Название: Cartas de Emily Dickinson: un campo minado
Автор: Эмили Дикинсон
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Pequeños Grandes Ensayos
isbn: 9786073041966
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Llevo años leyendo la obra de Emily Dickinson. He pasado por periodos de distanciamiento autoimpuesto por salud mental. Y he aquí que irremediablemente termino volviendo e instalándome a mis anchas en sus espacios. Ahora, en este momento de mi vida, sé que soy ya su huésped permanente. Su voz me persigue hasta en sueños, se instala en mi memoria; me obsesiona a ratos, me consuela a ratos, me aterra a ratos, me acompaña siempre.
Con frecuencia me he preguntado (y respondido) por qué, si mi lengua madre es el español, al que le tengo irrestricta veneración (casi patológica), desde que descubrí la poesía me atrajo más el imán de Emily Dickinson que el de sor Juana, quien me despierta una gran admiración, más que nada intelectual, pero no me deslumbra. Incluso se lo llegué a comentar a mi tan extrañado maestro Antonio Alatorre, conocedor a profundidad, si los ha habido, de la obra de la religiosa. Recuerdo su sonrisa y sus palabras: todo depende de si la brújula de nuestra sensibilidad nos hizo detenernos en el lugar preciso donde se deslizaba su flecha. Luego, ya no hay nada qué hacer más que reconocerse “tocado” por ella. Es mi caso con respecto a Emily Dickinson: ella me habla, me conmueve hasta en su momento de mayor hermetismo, recibe mi locura y la recicla, responde a mi oscuridad con claridad. Sor Juana, no. Cito, a continuación, una miniatura de su magnetismo:
Como si pidiera una Limosna cualquiera,
Y en mi mano vagabunda
Un Extraño todo un Reino pusiera,
Y yo, desquiciada, quedara –
Como si le preguntara al Oriente
Si tenía para mí una Mañana –
Y él alzara purpurinos Diques,
¡Haciéndome añicos con el Alba!
*
Emily Dickinson vivió solamente 55 años, de diciembre de 1830 a mayo de 1886. Creció en la casa familiar en Amherst, con su hermano y hermana, y bajo la tutela de un padre abogado, riguroso –si bien no demasiado estricto– en cuanto a costumbres y ciertas observancias
religiosas protestantes, típicas de la época en general y del estado de Massachusetts en particular. Su madre era una buena y responsable ama de casa, limitada en muchos sentidos. Así le describe a T. W. Higginson ese cerrado núcleo, aunque no como queja, sino tal cual lo ve: “Tengo un Hermano y una Hermana –a mi Madre no le interesa el pensamiento– y mi Padre –demasiado ocupado con sus Expedientes– no distingue lo que hacemos –me compra muchos Libros– pero me ruega que no los lea– pues teme que me enmarañen la Mente”. Para completar esta descripción ofrecida a pregunta expresa de su mentor, he de añadir lo que, tiempo después, el propio Higginson le escribe a su esposa durante los pocos días que pasó en Amherst, cuando finalmente pudo visitar a la poeta y estar en su casa un par de horas. Ella da la impresión de preguntar y responder, aquí sí revelando oral y espontáneamente su necesidad de afecto: “¿Podría usted decirme qué es el hogar? Nunca he tenido una madre. Supongo que una madre es alguien a cuyos brazos uno corre al sentirse atribulada”. Sin embargo, cuando “se decide” que Emily no pasaría el segundo año correspondiente a su educación en Mount Holyoke, sino que volvería a casa, uno nunca tiene la certeza de si fue porque los padres distinguieron que le hacía daño tal exposición de conocimientos a su extrema sensibilidad, sobreestimulándola, o si ella misma echaba de menos el hogar de manera enfermiza. Lo cierto es que volvió y nunca más salió de ahí, pese haber reconocido en cartas a sus amigas que “siempre me enamoro de mis maestros”. En adelante los tendría por carta, con la excepción presencial de esa fugaz visita de Higginson.
Entre los hermanos había una estrechísima relación; no sólo se querían entrañablemente: todo se consultaban, se entendían con la mirada. Así pues, si alguno decidía no regresar a la escuela, su decisión se respetaba. Austin ni siquiera fue a su graduación como abogado en Cambridge, porque tuvo que acompañar a su mamá a una cierta reunión: la familia, antes que nada. De la misma manera, cuando Emily decidió dejar de asistir a los servicios religiosos pues no “creía” ya, también recibió el tácito visto bueno. Todo mundo sabía que escribía poesía, pero nadie la veía poniendo manos a la obra: ella decidía en qué carta y con quién compartir algún poema. Después de su muerte, Vinnie se hizo cargo de esos “fascículos” en que había encuadernado sus poemas, así como de cumplir su deseo de quemar muchas de las cartas que
había recibido.
Todo indica que alrededor de 1860 se sentía ya madura como escritora, nel mezzo del cammin. Dueña de un espíritu crítico nutrido en lecturas indispensables (Shakespeare y Emerson al principio de su lista), necesitaba la opinión de un interlocutor respetable, con objeto de cerciorarse del peso de su palabra y así mejorar lo que consideraría su “carta al mundo”, sus poemas. Thomas Wentworth Higginson era un escritor renombrado, colaborador del Atlantic Monthly, que la familia Dickinson leía con asiduidad. En 1862, cuatro décadas antes de la carta de Rilke a un “joven poeta”, el famoso abolicionista y defensor de los derechos de la mujer publicó su famosa “Carta a un joven colaborador”. Emily Dickinson parece haberse armado de valor a partir de entonces. Decidió escribirle anónimamente (este texto se incluye en la presente selección), anexando una tarjeta suya en sobre aparte. Me imagino el asombro de este autor, que sólo fue capaz de replicar que su poesía “no era para publicarse”. Ella, lejos de sentirse ofendida, continuó buscando consejo y guía de quien con el tiempo se convertiría en su corresponsal y amigo. El lector se enterará, a través de las cartas, de la perplejidad que esta mujer le provocó, cómo quiso saber cuáles eran sus lecturas (ella sólo leyó a Whitman por encima, considerándolo “ignominioso”), el porqué de su desdén por los acontecimientos recientes: no hay que olvidar que el país estaba en llamas; había estallado la Guerra Civil, que para ella parece haber representado un enfado (su propio hermano Austin, cuando fue llamado al servicio militar, prefirió pagar 50 dólares para hallar un sustituto y no “apoyar” ninguna causa)…
Emily Dickinson enviaba poemas aislados a su tutor y a otras personas, pero nunca con afán de que se dieran a conocer. Uno de los que envió al doctor Holland –quien los consideraba “demasiado etéreos”– comienza así: “La publicación es la subasta / De la mente del hombre”. Como el estilo y el ritmo de las cartas, al irse consolidando, se reconcentran, a veces el lector no distingue dónde termina la misiva y comienza el poema. Su sensibilidad –supongo que la intensidad de sus emociones– se convirtió en una especie de discapacidad, un desamparo que la comunicación epistolar subsanaba en parte. Con razón lo explica así: “La renuncia es una virtud punzocortante…” Sí, pero virtud al fin. Obviamente, no estamos ante un ego minusválido. Poseía una envidiable seguridad intelectual que incluso le daba con qué proteger lo que sentía. De otra manera no habría expresado por escri- to que “hay una cosa por la cual estar agradecido: que uno es quien es, y nadie más”, autorretrato de quien se ha observado con franqueza, sin autocompasión o lamentos.
Arriesgo una interpretación a manera de secuela a esta selección. El aliento de Emily Dickinson oscila entre exhalación e inhalación. Exhala en gritos de joven y fresca emoción amorosa por el anónimo “Maestro”, probablemente el reverendo Charles Wadsworth (a quien, en mi traducción, le habla de tú), y amor maduro por el juez Otis P. Lord (a quien le habla de usted y de tú), con quien contempló seriamente contraer matrimonio, pero la muerte de él lo impidió. Inhala a fondo en la amistad poética de T. W. Higginson y la amistad hermanada de la señora Holland, con quien compartió los dolores de sus pérdidas, incluso de manera simbólica, pues ella era capaz de ocupar su lugar y acercarse a la tumba СКАЧАТЬ