta o incruenta, de quien ocupa el sillón presidencial. Haber siquiera pensado en esta fórmula hubiera sido no solo el fin del Gobierno, sino también un gesto de debilidad que se hubiera repetido una y otra vez en los años sucesivos. El término de los gobiernos no sería ya, como en las sociedades desarrolladas, con el cumplimiento del plazo, sino que con la llegada de alguna asonada más o menos violenta acostumbrada a derribar gobiernos. Por eso, repetía la política democrática, el Gobierno debe gobernar hasta el último día.
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