Название: Crimen y castigo
Автор: Fiódor Dostoyevski
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211355
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Dio, apretando la moneda con la mano, una veintena de pasos más y se paró de cara al río y al Palacio de Invierno. No había ni una nube en el firmamento y el agua del Neva —algo asombroso— era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac (ese era justamente el punto de la ciudad desde donde se veía mejor) emitía vivos reflejos. Hasta los menores detalles de la decoración de la fachada se podían ver en el transparente aire.
Ya estaba desapareciendo el dolor del latigazo, y Raskolnikof, se olvidaba de la humillación sufrida. Lo dominaba un pensamiento vago pero inquietante. Se mantenía paralizado, con los ojos fijos en la distancia. Ese lugar le era conocido. Tenía la costumbre de detenerse allí cuando iba a la universidad, sobre todo al volver (más de cien veces lo hizo), para observar el magnífico paisaje. En esos instantes experimentaba una sensación confusa que no podía precisar y que le llenaba de sorpresa. Ese cuadro resplandeciente se le mostraba frío, algo así como sordo y ciego a la agitación de la existencia... Lo desconcertaba esta triste y enigmática impresión que recibía invariablemente, pero no se detenía a analizarla: la tarea de buscarle una explicación siempre la dejaba para más adelante...
Ahora recordaba esas incertidumbres, esas vagas emociones y este recuerdo, en su opinión, no era meramente casual. El simple hecho de haberse parado en el mismo lugar que antes, como si hubiese pensado que podía tener las mismas ideas e interesarse por los mismos entretenimientos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía ilógico, raro y hasta algo cómico, a pesar de que su corazón estaba oprimido por la amargura. Tenía la sensación de que todo este pasado, sus pensamientos y propósitos de antes, los objetivos que había perseguido, la grandiosidad de aquel panorama que tan bien conocía, se hundió hasta esfumarse en un abismo abierto a sus pies... Le parecía que había echado a volar y miró desde el espacio como todo aquello desaparecía.
Se dio cuenta cuando hizo un movimiento instintivo de que todavía tenía en su mano cerrada la pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un instante mirando fijamente la moneda y después alzó el brazo y la lanzó al río.
En seguida comenzó el regreso a su casa. Tenía la impresión de que, como con unas tijeras, había cortado tan limpiamente todos los lazos que lo unían a la existencia, a la humanidad...
Cuando llegó a su cuarto ya caía la noche. Había estado, por lo tanto, deambulando por más de seis horas. No obstante, ni siquiera podía recordar por qué calles había transitado. Se sentía tan cansado como un caballo después de una carrera. Se quitó la ropa, se acostó en el sofá, se arropó con su viejo sobretodo y, de inmediato, se durmió.
Ya era completa la oscuridad cuando un grito aterrador lo despertó. ¡Dios, qué grito!... Y después... Raskolnikof nunca había escuchado aullidos, gemidos, llantos, golpes, rechinar de dientes, como los que escuchó en ese momento. Jamás habría podido imaginarse un arrebato tan feroz.
Aterrado, se puso de pie y se sentó en el sofá, perturbado por el pánico y el terror. Pero los lamentos, los golpes, los insultos cada vez eran más violentos. De repente, con profunda sorpresa, reconoció la voz de la dueña de la casa. La viuda lanzaba ayes y chillidos. Palabras jadeantes salían de su boca; debía rogar que no la golpearan más, ya que continuaban pegándole cruelmente. Esto ocurría en la escalera. Era un ronquido furioso la voz del verdugo; hablaba con igual rapidez, y también eran ininteligibles sus palabras, ahogadas y presurosas.
De repente, Raskolnikof comenzó a estremecerse como una hoja. Ya había reconocido esa voz. Era la de Ilia Petrovitch, quien estaba allí golpeando a la patrona. Le pegaba con los pies, y su cabeza daba contra los escalones; esto se podía deducir con claridad por el ruido de los golpes y por los gritos de la mujer.
Todas las personas actuaban de una manera extraña. Acudían a la escalera atraídas por el escándalo y allí se agrupaban. De todos los cuartos salían vecinos. Se escuchaban portazos, maldiciones, ruidos de pasos que subían o bajaban, insultos...
“¿Pero por qué la golpea de esa manera? ¿Y por qué los que lo ven lo permiten?”, se preguntó Raskolnikof, pensando que se había vuelto loco.
Pero no, no se había vuelto loco, ya que podía distinguir los diferentes ruidos...
Consecuentemente, pronto subirían a su cuarto. “Porque, probablemente, todo esto es por lo de ayer... ¡Dios, Dios!...”.
Trató de pasar el pestillo de la puerta, pero le faltaron fuerzas para alzar el brazo. Por otro lado, ¿para qué? El pánico congelaba su alma, la inmovilizaba... Finalmente, ese escándalo, que había durado diez largos minutos lentamente se apagó. Débilmente, la patrona gemía. Ilia Petrovitch continuaba maldiciendo y amenazando. Luego, él también se calló y ya no se escuchó nuevamente.
“¡Dios! ¿Se habrá ido? No, ahora se marcha. Y también la patrona hecha un mar de lágrimas, llorando...”.
Se escuchó un portazo. Los inquilinos vuelven a sus cuartos. Primero exclaman, discuten, se reclaman a gritos; después solamente intercambian murmullos. Seguro eran muchos; todos los que vivían en la casa debieron acudir.
Señor, ¿todo esto qué significa? ¿Para qué, en nombre de Dios, vino este hombre aquí?”.
Extenuado, Raskolnikof se acostó nuevamente en el diván. Pero no logró conciliar el sueño. Cuando habría transcurrido una media hora, y era presa de un pánico que nunca había sentido, de repente se abrió la puerta y una luz iluminó el cuarto. Apareció Nastasia llevando en las manos una vela y un plato de sopa. La criada lo miró con atención y, una vez segura de que no se encontraba dormido, colocó la vela sobre la mesa y después fue poniendo todo lo demás: el plato, la cuchara, el pan, la sal.
—Lo más seguro es que desde ayer no has comido. Aunque estabas ardiendo de fiebre te has pasado el día en la calle.
—Escucha, Nastasia: ¿por qué han golpeado a la patrona?
Ella lo miró fijamente.
—¿Quién la golpeó?
—Fue en la escalera, hace poco..., cosa de una media hora... El ayudante del comisario de policía, Ilia Petrovitch, le pegó. ¿Por qué? ¿A qué vino?...
Nastasia frunció el ceño y lo miró largamente en silencio. A Raskolnikof lo turbó su mirada inquisitiva e incluso llegó a causarle temor.
—Nastasia, ¿por qué no me respondes? —preguntó con tono tímido y voz débil.
—Esto es la sangre —susurró finalmente la criada, como conversando consigo misma.
—¿La sangre? ¿Pero qué sangre? —murmuró él retrocediendo hacia la pared y poniéndose pálido.
Nastasia continuaba viéndolo.
—Nadie golpeó a la patrona —dijo con voz severa y firme.
Casi sin respirar, él se quedó mirándola.
—Lo escuché perfectamente —susurró con mayor timidez todavía—. No me encontraba dormido; estaba sentado aquí mismo, en el sofá... durante un buen rato lo estuve escuchando... Vino el ayudante del comisario... Todos los vecinos salieron a la escalera...
—Nadie vino para acá. Lo que te trastornó fue la sangre. Uno tiene delirios cuando la sangre no circula bien y se cuaja en el hígado... Entonces, ¿comerás o no?
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