Название: El amante de Lady Chatterley
Автор: D. H. Lawrence
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074570007
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—Claro que me molestaría. El sexo es algo privado entre Julia y yo, y por supuesto me irritaría si alguien trata de entrometerse.
—De hecho —dijo el delgado y pecoso Tommy Duke, que parecía mucho más irlandés que May, quien era pálido y más bien gordo—. De hecho, Hammond, tienes un fuerte instinto de propiedad y una sólida voluntad de autoafirmación y quieres triunfar. Desde que decidí quedarme en el ejército me he apartado de los asuntos del mundo, y ahora veo cuán desmesurado es el deseo de afirmación y éxito de los hombres. Por encima de toda medida. Toda nuestra individualidad corre en ese sentido. Y por supuesto los hombres como tú creen que lo harán mejor si una mujer los respalda. Por eso eres tan celoso. El sexo es para ti una pequeña dinamo vital entre tú y Julia, útil para alcanzar el éxito. De sentir que te inclinas al fracaso, comenzarías a coquetear, como Charlie, que no tiene éxito. La gente casada, como tú y Julia, tiene etiquetas, como los baúles de los viajeros. La etiqueta de Julia dice Señora de Arnold B. Hammond, como un baúl en el tren, que pertenece a alguien. Y tu etiqueta indica: Arnold B. Hammond, a cargo de la Señora Arnold B. Hammond. ¡Sí, tienes mucha razón, mucha razón! La vida intelectual requiere una casa confortable y comida decente. Tienes toda la razón. También necesita la posteridad. Y todo depende del instinto para el éxito. Ese instinto es el pivote en torno al cual todo gira.
Hammond se veía molesto. Estaba orgulloso de la integridad de su mente y de no ser un esclavo del tiempo. Lo cual no le impedía buscar el éxito.
—Muy cierto, no se puede vivir sin efectivo —dijo May—. Debes tener cierta cantidad para vivir y pasarla bien. Incluso para pensar con libertad hay que disponer de cierta cantidad de dinero. O el estómago te pondrá un alto. Aunque me parece que tendrías que prescindir de las etiquetas en el sexo. Somos libres de hablar con cualquier persona, ¿por qué entonces no lo seríamos de hacer el amor con cualquier mujer que desee hacerlo con nosotros.
—Ha hablado el lascivo celta —dijo Clifford.
—¡Lascivo! Está bien, ¿por qué no? No entiendo por qué le haría más daño a una mujer durmiendo con ella que bailando con ella. O incluso conversando del clima. Se trata de un intercambio de sensaciones y no de ideas, eso es todo.
—Promiscuo como un conejo —dijo Hammond.
—¿Y por qué no? ¿Qué hay de malo con los conejos? ¿Son peores que una humanidad neurótica y revolucionaria, poseída por un odio nervioso?
—Aun así, no somos conejos —dijo Hammond.
—¡Precisamente! Tengo una mente: debo hacer ciertos cálculos en cierta disciplina astronómica que me concierne más que la vida y la muerte. Y a veces la digestión interfiere. El hambre también puede interferir de manera desastrosa. De la misma forma que el hambre de sexo se entromete en mi vida. ¿Qué más?
—Yo habría pensado que es la indigestión sexual la que te causa serios problemas —dijo Hammond irónico.
—¡Para nada! No me sobrealimento ni fornico en exceso. Uno puede decidir cuánto come. Tú quisieras matarme de inanición.
—¡De ninguna manera! Puedes casarte.
—¿Cómo sabes que puedo? Quizá no sea compatible con mis procesos mentales. El matrimonio podría anquilosar mis procesos mentales. No estoy diseñado para esa función, ¿y por eso tendría que estar encadenado en una perrera como un monje? ¡Basura, muchacho! Debo vivir y hacer mis cálculos. Y necesito una mujer de vez en cuando. Me niego a hacer un drama y rechazo toda prohibición y todo intento de condenarme moralmente. Me sentiría avergonzado de ver una mujer etiquetada con mi nombre, dirección y la estación de destino del tren, como un baúl lleno de ropa.
Los dos hombres no se habían perdonado el asunto de Julia.
—Es una idea graciosa, Charlie —dijo Dukes—. Eso de que el sexo sea otra forma de hablar, donde pones en acción las palabras en vez de decirlas. Supongo que tienes razón. Podríamos intercambiar con las mujeres tantas sensaciones y emociones como ideas sobre el clima y mucho más. El sexo sería una especie de conversación física natural entre un hombre y una mujer. No se habla con una mujer a menos que se tengan ideas en común; esto es, lo haces sin interés alguno. De la misma manera, a menos que compartas una emoción o cierta simpatía con una mujer, no te acostarías con ella. Pero si se tiene...
—Si se tiene la clase adecuada de emoción o simpatía con una mujer, tienes que acostarte con ella —dijo May—. Es lo único decente, llevársela a la cama. Así como, cuando tienes interés en hablar con alguien, lo único decente es tener una conversación. No acobardarte y morderte la lengua. No, hay que decir lo que se tiene que decir. Y lo mismo en el otro caso.
—No —dijo Hammond—. Es un error. Tú, por ejemplo, May, despilfarras la mitad de tu fuerza con las mujeres. Nunca utilizas de la manera correcta ese magnífico cerebro que tienes. Buena parte de ese talento se va por otro lado.
—Es posible... y muy pequeña parte del tuyo se gasta de ese modo, Hammond, muchacho, casado o no. Puedes mantener la pureza y la integridad de tu cerebro, pero se te está secando. Por lo que veo, tu mente inmaculada se está quedando seca como las cuerdas de un violín. Simplemente la subestimas.
Tommy Dukes estalló en una carcajada.
—¡Adelante, par de cerebros! —dijo—. Mírenme. No realizo ningún trabajo intelectual puro y elevado, nada sino garabatear unas cuantas ideas. Y no me he casado ni persigo mujeres. Creo que Charlie tiene razón, si quiere correr detrás de las mujeres, es libre de hacerlo, no muy a menudo. Yo no se lo prohibiría. En cuanto a Hammond, tiene sentido de la propiedad, por lo tanto le van bien el camino recto y la puerta estrecha. Ya verán que será uno de nuestros hombres de letras antes de sucumbir. A B C de pies a cabeza. Falto yo. No soy nada. Un folletín. ¿Y qué hay de ti, Clifford? ¿Crees que el sexo es una dinamo que ayuda a los hombres a lograr el éxito?
En esos momentos Clifford hablaba poco, no se arriesgaba. Sus ideas no eran suficientemente vitales para hacerlo, se hallaba confundido y sensible. Se sonrojó, parecía incómodo.
—Bueno —dijo—, como estoy fuera de combate, no tengo nada que decir sobre ese tema.
—Para nada —dijo Dukes—. Tu parte superior no está fuera de combate. Tu vida cerebral está sana, intacta. Queremos escuchar tus ideas.
—Aun así —tartamudeó Clifford—, no dispongo de muchas ideas. Creo que casarse y que todo vaya bien representaría lo que pienso. Por supuesto, que un hombre y una mujer se cuiden entre sí es una gran cosa.
—¿Qué tiene de gran cosa? —preguntó Tommy.
—Pues... perfecciona la intimidad —dijo Clifford, incómodo como una mujer en ese tipo de charla.
—Bueno, Charlie y yo pensamos que el sexo es una especie de comunicación, como el habla. Si una mujer empieza una conversación sexual conmigo, me parece natural que la terminemos en la cama, en el momento oportuno. Por desdicha, no hay mujer que comience algo así conmigo, y por lo tanto me voy solo a la cama y eso no me hace peor. Al menos eso espero, porque ¿cómo voy a saberlo? De cualquier modo eso no interfiere con abstrusos cálculos astronómicos o con la escritura de obras maestras. Soy simplemente un compañero que fisgonea en el ejército.
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