Название: Las Grandes Novelas de Joseph Conrad
Автор: Джозеф Конрад
Издательство: Ingram
Жанр: Исторические приключения
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377406
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Una vez apagada su lámpara, Jimmy, al volverse sobre su almohada, podía ver a través de la puerta, abierta de par en par, desvanecerse más allá de la línea recta de la batayola las visiones reiteradas y fugaces de un mundo fabuloso tramadas con fuegos saltarines y aguas adormecidas. El relámpago se reflejaba en sus grandes ojos tristes que parecían consumirse de repente en un rojo brillo sobre su negro rostro, y entonces yacía enceguecido, invisible, en el seno de una noche intensa.
De la cubierta en sosiego le llegaba un ruido de pasos ligeros, la respiración de un hombre que holgaba en el umbral de su camarote, el débil crujido de los mástiles doblegados, o la voz tranquila del oficial de cuarto repercutiendo en lo alto, dura y clara, entre las velas inertes. Ávidamente, tendía el oído, buscando una tregua a las fatigosas divagaciones del insomnio en la percepción atenta del sonido más ligero. El chirrido de una polea le daba ánimos, se tranquilizaba espiando los pasos y los murmullos de los relevos de cuarto, se apaciguaba oyendo el bostezo lento de algún marinero rendido de sueño y de fatiga que se tendía sobre las tablas para dormir. La vida parecía algo indestructible. Continuaba en la sombra, en la luz, en el sueño; infatigable, revoloteaba amistosamente en torno a la impostura de aquella muerte próxima. Brillaba como la espada serpenteante del rayo, más llena de sorpresas que la noche oscura. Lo hacía sentirse a salvo, y la calma de su abrumadora oscuridad le parecía tan preciosa como su inquieta y peligrosa luz.
Pero por la tarde, durante el cuarto de seis a ocho y mucho antes que el primer cuarto de noche, se veía siempre un grupo de hombres reunido ante el camarote de Jimmy. Se reclinaban a un lado y otro de la puerta, cruzadas las piernas y sosegadamente interesados; discurrían a horcajadas sobre el umbral o, por parejas silenciosas, permanecían sentados sobre su cofre, en tanto que contra el pavés, a lo largo del mastelero de recambio, tres o cuatro se alineaban pensativos, con sus rostros de hombres sencillos iluminados por el fulgor que proyectaba la lámpara de Jimmy. El estrecho reducto, repintado de blanco, tenía de noche el brillo de un tabernáculo de plata, santuario de un ídolo negro tendido rígidamente bajo su colcha, parpadeando con sus ojos fatigados al recibir nuestro homenaje. Donkin oficiaba. Parecía un expositor exhibiendo un fenómeno, alguna manifestación anormal, simple y meritoria, que debía suministrar a los espectadores una lección profunda e inolvidable.
—¡Miradle, él la conoce, él, no cabe error! —exclamaba de cuando en cuando, blandiendo una mano dura y descamada como el espolón de una agachadiza.
Jimmy, tendido de espaldas, sonreía con reserva y sin mover un miembro. Afectaba la languidez de la extrema debilidad como para manifestamos claramente que nuestra tardanza en sacarlo de una prisión horrible, y luego aquella noche pasada sobre la toldilla entre nuestra negligencia egoísta, habían acabado con él. Gustosamente hablaba de eso y, naturalmente, el tema interesaba siempre. Hablaba espasmódicamente, con prisas intermitentes cortadas por largas pausas como en la marcha de un hombre ebrio.
—El cocinero acababa de traerme un cazo de café caliente… Lo había puesto así, sobre mi cofre y había salido dando un portazo… Siento que viene un fuerte bandazo… Procuro salvar mi café, me quemo los dedos… y caigo de mi litera… El barco se hundió tan rápidamente… El agua penetraba por el ventilador… no había medio de mover la puerta… oscuro como una tumba… Trato de trepar a la litera de arriba… Las ratas… Una rata me mordió el dedo al subir… La oía nadar debajo de mí… Creí que no vendríais nunca… Pensaba: «Todos se han ido al agua, naturalmente…». Sólo se oía el viento… Entonces llegasteis… a buscar el cadáver, supongo… Un poco más y…
— Oye, viejo, pero tú promovías un escándalo de mil demonios aquí dentro —observó Archie pensativamente.
—¡Toma, con el condenado bullicio que hacíais vosotros encima!… Lo bastante para espantar a cualquiera… Yo no sabía lo que os proponíais hacer… Hundir las condenadas tablas…, mi cabeza… Precisamente lo que hubiera hecho un trabajo de imbéciles y cobardes… ¡Para lo que me ha servido! Tanto hubiera valido… ahogarse… ¡Puah!
Gimió, castañetearon sus anchos dientes blancos y miró ante sí con desdén. Belfast levantó los ojos, doloridos, con una sonrisa llena de ternura desgarrada, y crispó los puños a escondidas; Archie, el de los ojos azules, acarició sus patillas rojas con mano vacilante; el contramaestre echó un vistazo desde la puerta y bruscamente se retrajo soltando una sonora carcajada. Wamibo soñaba… Donkin palpó su mentón en busca de los raros pelos que lo adornaban y dijo triunfalmente, deslizando una mirada oblicua en dirección a Jimmy:
—Miradle. Quisiera estar la mitad de bien que él, palabra.
Levantando su corto pulgar por encima del hombro, señaló la parte posterior del barco.
—He ahí un bonito modo de meter en cintura a aquéllos —chilló con tono forzado de buen humor.
—No seas idiota —dijo Jimmy con voz afable.
Knowles, frotándose el hombro, observó finamente:
—No podemos hacernos pasar todos por enfermos. Eso seria la rebelión.
—¡La rebelión! Vamos —dijo Donkin sarcástico—. No hay reglamento que prohíba estar enfermo.
—Seis semanas de lo duro le atizan al que se niegue a obedecer —replicó Knowles—. Recuerdo una vez, en Cardiff, la tripulación de un barco demasiado cargado. Digo demasiado cargado… pero resulta que un viejo gentleman con aires de papá, una barba blanca y un paraguas llegó a lo largo del muelle y habló a los hombres. Les dijo que era una crueldad, un acto de barbarie el exponerlos a ahogarse en invierno por unas cuantas libras de más que se ganaría el armador, eso les dijo. Lloraba casi, sin bromas, aparejado como estaba con su levita como un barco con su vela mayor y con un sombrero más alto que las gavias de botavara, correctísimo. Y los muchachos dijeron que no querían ahogarse en invierno, contando con que aquel buen señor testimoniaría en su favor. Pensaban correr una bonita juerga y dos o tres días de jarana. Y lo que ganaron fueron seis semanas, visto que el barco no estaba cargado con exceso. Al menos, eso fue lo que les hicieron creer a los jueces. No había un solo barco demasiado cargado, ni uno solo, en los docks de Penarth. Parece que ese viejo marrullero estaba a sueldo de algunas buenas personas, con encargo de buscar por todas partes barcos demasiado cargados. Pero no veía más allá de la contera de su paraguas. Algunos de los muchachos que viven en la pensión a la que voy cuando estoy en Cardiff esperando embarcarme, querían darle un baño en el dock al viejo llorón. Le preparamos bien la emboscada, pero apenas salía del tribunal desaparecía a velas desplegadas… Sí, sí, seis semanas de lo duro…
Los hombres escuchaban llenos de curiosidad, meneando, durante las pausas, sus rudas caras soñadoras.
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