Название: Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI
Автор: Antonio Rafael Fernández Paradas
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Volumen
isbn: 9788416110797
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Aunque no hay consenso entre los artistas, la corona de afiladas espinas suele ceñir la cabeza de Cristo crucificado, incrementando, aún más si cabe, el dolor y la angustia. Un escalofriante relato de Brígida de Suecia impone su protagonismo: “Se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer”. De hecho, nuestros artistas salpican de gotas el rostro de El Redentor, mostrando su lenta agonía.
La cruz en la que Cristo murió se ha representado tradicionalmente escuadrada e immissa —cruz latina— o commissa —en forma de T—; no obstante, a finales del siglo XIII y principios del XIV fueron muy característicos los “Crucifijos dolorosos”, esculturas provenientes de Alemania —aunque también aparecen en pintura—, donde el cuerpo del Señor es fijado en la llamada cruz en ípsilon u horquillada, cuya forma se debe a la identificación de la misma con un árbol.
Y ese árbol es el del Paraíso, el árbol por el que el Adán, el primer hombre, hizo entrar la muerte, que se corresponde con otro madero, el de la cruz, que devuelve la vida, como escribió san Ambrosio: “Mors per arborem, vita per crucem”. Dicho paralelismo entre el hombre que proporcionó la ruina y la muerte a la humanidad y el que la salvó se encuentra simbolizado en la “Leyenda de la buena cruz”, historia que con numerosas variantes fue muy popular durante la Edad Media[52]. En ella se narra que Eva, cuando su compañero se encontraba cercano a la muerte, envió a su hijo Set al Paraíso a buscar un aceite salvador que brotaba del árbol de la vida, y cuando volvió plantó un tallo en la boca de su padre que ya había fallecido; de él creció un nuevo árbol cuyas ramas se convirtieron en los maderos de la cruz en la que Cristo falleció. Otras leyendas completan su historia, y entre ellas la más conocida es la que narra el descubrimiento de la misma por santa Elena, la madre del emperador Constantino, que tras un sueño en el que se le apareció una cruz que le ayudó a obtener la victoria sobre Magencio, se convirtió al cristianismo. Apremiada por su hijo, Elena viajó hasta Jerusalén para tratar de encontrar la Sagrada Reliquia y la halló enterrada —junto a las otras dos en las que murieron los ladrones— tras demoler un templo que habían construido los romanos en honor de Venus. Es también conocida la forma en la que descubrió cuál de las tres era la verdadera, ya que para que no hubiera equívocos mandó que fueran erigidas en un lugar público y ante ellas se dispuso un féretro con un difunto que resucitó en el momento de tocar la “Vera Cruz”.
Muchos de sus seguidores, mujeres y hombres, contemplaban desde lejos todo lo que estaba sucediendo, pero algunas personas, posiblemente las más allegadas, se encontraban junto a Él, según relata el último evangelio. Estos eran Juan, su madre, la hermana de su madre y María Magdalena. Nuevamente pronuncia, para despedirse de ellos, unas frases rotundas, casi desesperadas, dirigidas a su discípulo amado: “Ahí tienes a tu madre”; y a la Santísima Virgen: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, simbolizando la maternidad espiritual de María con relación a los creyentes que son encarnados por Juan. La disposición de la Virgen junto a la cruz se fomentó por el Stabat Mater dolorosa, canto litúrgico del siglo XIII atribuido a Jacopone da Todi. En las composiciones artísticas pueden aparecer flanqueando la cruz, María a la derecha y Juan a la izquierda, de pie o arrodillados, mostrando su desconsuelo, aunque en ocasiones la Madre de Dios se desmaya, presa de la angustia, y es sostenida por las Santas Mujeres. Por su parte, María Magdalena muestra su sufrimiento con desesperación, abrazando la cruz, limpiándola, besando los pies de Cristo o secándolos con sus cabellos, que suele mostrar alborotados.
Cuando ya todo estaba cumplido, dio un grito y expiró, encomendando a su Padre su espíritu. El velo del Templo[53] se rasgó en dos y la tierra, que no podía permanecer impasible ante el acontecimiento, tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos difuntos salieron de ellos y resucitaron. Antes, hacia la hora sexta, el sol se eclipsó[54] y una gran oscuridad se apoderó del lugar, señales inequívocas que habían sido anunciadas por los profetas. Al ver esto, el centurión exclamó: “Verdaderamente este era Hijo de Dios”.
Inmediatamente después, según el evangelio de Juan, para que no quedasen los cadáveres en la cruz el sábado, los judíos “rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran”; así lo hicieron a los que estaban crucificados junto a Jesús, pero al llegar junto a Él comprobaron que ya estaba muerto y “uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua”[55] (Jn 19,31-37). Los apócrifos denominaron a este personaje Longinos y La Leyenda Dorada, que lo asimiló con el centurión, le ha otorgado una historia en la que afirma que “ya fuese por la vejez o por enfermedad, tenía la vista muy debilitada”, que recuperó al llegar hasta sus ojos una gota de sangre del corazón de Jesús. Tras su conversión, renunció al ejército y hasta su trágica muerte predicó la Buena Nueva. En las composiciones artísticas otro personaje suele acompañarlo, representándose al otro lado de la cruz, a la izquierda de Cristo; es el portaesponjas[56], aquel soldado que dio de beber a Jesús vinagre en una esponja empapada y sujetada en una caña cuando exclamó “Tengo sed”, momentos antes de expirar[57].
José de Arimatea, un hombre rico discípulo de Jesús, pidió a Pilato su cuerpo, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en una sábana limpia y lo dispuso en un sepulcro nuevo excavado en la roca; fue ayudado por Nicodemo, que según el evangelio de Juan llegó al lugar con perfumes para ungir al difunto. Finalmente, hicieron rodar una piedra para tapar la entrada mientras que, sentadas frente al mismo, se encontraban María Magdalena y “la otra María”. De nuevo, los escuetos datos que proporcionan los evangelistas eran insuficientes para los artistas, que tuvieron que completar sus composiciones con los hechos que aportaban los visionarios y las escenas que se interpretaban en los autos sacramentales. Si bien durante la Edad Media solo aparecían, junto al cuerpo inerte de Jesús, José de Arimatea y Nicodemo que, subidos en una escalera, desclavan sus pies y sus manos y lo descienden de la cruz, y María y Juan, que lo reciben, tras la contrarreforma los personajes se multiplican, apareciendo asistentes que ayudan a bajar el cuerpo y otros que se muestran apesadumbrados, destacándose María Magdalena, que llora y se lamenta junto al cuerpo y besa las manos o los pies de su maestro. La Virgen abraza a su Hijo y, cuando se desmaya, es sostenida por las Santas Mujeres.
Acto seguido, el arte crea una conmovedora escena, la Lamentación, en la que el cuerpo de Cristo es depositado en una piedra, la piedra de la Unción y su Bendita Madre toma en sus manos su cabeza para besarla mientras que la Magdalena acaricia sus pies. Los acompañantes se disponen a su alrededor con gestos de dolor y aflicción. No puede faltar el discípulo amado, que llora desconsoladamente.
Finalmente, el cuerpo de Cristo es depositado en el sepulcro. Nuevamente gestos de rabia y desesperación inundan las composiciones en las que José de Arimatea y Nicodemo sostienen el cadáver sobre el sudario para disponerlo en el interior de la tumba, que en muchas ocasiones es interpretada como un lujoso sarcófago. Recordemos la magistral escena concebida por Pedro Roldán para el retablo de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla (1670-1673), en la que el majestuoso cuerpo de Nuestro Señor está suspendido sobre una sábana cuyo extremo es sostenido por san Juan, mientras que su Bendita Madre y las Santas Mujeres se lamentan en un segundo plano[58] (Fig. 12).
Fig. 12. Pedro Roldán. Entierro de Cristo. 1670-1673. Retablo Mayor. Iglesia del Hospital de la Santa Caridad. Sevilla.
El primer día de la semana, María Magdalena, acompañada de las Santas Mujeres fueron al sepulcro con perfumes y vieron que la piedra había sido retirada. Un ángel[59] con vestido resplandeciente СКАЧАТЬ