Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka
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Название: Franz Kafka: Obras completas

Автор: Franz Kafka

Издательство: Ingram

Жанр: Языкознание

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377321

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СКАЧАТЬ el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared, y lo miraron.

      —Es un extranjero —murmuraban en torno de él—, quiere ver la tumba.

      Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas, el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: “Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Crean y esperen!” Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.

      El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería, y se quedaron conversando. Pero pronto se desligaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote, pero el explorador alzó del fondo del barco un cable pesado, los amenazó con él y evitó que saltaran.

      R

      7

      Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ujier que lo contemplaba admirativamente, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalonia escalinata.

      En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa agudeza dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil, y que en consecuencia, y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy —nadie podría negarlo— no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar; tampoco escasea la habilidad necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida, y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en su época las puertas de la India estaban fuera del rey señaló el camino. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas; pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse. Por eso, quizá lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

      R

      Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

      Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

      —¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.

      No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.

      —Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.

      —¡Hola, hermano, hola, hermana! —gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.

      —Ayúdalo —dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.

      —¡Salvaje! —dije al caballerizo—. ¿Quieres que te azote?

      Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.

      —Suba —me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.

      Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.

      —Yo conduciré, pues tú no conoces el camino —dije.

      —Naturalmente —replica—, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.

      —¡No! —grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.

      —Tú vendrás conmigo —digo al mozo—; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.

      —¡Arre! —grita él, y da una palmada; el coche parte, СКАЧАТЬ