La primera vuelta al mundo. José Luis Comellas García-Lera
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      POR QUÉ Y PARA QUÉ

      Debo una explicación sobre la causa por la que he decidido comenzar un libro que jamás había pensado escribir. El motivo es tan anecdótico como impensado: la portada de la Feria de Sevilla. Me topé con ella de improviso un día de finales de abril de 2011. La enorme obra de arquitectura efímera que cambia de tema cada año, pero refleja siempre un motivo sevillano, representaba esta vez una serie de figuras referentes a la navegación de otros tiempos, una brújula, un cuadrante, una esfera armilar, un mapamundi, una nao navegando a toda vela. Nada que recordara un monumento histórico lleno de simbolismo o de actualidad, como es costumbre todas las primaveras. Hasta que reconocí las fechas que campeaban en la base del plinto, 1519-1522. Todo quedó claro de pronto: la portada conmemoraba la primera vuelta al mundo, que comenzó en Sevilla y terminó tres años más treinta días después en Sevilla. El motivo quedó claro de manera fulgurante: la aventura que convirtió a la ciudad en el broche del primer abrazo que recibió el planeta. El único punto que no comprendí del todo, y sigo sin comprender porque nadie me lo ha explicado, es por qué ganó el concurso de 2011 un símbolo que hubiera resultado apropiado como ninguno ocho años más tarde.

      Esta extrañeza carece en absoluto de importancia, y no me esforcé en averiguar la causa de tal monumento, ni su posible relación con una exposición celebrada unos meses antes, o una fundación dedicada a preparar el evento. Sin embargo, aquella portada me sugirió la idea de dedicar a la historia de la vuelta al mundo la misma técnica que apliqué en 1991 a la historia del descubrimiento de América y que cuajó en un libro todavía vivo y demandado, El Cielo de Colón. Un método consistente en añadir a lo ya conocido por los historiadores aquello que puede aportarnos el estudio de la astronomía, la cartografía, la oceanografía, la meteorología, el régimen de vientos y de corrientes, el flujo de la convergencia intertropical y su oscilación anual, las técnicas de navegación y de la determinación de rumbos válidas en la época, el cálculo de posiciones, los riesgos, a veces mortales, provocados por la conjunción de los elementos naturales, y hasta la intervención de un factor por mucho tiempo desconocido, el fenómeno de «El Niño» (ENSO), que según los estudios de los paleoclimatólogos tuvo una de sus incidencias en los años 1519-1520: y precisamente ésta fue particularmente notable. Sin su concurso, el viaje de Magallanes-Elcano hubiera tenido altas probabilidades de fracasar en la travesía del Pacífico, o cuando menos se hubiera desarrollado en condiciones muy distintas, de suerte que la historia hubiera sido otra.

      Asociando este conjunto de conocimientos a aquellos de que ya disponemos a través de las fuentes históricas, la aventura adquiere nuevas dimensiones y se explica con mayor claridad. Conserva, por supuesto, sus misterios, que la historia, como todas las ciencias del mundo, siempre los esconde, pero una visión conjunta de lo entonces acontecido y sus circunstancias permite vivir esa aventura en todo su fragante sabor. Y así la he vivido, tratando de sentir el tremendo dramatismo de aquellos 1125 días (contando desde la salida de Sevilla hasta la llegada a Sevilla: precisemos, para los viajeros uno menos), con sus incertidumbres, sus tempestades, sus océanos interminables, sus luchas con peligros desconocidos, jalonados una y otra vez con la muerte, las pasiones humanas y los contactos con otros seres de culturas hasta entonces inimaginables. La aventura de Cristóbal Colón tuvo el encanto de la navegación hacia lo que no se sabía si existía o no, para terminar en el descubrimiento de un mundo nuevo que ni el almirante ni sus hombres esperaban, ya que era otro su supuesto destino. Pero la aventura de Colón fue relativamente breve, solo treinta y tres días en alta mar, y fue por otra parte, desde un punto de vista técnico, relativamente fácil, surcando un solo océano, siempre por la misma ruta, y empujadas las naves por un mismo viento, el alisio.

      La otra aventura, aquella que ahora me dispongo a revivir, es mucho más larga y compleja. Abarca tres años, recorre los tres grandes océanos del mundo, y toca o contornea todos los grandes continentes: atraviesa cuatro veces el ecuador, y con el cambio de hemisferios siente o sufre todos los climas, desde los calores atosigantes hasta los fríos que atieren los cuerpos; vive los episodios más variados y desconcertantes. Une a los peligros de la naturaleza los peligros de los hombres, conoce guerras y enemistades, motines y deserciones que están a punto de malograr la expedición, incluida la muerte en combate de su director indiscutible. Deja al descubierto las virtudes y el esfuerzo de unos seres humanos, también las cobardías y las envidias de otros, pone de manifiesto las más contrapuestas pasiones de los protagonistas como pocas aventuras de la historia; y está sacudida una y otra vez por el azote continuo de la muerte. De los doscientos treinta y cinco embarcados, —o doscientos cincuenta, no lo sabemos bien— solo dieciocho supervivientes lograron coronar la hazaña de regresar al punto de partida, habiendo vivido, por cierto, y por primera vez en la historia, un día menos que el resto de la humanidad. La aventura de Magallanes-Elcano posee tal vez menos encanto auroral que la de Colón y los suyos; pero es incomparablemente más dramática, y no menos decisiva en la historia del mundo. Maximiliano de Transilvania, secretario de Carlos V, que la admiró con datos frescos y de primera mano, ve en la hazaña «la navegación más admirable realizada jamás en tiempo alguno, ni siquiera intentada por nadie». Y Stefan Zweig, en una biografía de Magallanes que ha tenido quizá más aceptación que acierto, pero de cuyo estilo literario y de cuya altura intelectual no cabe dudar, la considera, sin que parezca que puedan caber dudas sobre ello, «la más grande proeza de la exploración de la Tierra que haya sido realizada jamás». Y añade que aquella proeza posee el supremo atractivo de constituir «la realización de lo que cabe suponer imposible». Es esta continua «situación al límite», vivida casi sin interrupción durante tres años, el factor que hace la aventura más atrayente, más emocionante de cuanto en principio quiera o se pueda imaginar.

      Vale la pena volver a vivir aquella odisea supuestamente imposible. Confieso también que sentir la aventura tan lejana, pero al mismo tiempo tan nuestra por humana y por apasionante, me ha hecho disfrutar como historiador desde aquel día en la Feria de Sevilla, a no muchos metros del lugar justo donde la aventura comenzó y se coronó. Al relatarla quisiera transmitir al lector amigo la misma reviviscencia y la misma emoción del historiador. Bien entendido, por si hiciera falta recordarlo, que una aventura histórica es historia, no ficción. Es lo más contrario a una novela histórica que se puede imaginar. Jamás se me ha ocurrido escribir una novela histórica, no solo porque me faltan sin remedio condiciones de novelista, sino precisamente porque soy historiador. Una novela histórica puede permitirse con toda honestidad el lujo de la ficción. Puede inventar situaciones que nunca se dieron, hechos que no existieron pero que pudieron darse o pudieron existir. Puede construir una trama arquitectónicamente bien trabada. Pero no es historia en el sentido de que esas situaciones y sus hechos, aunque pudieron darse, no se dieron realmente. Nos sirve, sobre todo si está bien ambientada por el conocimiento; puede ser una obra de arte, y hasta puede enseñar aspectos válidos del pasado. Pero es un tópico redomadamente repetido que hay sucedidos históricos tan apasionantes como la mejor novela.

      Con indiferencia del tópico, sí es cierto que existen hechos que realmente apasionan y que son, tal como ocurrieron, o tal como sabemos por criterios objetivos que ocurrieron, correctamente relatables. La única condición, cuando se cuenta la historia, es que un relato apasionante en modo alguno debe ser apasionado. Tal vez pueda advertirse un vestigio de pasión en algunos de los libros escritos sobre el viaje de Magallanes-Elcano. Una aventura, vivida por sus protagonistas con una dosis muy grande de pasión, puede apasionar a quien la relata. Cuando menos muchos de esos libros pueden parecer interesados en resaltar virtudes o defectos porque son biografías. Y ocurre que por lo menos el ochenta por ciento de esos libros están dedicados a estudiar la vida y los hechos de los dos grandes protagonistas de la primera vuelta al mundo, Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, dos héroes de la historia, ambos de fuerte carácter, y, por si algo faltara, nada afines entre sí, como que llegaron a aborrecerse. Al biógrafo se le perdonan, por razón de oficio, los ditirambos y los florilegios, por más que los sucesos que relata sean rigurosamente históricos Al historiador que no pretende ser biógrafo, sino narrador objetivo, dentro de lo posible, de situaciones y de hechos, cabe exigirle más. El rigor, el respeto a lo que se ha podido averiguar y constatar ha de ser compatible con СКАЧАТЬ