Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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Название: Trilogía Océano. Océano

Автор: Alberto Vazquez-Figueroa

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Tomo

isbn: 9788418263798

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СКАЧАТЬ las dos semanas vino a verle su fiel compañero de Casino, el teniente Almendros, que por desgracia, no traía las noticias que anhelaba escuchar.

      –El hombre continúa sin aparecer aunque hemos registrado cada palmo de la isla. La familia no habla, pero yo he averiguado hasta donde me ha sido posible..., hubo una riña, y parece ser que el cuchillo pertenecía a su chico.

      –Mi hijo nunca usaba cuchillo... ¿Quién lo dice?

      –Un ferretero de Arrecife. Él se lo vendió.

      –Le habrán pagado para que cuente esa mentira. Cambiará de opinión.

      El Guardia Civil observó largamente a su amigo, que parecía haber envejecido un siglo en quince días. Habían ganado juntos cuatro torneos de dominó y cientos de comidas, y había aprendido a apreciarle pese a su mal perder y sus constantes regañinas cuando estimaba que había colocado una ficha equivocada. Lamentaba como el primero lo ocurrido, pero había tenido ocasión de hacerse ya una idea muy concreta de lo ocurrido en Playa Blanca.

      –Su chico fue imprudente aquella noche... –comenzó tímidamente–. Él y sus amigos estaban molestando a la muchacha...

      –¡Tonterías...! Yo lo eduqué de otra manera... Esa guarra es muy puta, ya lo he oído... Se estaría divirtiendo con los tres cuando apareció el borracho de su hermano y sin mediar palabra me desgració al muchacho...

      –No es eso, don Matías...

      –¡Yo sé que es eso...! –le interrumpió furioso–. En Playa Blanca los «Maradentro» se consideran los gallitos... ¡Los «caciques»! Han hecho siempre lo que les da la gana, pero ahora se enfrentan conmigo..., con el capitán Matías Quintero.

      –No quiero que haga de esto un asunto personal.

      –¿Acaso hay algo más personal que la muerte de un hijo...? ¡Mi único hijo...! Mi único pariente... –Hizo un amplio gesto señalando las tierras que se extendían ante él y en las que cada viña aparecía amorosamente circundada por un muro de piedra que la protegía del viento–. A esto he dedicado todo mi esfuerzo... –dijo–. A conseguir que una tierra difícil y sedienta dé sus mejores frutos y no exista un vino como el de los Quintero en todo el archipiélago... El chico continuaría mi obra... Lo enviaría a estudiar a Francia y al regresar compraría parte de la «Gería» para que investigara allí nuevos injertos... Era muy listo. Listo y curioso, con grandes dotes para la investigación... –Agitó la cabeza como si aún le costara trabajo admitir la realidad de su terrible pérdida–. ¿A quién pretende ahora que le deje la hacienda? ¿A esa arpía de «el Guirre» y al consentido cabrón de su marido?

      Resultaba inútil tratar de hacer entrar en razón a un hombre tan cegado como estaba don Matías por el odio y el teniente Almendros se encontraba terriblemente fatigado. Le faltaban ocho días para salir de permiso y anhelaba el momento de meter en el barco a la familia y pasar el verano en paz lejos de un caso demasiado confuso que solo podía proporcionarle disgustos y quebraderos de cabeza.

      Se abstuvo, sin embargo, de comentarle a su amigo que iba a dejar el asunto en manos de sus subordinados, e intentó desviar la conversación hacia temas intrascendentes, aunque resultaba a todas luces evidente que nada alcanzaba a distraer a don Matías de la cuestión que había pasado a convertirse en eje de su vida.

      –¿Dónde puede esconderse...? –inquirió de pronto–. La isla no es tan grande.

      –Tal vez se haya ido... Lo más probable es que ya se encuentre en Tenerife protegido por algún pariente de la madre o se haya enrolado en un pesquero de los que bajan hasta La Güera y Mauritania.

      –Le haré volver.

      –¿Cómo...?

      –Inventaré el sistema...

      –No se meta en problemas, don Matías... –rogó el Guardia Civil–. Yo le entiendo, pero no debe intentar llegar más lejos de donde llega la justicia... –Hizo una pausa, encendió un cigarrillo y se observó por un instante los dedos en los que la nicotina había dejado una marca indeleble–. He hablado con los padres y me han prometido que se entregará en cuanto usted se calme y les proporcionemos una copia de la declaración jurada de los testigos.

      –¿Qué testigos?

      –Los muchachos que estaban con su hijo... –Lanzó un largo suspiro–. Si ellos cuentan la verdad, Asdrúbal aceptará el castigo que le impongan.

      –La única verdad es que asesinó a mi hijo a traición y de noche... Tal vez para robarle... –dejó caer las palabras lentamente con marcada inflexión para que causaran todo su efecto–, o tal vez porque era mi hijo y esos cerdos no aceptan que les vencimos limpiamente y creen que ha llegado el momento de empezar a vengarse...

      –¡Oh vamos, don Matías...! No complique las cosas... ¡La guerra acabó hace diez años!

      –Ya ve que ellos no olvidan... ¡Yo tampoco!

      Era como intentar razonar con una mula, o aún peor, con una mente obsesionada, cerrada a toda posibilidad de admitir que en algún momento de su vida había cometido un grave error y el niño que había tratado de convertir en hombre de provecho se había transformado en un presunto violador que no había dudado en esgrimir un cuchillo en una riña.

      Caía la tarde. El sol se había escondido hacía unos minutos tras los volcanes de Timanfaya y dispersas nubes blancas se iban tiñendo de rojo a medida que corrían hacia el Sur empujadas por una brisa que entraba por Famara. Era muy hermoso aquel momento en que cada volcán mostraba más que nunca una tonalidad distinta que variaba del negro al amarillo pasando por el magenta y cien marrones diversos; el momento de sentarse en el porche y hablarle al chico de su madre, de la guerra, del futuro inmediato y de aquel otro futuro, más lejano, para el que aún no se encontraba en absoluto preparado.

      –Tal vez no fuera mala idea que me trajeras pronto una mujer a casa –solía decirle–. Una buena muchacha que me diera nietos y pusiera un poco de alegría en este mausoleo. Rogelia está más seca y más «guirre» cada día, como quieta en el aire; con las zarpas dispuestas siempre a apoderarse de cuanto pongas al alcance de sus manos. Se roba hasta los pollos, y no me quita los huevos porque me los cuento en cuanto ha terminado de chupármela...

      Don Matías Quintero hablaba así porque le constaba que hacía ya dos años que su hijo había entrado a formar parte del extenso y nada selecto grupo de jovenzuelos de la isla que habían perdido su inocencia en boca de Rogelia.

      Ya era un hombre y podían tratar de aquellas cosas como hombres, aunque tal vez con una excesiva precipitación por parte de don Matías, que siempre había visto con aprensión a aquel mocoso que se le antojaba demasiado enclenque y sin empuje para revitalizar la estirpe de los Quintero.

      Aquella mansión compacta de gruesos muros que mantenían el frescor por mucho que calentara el sol sobre las viñas, alzada con orgullo sobre un oscuro promontorio que dominaba de forma natural el corazón mismo de la isla, había conocido tiempos mejores de vida y movimiento, y aún recordaba de su niñez las voces y las risas de toda una tropa de parientes y amigos que revoloteaban de continuo de un lado a otro; de los patios al huerto y del jardín a las higueras.

      ¿Dónde estaban ahora? ¿Cómo era posible que hubieran ido desapareciendo uno tras otro sin dejar tan solo una huella de su paso? Tenía que estrujar su memoria en busca de recuerdos desechados para tomar conciencia de que, efectivamente, vientos de muertes sin historia СКАЧАТЬ