Platón en Anfield. Serafín Sánchez Cembellín
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Название: Platón en Anfield

Автор: Serafín Sánchez Cembellín

Издательство: Bookwire

Жанр: Афоризмы и цитаты

Серия: Logoi

isbn: 9788416783175

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СКАЧАТЬ los vikingos eran capaces de reconocer en los rivales valores como la valentía, la nobleza, el honor o el sacrificio. Esa capacidad era algo que nacía de manera innata con el corazón del guerrero.

      Un ejemplo de esto último lo encontramos en el poema La batalla de Maldon. En él se nos narra lo ocurrido en agosto del año 991, cuando vikingos y sajones se enfrentaron cerca de Maldon, en Essex.

      Los ingleses estaban dirigidos por el duque de Essex, Beorhtnoth. Por su parte los vikingos, en su mayoría noruegos, estaban bajo el mando de Olaf Tryggvason, que llegó a ser rey de Noruega más adelante.

      Los vikingos habían remontado el estuario del río Blackwater y acamparon en la isla de Northey. Así pues ingleses, esto es, sajones, y vikingos estaban separados por un brazo del río que con la marea alta era casi imposible de atravesar. Solo se podía cruzar por un estrecho puente que podía ser defendido con facilidad y garantía. Por eso los vikingos, conocedores de la nobleza y caballerosidad de sus oponentes, hacen a Beorhtnoth una petición increíble. Le piden que les deje cruzar el puente para así entablar una lucha limpia. Lo más asombroso es que, en virtud de esos valores de los que hablamos, el duque de Essex acepta el desafío, permite cruzar a los vikingos y se entabla la batalla.

      Poco después, las fuerzas inglesas son derrotadas, Beorhtnoth muere en el enfrentamiento y con él manteniéndose fieles hasta el final, cae también hasta el último de sus hombres.

      Esta forma de entender la lucha, este afán de nobleza, lealtad y caballerosidad yo también la he percibido en el fútbol británico. He visto cómo los mismos compañeros de equipo recriminaban a alguien que se había tirado en el área, he visto a Fowler, delantero del Liverpool, levantarse y decirle al árbitro que no le habían hecho penalti a pesar de que este ya lo había pitado. Y entre otras muchas cosas más, he visto como el mismísimo Di Canio —ahí es nada—, rendido al fair play británico, cogía un balón con la mano, en vez de rematar a puerta vacía porque un rival estaba en el suelo.

      Pero eso es solo parte de las cosas que he podido disfrutar en el fútbol inglés. Y es que también he comprobado cómo los árbitros dejan jugar mucho más, cómo los jugadores fingen mucho menos y cómo ante entradas tras las cuales aquí, los futbolistas se revuelcan, allí se levantan sin inmutarse y siguen jugando sin más. En todos estos matices creo percibir el espíritu de la batalla de Maldon y entiendo que el fútbol británico es heredero de todo eso y de la manera en la que aquellos hombres estaban en el mundo y percibían las cosas.

      Merece la pena reflexionar sobre este último asunto y la importancia de valores como el honor y la caballerosidad en la cultura de las islas.

      El utilitarismo inglés

      Antes nos hemos referido al carácter eminentemente práctico de los británicos y a la primacía que, precisamente por eso, le dan a lo útil. Sin embargo conviene señalar que, seguramente influidos por ese sentido de lo noble, de la hombría y la dignidad tan propio del código moral del guerrero, ha sido tradicionalmente muy difícil verles hacer trampas.

      Es verdad que en su forma de entender la vida priman las ganancias y la consecución de los objetivos en cualquier aspecto de la realidad, y que esto se manifiesta en esa manera tan directa y contundente que tienen de jugar al fútbol y buscar la portería rival por la vía rápida. Pero esto no significa que suelan recurrir a las trampas o al engaño, pues esto es radicalmente contrario al orgullo, al decoro y al respeto que siempre debe sentir un guerrero.

      Seguramente por eso los campos ingleses son, a pesar de todo, un lugar donde aún se puede encontrar el limpio espíritu del Fair Play.

      Ese talante utilitarista y práctico que la dureza y las circunstancias de su entorno han ido tallando en la personalidad británica tiene, por supuesto, su correlato filosófico. Un aspecto del pensamiento de nuestros protagonistas que podemos rastrear con relativa facilidad a lo largo de la historia.

      Una de las primeras y más claras manifestaciones de dicho pragmatismo lo encontramos ya en la Edad Media, y en concreto en la Escuela de Oxford, cuyo principal representante fue Roger Bacon.

      El franciscano Roger Bacon (1214/1220-1292) entendió pronto que si queríamos progresar en el conocimiento era muy importante tener en cuenta los datos de los sentidos, de la experiencia, por lo que se dejó de tanto razonamiento abstracto dedicándose a hacer experimentos, que era lo que de verdad le gustaba.

      Bacon estaba convencido de que el verdadero conocimiento tenía que olvidar las charlas sobre esencias y ese tipo de cosas, para tratar de comprender las leyes por las que se rige la naturaleza, ya que esto haría que nuestra vida fuese mejor.

      Siguió su estela Guillermo de Ockham (1285-1349), otro franciscano ya conocido, y que ya sabemos que tiró de navaja para cortar todos aquellos conceptos filosóficos propios de la escolástica tomista, que, según él, no valían más que para complicar los problemas.

      Sir Francis Bacon (1561-1626) fue otro de los ingleses que tenía las ideas bastante claras. Fue canciller de Inglaterra y algunos le consideran el padre del empirismo. Pero lo que nos importa aquí, es que en su obra Novum Organum vino a decir que pretendía fomentar el dominio de la raza humana sobre el universo. Ni más ni menos. Hay que reconocer que estos ingleses han sido siempre gente a la que no se le ha puesto nada por delante.

      El filósofo y político inglés defendió, sin problemas ni cargos de conciencia, que la naturaleza debía ser utilizada para la felicidad del hombre, y que por tanto la ciencia tiene como misión básica el desarrollo de la técnica, así como la búsqueda de todo tipo de descubrimientos con el fin de hacer la vida más feliz y cómoda al ser humano.

      Como veis este también pasaba del centro del campo e iba directo al grano, derechito a la portería rival. No es extraño que algunos le hayan considerado como el filósofo de la revolución industrial.

      Ese afán por tener las espaldas cubiertas y las despensas bien llenas, llevó pronto a los británicos a poner en funcionamiento sus negocios y talleres, con lo que el protagonismo de la burguesía fue aumentando paulatinamente. Estos hombres emprendedores comprendieron con claridad que no podían poner su futuro en manos de la arbitrariedad y capricho de los reyes; era algo no solo peligroso, sino contraproducente para el desarrollo económico en general.

      Comento todo esto porque Inglaterra fue una de las primeras naciones importantes donde se discutió con firmeza el poder real. En 1628 el Parlamento presentó la Petición de Derechos en la que se pedía protección ante las decisiones injustas por medio de las que Carlos I estaba acabando con la libertad y propiedades de sus ciudadanos. El tema se calentó más de la cuenta y acabó con la ejecución del monarca.

      Después de la República, Jacobo II tampoco pudo detener el vendaval y el asunto se zanjó con la Revolución Gloriosa por la que Guillermo de Orange aceptó la Declaración de derechos que otorgaba primacía a las leyes frente a la autoridad real.

      En esa época andaba por allí John Locke (1632-1704), inglés de pro y hombre de talante liberal. Locke, defensor de los derechos individuales, fue uno de los ideólogos de la Ilustración y pensaba que era muy bueno para que las cosas marcharan bien que el poder religioso y el político se dedicaran cada uno a sus cosas. Además ensalzó el valor de la tolerancia porque estaba convencido de que su práctica era СКАЧАТЬ