Название: Cuentos con paraguas
Автор: Manuel Arduino Pavón
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Cõlectivo
isbn: 9786074570014
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Con el tiempo los aldeanos fueron juntando los paragüitas primorosos y terminaron por abrir una baratija que transformó la región en un vergel turístico. Y ante la evidencia de que las ventas eran espléndidas los aldeanos determinaron que el origen de aquella lluvia no era otra cosa que la voluntad de la Corona. Que el afán de la Reina Madre por subvenir las necesidades de sus hijos menos favorecidos era una bendición caída del cielo.
Mientras llovieran paragüitas coloreados todo habría de seguir en paz y confortablemente.
Sólo se hacía necesario ponerse a esculpir la estatua ecuestre de Su Majestad.
El parasol europeo
El abad del monasterio en el sur de Birmania decidió dar un paseo. Pidió su parasol.
En realidad el abad poseía tres parasoles: uno de bambú, uno de madera y un tercero de paja.
El monje que lo asistía le trajo un paraguas, un finísimo paraguas europeo.
Sorprendido, el abad preguntó:
–¿Europeo?
–Italiano.
–¿De Roma?
–Así es, monseñor.
–¿Cerca del Vaticano?
El monje que lo atendía se ruborizó.
El abad abrió el paraguas y se dispuso a dar su paseo, no sin antes acotar, parafraseando al Bendito:
–Todos los paraguas pueden conducir a la confortación, no necesariamente a la Verdad.
Luciano Arriola
Dicen que en el Bajo, a pocas cuadras de la rompiente, en el puerto tormentoso y maloliente, se juntaban los parroquianos de beberaje en una cantina sucia y poco ventilada. Que había más humo que palabras y que las palabras llegaban a lo más alto, eran gritos y amenazas, injurias y desafíos.
Los marineros coreanos se filtraban todas las noches a arrancar una resma de belleza ajada y pública de las camareras que llenaban las copas sin medida y que se aprovechaban de la estupidez del borracho con la misma habilidad con que una madre en el lecho de muerte conduce a sus hijas hasta el amor de sus vidas.
Dicen que frecuentaba el lugar un tal Luciano Arriola, un jubilado, viudo y con más de una cicatriz ente las cejas y el cuello. Un hombre belicoso y empecinado, un hombre intempestivo que zanjaba todas sus diferencias entre cuchillos y vainas.
En aquella ocasión estaba sentado a la mesa con otros tres parroquianos jugando un truco, necesariamente regado por caña brasileña, algunas aceitunas y queso duro y fuerte, como si lo hubieran conservado en las pirámides. Y dicen que alguien intentó mentir más de lo que es el legal mentir en el juego, que ese hombre mintió cosas personales: un romance de la finada con un guitarrero de paso y después con un marino coreano, siempre durante las noches en que Luciano se emborrachaba en la cantina.
El hombre es prudente sólo mientras mantiene frescas las heces, y aquella noche aciaga Luciano Arriola andaba seco de vientre y muy cargado de temores clandestinos, temores del fin del mundo, del viento norte que siempre trae lluvia, de las copas envenenadas en la corte de los batracios.
Dicen que después de la prosa ofensiva Luciano se puso de pie y manoteó entre los bolsillos del pantalón y el cinto. Y dice la historia de la cantina que Luciano no había traído consigo el filo, sólo un paraguas. Un paraguas desvencijado, un hijo del miedo que viene a cierta altura de la vida como una materialización de las viejas culpas.
Y que aun así el criollo belicoso retó al ofensor a un duelo y que éste, que también era un hombre enviciado por la sangre, aceptó.
Dicen que salieron los dos a la calle. Uno con una cuchilla corta y gastada, el otro con un paraguas esquelético.
Parece que nadie advirtió la absurda disparidad. Que se entreveraron en una danza macabra y que el otro le infligió dos tajos –dos tajos más- en las mejillas.
Dicen que Luciano cayó al piso de la calle sucia y se quedó tieso, y que una de esas nubes terribles que celan la vida de los hombres terribles, se aproximó donde los hombres competían con las bestias. Que una centella perdida alcanzó al otro, que lo fulminó en menos de lo que pía un pollo.
Luciano Arriola volvió a la cantina por su dinero, por el dinero del juego. Pagó las copas y salió.
Abrió el paraguas porque sabía que iba a llover. Y escupió sobre el cadáver electrocutado del otro.
Y dicen que nadie salió a mirar nada, que todos se habían olvidado de la desdicha y de la muerte por un rato, que las camareras los cebaban y los tenían hipnotizados.
Y dicen también que cuando Luciano Arriola dio cinco pasos en dirección a la pensión donde pernoctaba, otra centella se dibujo en la calle. Que alcanzó a un perro. A otro perro.
Con el paraguas abierto Luciano Arriola consideró que nunca había odiado como esa noche, que se le había ido la mano, que tenía que repensar el odio.
Y cuando había doblado la esquina, dice la memoria del puerto que se comenzó a llover como si nunca hubiera llovido.
Dicen que llovió todo.
Que Luciano Arriola se marchó con el paraguas abierto y que nunca más se lo volvió a ver. Que se esfumó. Que el odio lo hizo pensarse otro hombre.
Un hombre de corazón, un anciano de paraguas abierto pero por sobre todo con corazón.
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