Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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СКАЧАТЬ en el que las cosas negras permanecían muy quietas. Creía poder distinguir una especie de movimiento delante de mí. Estaba extrañamente seguro de todo aquella noche. Incluso abandoné el rastro y corrí en un amplio semicírculo (creo realmente que riéndome para mis adentros) para ir a salir delante de aquella agitación, de aquel movimiento que había visto (si realmente había visto algo). Estaba rodeando a Kurtz como si se tratara de un juego infantil.

      »Me topé con él y, si no me hubiera oído llegar, habría además caído sobre él, pero se levantó a tiempo. Se puso en pie, inseguro, alto, pálido, confuso, como un vapor exhalado por la tierra, y se tambaleó ligeramente delante de mí, nebuloso y callado, mientras a mi espalda los fuegos asomaban por entre los árboles y del bosque brotaba el murmullo de muchas voces. Le había cortado el camino hábilmente; pero al hacerle verdaderamente frente parecí recobrar mis sentidos, vi el peligro en su justa dimensión. Aún no había pasado, ni mucho menos. ¿Supón que empiece a gritar? Aunque apenas si podía mantenerse en pie, su voz estaba llena de vigor. “Váyase, escóndase”, dijo en aquel tono profundo. Aquello era tremendo. Miré de reojo hacia atrás. Estábamos a unas treinta yardas del fuego más próximo. Una figura negra se levantó y dio unas zancadas con sus largas piernas negras a través del resplandor, al tiempo que agitaba unos largos brazos negros. Tenía cuernos —cuernos de antílope, creo— en la cabeza. Sin duda se trataba de algún brujo, de algún hechicero: tenía un aspecto totalmente diabólico. “¿Sabe usted lo que está haciendo?”, susurré. “Perfectamente”, respondió, alzando la voz para pronunciar esa única palabra. Me sonó lejana y a la vez fuerte, como una llamada a través de un megáfono. Si arma un escándalo estamos perdidos, pensé para mis adentros. Claramente, éste no era un caso para resolverlo a puñetazos, aparte, incluso, de la natural aversión que yo sentía por golpear a aquella sombra, a aquella cosa errante y atormentada. “Estará usted perdido, absolutamente perdido”, dije. De vez en cuando uno recibe esas ráfagas de inspiración, ya sabéis. Dije la cosa adecuada porque, a decir verdad, no podría haber estado más irremisiblemente perdido de lo que estaba en aquel preciso momento, mientras se iban poniendo los cimientos de nuestra intimidad: para resistir, para resistir incluso hasta el final, incluso hasta más allá del final.

      »“Tenía planes inmensos”, murmuró con indecisión. “Sí —dije yo—; pero si trata de gritar le aplastaré la cabeza con…”. No había ni un palo ni una piedra cerca. “Le estrangularé”, me corregí. “Estaba en el umbral de grandes cosas”, suplicó con voz de ansiedad, en un tono tan anhelante que hizo que se me helara la sangre. “Y ahora, por ese estúpido canalla…”. “En cualquier caso su éxito en Europa está asegurado”, dije con resolución. No quería verme obligado a ahogarle, ¿comprendéis?, y realmente habría sido de muy poca utilidad para, ningún fin práctico. Traté de romper el hechizo, el pesado y mudo hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su despiadado seno despertando en él instintos brutales y olvidados, trayéndole a la memoria pasiones monstruosas y satisfechas. Sólo esto, estaba convencido, le había llevado al borde del bosque, a la maleza, hacia el resplandor de fuegos, el latido de tambores, el zumbido de conjuros extraños; sólo esto había conducido a su alma inmortal más allá de los confines de las aspiraciones permitidas. Y, ¿no os dais cuenta?, lo terrible de la situación no era ser golpeado en la cabeza (aunque también tenía una sensación muy viva de ese peligro), sino que tenía que enfrentarme a un ser al que no podía apelar en nombre de nada noble o bajo. Tenía incluso, igual que los negros, que invocarle a él mismo, a su propia degradación increíble y exaltada. No había nada ni sobre él ni debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra a puntapiés. ¡Maldito sea! Había hecho añicos la tierra misma a puntapiés. Estaba solo, y yo, ante él, no sabía si tenía los pies en el suelo o si flotaba en el aire. Os he ido contando lo que dijimos, repitiéndoos las frases que pronunciamos, pero ¿de qué sirve eso? Eran palabras corrientes de todos los días, los sonidos familiares, vagos, que se intercambian cada día de vida que amanece. Pero ¿y qué? Para mí, tenían tras de sí el terrible poder de sugestión de palabras oídas en sueños, de frases dichas en pesadillas. ¡Alma! Si alguien ha luchado jamás con un alma, ése soy yo. Y tampoco es que estuviera discutiendo con un lunático. Me creáis o no, su inteligencia era perfectamente clara; concentrada sobre sí mismo con horrible intensidad, es cierto, pero clara de todos modos; y en ella residía mi única oportunidad, exceptuando, claro está, el matarle allí y en aquel instante, lo cual no era muy conveniente, habida cuenta del inevitable ruido. Pero su alma estaba loca. Al encontrarse sola en la selva había mirado dentro de sí misma y, ¡santo cielo!, os lo aseguro, se había vuelto loca. Yo mismo tuve que pasar, supongo que a causa de mis pecados, por la dura prueba de mirar en su interior. Ninguna elocuencia hubiera sido capaz de marchitar la propia fe en la humanidad como lo hizo su explosión final de sinceridad. Luchaba también consigo mismo. Lo vi; lo oí. Vi el inconcebible misterio de un alma que no conocía el freno, ni fe, ni miedo, y que, no obstante, luchaba ciegamente consigo misma. Conseguí bastante bien no perder la cabeza; pero cuando finalmente le tuve tendido sobre el lecho, me enjugué la frente, mientras mis piernas temblaban bajo mi peso como si hubiera transportado media tonelada sobre mis espaldas desde lo alto de aquella colina. Y, sin embargo, sólo le había sostenido, con su huesudo brazo apretado alrededor de mi cuello… y no era mucho más pesado que un niño.

      »Cuando al día siguiente partimos a mediodía, la multitud, de cuya presencia detrás de la cortina de árboles yo había sido vivamente consciente durante todo el tiempo, volvió a salir de la selva, llenó el claro y cubrió la pendiente de una masa de cuerpos de bronce desnudos que respiraban y temblaban. Aumenté algo la presión, después viré río abajo, y dos mil ojos siguieron las evoluciones del fiero demonio del río, chapoteante y aporreante, que golpeaba el agua con su rabo terrible y exhalaba al aire un negro humo. Delante de la primera fila, en la orilla del río, tres hombres, embadurnados con tierra roja de pies a cabeza, se contoneaban nerviosamente de un lado para otro. Cuando llegamos de nuevo frente a ellos, miraban en dirección al río, pateaban el suelo, meneaban sus cabezas decoradas con cuernos y balanceaban sus cuerpos color escarlata; agitaban un manojo de plumas negras y una piel sarnosa con un rabo colgante (algo que parecía una calabaza seca) hacia el fiero demonio del río; periódicamente, gritaban todos juntos sartas de palabras asombrosas que no tenían ningún parecido con sonidos de un lenguaje humano; y los profundos murmullos de la multitud, que repentinamente se interrumpían, eran como las respuestas del coro de alguna letanía satánica.

      »Habíamos llevado a Kurtz a la garita del timonel: había más aire allí. Él miraba fijamente a través del postigo abierto mientras yacía sobre el lecho. Se produjo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer con la cabeza en forma de yelmo y curtidas mejillas se precipitó hasta el mismo borde del agua. Extendió sus manos hacia fuera, gritó algo, y toda aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente de lenguaje articulado, rápido y sofocado.

      »“¿Entiende usted esto?”, pregunté.

      »Él continuó mirando fuera, por encima de mí, con ojos ardientes y añorantes, con una expresión que mostraba una mezcla de anhelo y de odio. No dio ninguna respuesta, pero vi aparecer una sonrisa de significado indefinible en sus labios descoloridos, que un momento más tarde se crisparon convulsivamente. “Cómo no”, dijo lentamente, jadeante, como si las palabras le hubieran sido arrancadas por un poder sobrenatural.

      »Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi que los peregrinos en la cubierta sacaban sus rifles como si esperaran una bonita diversión. Ante el súbito silbido se produjo un movimiento de abyecto terror a través de aquella apretada masa de cuerpos. “¡No! No les ahuyente”, gritó alguien en la cubierta desconsoladamente. Tiré del cordón una y otra vez. Se separaban y corrían, saltaban, se agachaban, hurtaban el cuerpo, esquivaban el terror volador del sonido. Los tres hombres rojos habían caído de bruces y yacían boca abajo en la orilla, como si les hubieran matado. Sólo la bárbara y soberbia mujer no retrocedió ni un milímetro y extendió trágicamente sus brazos desnudos hacia nosotros sobre el sombrío y reluciente río.

      »Y entonces aquella imbécil muchedumbre de la СКАЧАТЬ