Antifaz negro. Osvaldo D. Vena
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Название: Antifaz negro

Автор: Osvaldo D. Vena

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Teo-Ficciones

isbn: 9781951539344

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СКАЧАТЬ tenía su forma de influenciar a mi padre, y hasta el día de hoy no llego a entender quién tenía más poder en aquella relación.

      Parte de la herencia mediterránea era su sentido del honor y de la vergüenza, sobre todo en lo que se refería a la familia. Para alguien perteneciente a esa cultura el honor consistía en mantener una reputación de persona de palabra, trabajadora, justa, y sobre todo tener a su familia bajo control, especialmente a las mujeres. De no hacerlo, se granjearía la crítica de los demás, y eso era algo que no podía permitirse; por eso a veces se sintió obligado a tomar medidas extremas, como aquella vez cuando arrastró a mi hermana de los pelos en la vía pública porque ella le había mentido diciéndole que estaba estudiando con una amiga en la biblioteca del pueblo cuando en realidad se estaba viendo a escondidas con su novio. Cuando papá se enteró quiso castigarla como era su costumbre, con el cinto, pero esta vez ella logró huir. No obstante papá la persiguió hasta la calle y la condujo violentamente hasta la casa, mientras mi hermana gritaba a todo pulmón:—¡Mírenlo al diácono de la iglesia, miren como trata a su hija! – y los vecinos del barrio, ocultos detrás de entreabiertas celosías, contemplaban la escena tratando de entender la obvia contradicción.

      Mi padre era así, una mezcla de ángel y demonio, bondadoso y vengativo a la misma vez, amable y osco, impredecible como todo ser humano. Después de criticarlo duramente por mucho tiempo y de culparlo por todo lo negativo que me legó, ahora, ya de grande, con la sabiduría y la honestidad que dan los años, he llegado a entenderlo y a perdonarlo, aunque no a justificarlo. Papá también tuvo un papá, y una mamá, una familia, y todo esto lo condicionó a ser quien fue, el niño aquel a quien sus padres mandaban a cuidar las ovejas con el almuerzo en una bolsita, que se vio forzado a abandonar la escuela muy temprano para ayudar económicamente a la familia, el joven que tuvo que compensar con su pinta de galán y su verborragia natural de líder las inseguridades propias de pertenecer a una clase de labriegos inmigrantes, el marido fiel pero estricto que mantuvo a su familia bajo un puño de hierro, el anciano que un día me confesó entre lágrimas, y por teléfono, que extrañaba mucho a mi madre, quien había muerto unos años atrás, y que se sentía muy solo. —La soledad es mala compañía, —solía decirme, y ese día me lo confirmó telefónicamente.

      Sí, ese fue mi padre, con faltas y virtudes, no muy diferente a ti, lector, o lectora. Por eso si alguna vez, engañado por los años nuevos, se te da por pensarte puro y justo, recuerda que esa no es la condición humana, que nunca lo fue, y que nunca lo será. Debes aceptar quién eres, celebrando lo bueno y rechazando lo malo, tarea esta que te ocupará el resto de tu vida.

      MAMÁ

      “Aquí tienes a la sierva del Señor.

      Que él haga conmigo como me has dicho.”

      Evangelio según San Lucas 1:38

      Mi madre, a quien sentí por primera vez en aquel universo acuático que compartiéramos durante nueve meses, se fue un día a otro universo sin decirme adiós. Ella estaba muy lejos, y yo muy enfermo, la excusa perfecta para no ver el rigor mortis que se instaló en su rostro luego que su alma dejara este mundo y así no tener que aceptar su muerte. Por eso cuando pienso en ella aún la siento cerca, muy cerca, como una presencia etérea y casi angelical que pareciera no querer irse nunca de mi lado. Sus pequeños ojos hundidos, que enmarcaban una mirada lánguida y melancólica, aún se me aparecen de vez en cuando, durante el día o en mis largas noches de insomnio. Allí ella se acerca y me acaricia el pelo, como solía hacerlo, y me dice que me quiere, algo que nunca me dijo, quizás por vergüenza, o quizás porque nunca nadie le había enseñado la gramática del amor.

      Mamá había nacido en una gran ciudad. Hija de una pareja de inmigrantes sicilianos llegados al país a principios del siglo veinte, era la sexta en una familia de nueve, seis hombres y tres mujeres. Su padre trabajaba en el ferrocarril, que por aquel entonces pertenecía a una empresa británica. Tenía un puesto de supervisor y por lo tanto percibía un sueldo que le permitía mantener a su familia por encima del nivel de pobreza. El pan no sobraba, pero tampoco faltaba. Según mamá, el “nono” era un hombre derecho, de palabra, trabajador y responsable, que quería mucho a su familia, especialmente a sus hijas, a quienes todos los domingos llevaba de paseo por avenidas bordeadas de árboles y atravesadas por vías de tranvías. Allí mamá disfrutaba de una de las pocas cosas que su condición de niña humilde le permitía -un helado y una caminata con sus hermanas y su padre - y se llenaba los ojos de ciudad, de gente, de movimiento, de colores, de gustos, de fragancias, cosas que un día echaría de menos.

      Dos de sus hermanos habían muerto prematuramente. Yo nunca los conocí. Mamá solía contármelo con ojos tristes, con los mismos con los que un día me contó lo de mi hermano Omar, que murió cuando tenía solo 19 días, y de lo que me enteré circunstancialmente cuando encontré en el galpón de casa - una precaria construcción ubicada en el patio exterior y en donde se amontonaban cosas fuera de uso o inservibles - una placa llena de polvo con su nombre grabado en ella. —¿Quién es este Omar? —pregunté. Y ahí me relató la historia. Yo tendría por entonces ocho años y nunca había escuchado de él.

      Omar había nacido “enfermito”, decía ella. Desde que se lo trajeron de la sala de recién nacidos se dio cuenta que algo no estaba bien. Casi no lloraba y eso era porque no tenía hambre. No quería vivir. Sus ojitos estaban siempre cerrados y cuando los abría era como que no había nada del otro lado. Nació para morir prematuramente. Ese fue su destino de ser humano. Lo velaron en la casa de mi abuela, quien invitó a las lloronas del barrio para acompañar a mis padres en tan difícil situación. Y en el momento de cerrar el pequeño ataúd, por encima de los Ave Marías de las penitentes, se escuchó el llanto apagado de mis padres tratando de contener la angustia y el desconsuelo de entregarle a la tierra el cuerpo inmaduro de su primer hijo varón. Los debería haber consolado el hecho de que luego vendrían cinco hijos más, cuatro varones y una mujer, pero ¿cómo saberlo entonces? (Antifaz, vos llegaste tarde, fuiste el último, y no te esperaban, pero aún así contribuiste al orgullo de tu padre, orgullo que un día le jugaría una mala pasada con su hija primogénita, quien se ofendió mucho, y con razón, de haber sido excluida del honor familiar, ella que tanto había hecho por ayudar a tus padres hasta el punto de convertirse en una segunda mamá. Muy injusto, Antifaz. Pero así es el patriarcado. Los privilegiados son los hombres. Las mujeres no cuentan).

      Como toda mujer de ese tiempo, mamá no terminó la escuela primaria y se dedicó a ayudar a su madre a atender a las necesidades de la familia. Desde pequeña, la plancha, la escoba y la tabla de lavar fueron sus confidentes. A estos objetos inanimados mamá le contaba sus cuitas, y le revelaba sus sueños, entre ellos, la esperanza de que uno de esos días apareciera su príncipe azul y la sacara de esa vida de privación y de servicio a los varones de la familia. Y ese día llegó, y el príncipe se materializó en la persona de un pariente, un primo que vivía en otra ciudad. Recientemente he visto fotos de ese tiempo. Me parece mentira que ellos hayan sido mis padres. Tan jóvenes, radiantes, llenos de vida, con la inocencia propia del que no conoce el futuro (como vos, Antifaz, en la foto de tus doce…).

      El noviazgo fue corto y mantenido epistolarmente. El hecho de ser primos no sorprendió a nadie en la comunidad siciliana, pero así y todo algunos dijeron que se trataba casi de una relación incestuosa. No obstante, el matrimonio se concretó. Se casaron en una de las iglesias de la ciudad de los tranvías, ciudad que de grande llegué a amar. Su boda fue maravillosa. Un carruaje con caballos blancos vino a recogerlos a la casa de los abuelos. El “nono”, vestido con un elegante traje negro, sombrero y polainas, los acompañó hasta la puerta y los besó en la mejilla a la usanza siciliana. Más tarde, en la iglesia, entregaría a su hija predilecta al cuidado de su nuevo dueño, mi padre (Así eran las cosas en esos días, Antifaz…)

      Después del casamiento se mudaron enseguida a la ciudad de papá, que por aquel entonces no era más que un pequeño pueblo de campesinos, artesanos, militares, curas y СКАЧАТЬ