La maleta. Serguéi Dovlátov
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Название: La maleta

Автор: Serguéi Dovlátov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: La principal

isbn: 9788417617530

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СКАЧАТЬ de poliéster detuvo a Fred. Mantuvieron una críptica conversación.

      —Saludos.

      —Mis respetos —respondió Fred.

      —¿Cómo va el asunto?

      —Nada, de momento.

      El jovenzuelo, contrariado, levantó las cejas.

      —¿Nada de nada?

      —Nada en absoluto.

      —Se lo he pedido por favor.

      —Créame que lo lamento.

      —Pero ¿puedo contar con ello?

      —Sin duda.

      —Esta semana me vendría de perlas.

      —Lo intentaré.

      —¿Me lo garantiza?

      —No puedo darle garantía alguna. Pero lo intentaré.

      —Producción extranjera, supongo.

      —Por supuesto.

      —Llámeme cuando lo tenga.

      —Sin falta.

      —¿Recuerda mi número de teléfono?

      —Lamentablemente, no.

      —Anótelo, por favor.

      —Con mucho gusto.

      —Aunque mejor que no toquemos el tema por teléfono.

      —Estoy de acuerdo.

      —¿Quizá pudiera usted pasarse directamente con la mercancía?

      —Sería lo mejor.

      —¿Recuerda la dirección?

      —Me temo que no…

      Y así siguieron.

      Nos sentamos en un rincón alejado. En el mantel se advertían claramente las marcas dejadas por la plancha. Parecía un felpudo.

      —Fíjese en el niñato ese —dijo Fred—. Hace un año me pidió una partida de delbanes con cruz…

      —¿Qué son unos «delbanes con cruz»? —lo interrumpí.

      —Relojes —explicó Fred—, pero eso es lo de menos… Le llevé la mercan­cía unas diez veces, y nunca compraba nada. En cada oportunidad improvisaba nuevas excusas. Final­mente, no hubo negocio. Yo me preguntaba: ¿de qué ira este tío? De repente comprendí que no quería comprar mis delbanes con cruz. Lo que quería era sentirse un hombre de negocios al que le urge adquirir una partida de mercancía de buena calidad. Lo que quería era pasarse la vida preguntándome: «¿Cómo va el asunto?»…

      Una camarera anotó el pedido. Encendimos sendos cigarrillos.

      —Y a usted, ¿no lo podrían meter en la cárcel? —expresé, con preocupación.

      —Podría ocurrir —respondió Fred con calma después de meditar un ins­tante—. O que me vendiera mi propia gente —añadió, sin acritud.

      —Y así las cosas, ¿no sería mejor dejarlo?

      Fred se explicó, con gesto sombrío.

      —En una época, trabajé de mozo de almacén. Vivía con noventa rublos al mes…

      De repente, se puso en pie y gritó:

      —¡Un repugnante número de circo!

      —La cárcel no es mejor.

      —¿Y qué? Carezco absolutamente de talento. Y tampoco tengo intención de partirme los cuernos en trabajos absurdos por noventa rublos… Eso me permitiría, digamos, meterme al coleto unos dos mil filetes de carne picada. Gastar veinticinco trajes gris marengo. Leer setecientos números de la revista Ogoniok. ¿Eso es todo? ¿Y tendré que morir sin haber dejado siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre? ¡Cuánto mejor vivir, aunque sea un solo minuto, como un auténtico ser humano!

      En ese momento nos trajeron de comer y de beber.

      Mi nuevo amigo siguió filosofando:

      —Antes del nacimiento, solo hay oscuridad. Y tras la muerte, oscuridad también. Nuestra existencia no es más que un granito de arena en las playas indiferentes del infi­nito. ¡Intentemos al menos no ensombrecer ese instante con pesadumbres y aburrimiento! Tratemos de dejar siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre. Que los mediocres tiren del carro. No puede esperarse de ellos que culminen hazañas. Ni siquiera que cometan crímenes…

      Estuve a punto de animarle a ello: pues, ¡hala! ¡A culminar hazañas! Pero me contuve. Al fin y al cabo, estaba bebiendo a su costa.

      Estuvimos cerca de una hora en el restaurante.

      —Tengo que irme —dije finalmente—. Me van a cerrar la casa de empeños.

      Y en ese momento, Fred me lo propuso.

      —¿Quiere ser mi socio? El trabajo es limpio: ni oro, ni divisas. Cuando haya arreglado su situación financiera, podrá retirarse. En pocas palabras, que le conviene apuntarse… Pero ahora echemos un trago, ya hablaremos mañana…

      Supuse que al día siguiente mi nuevo colega me daría plantón. Pero solo se retrasó. Nos encontramos frente al hotel Astoria, junto a la fuente seca, y después nos internamos tras los setos.

      —En pocos minutos, llegarán dos finlandesas con la mercancía —me ex­plicó Fred—. Tome un taxi y vaya con ellas a esta dirección… ¿Nos tuteamos ya?

      —Sí, por supuesto. ¿A qué tanta ceremonia?

      —Muy bien. Busca un taxi y ve a este lugar. —Fred me tendió un trozo de periódico—. Te recibirá Rímar —prosiguió—. Te será fácil reconocerlo, tiene cara de anormal y lleva un jersey naranja. A los diez minutos, apareceré yo. ¡Todo irá bien!

      —No hablo finés…

      —Eso no tiene importancia. Lo fundamental es sonreír. Iría yo, pero me tienen muy visto…

      Fred me agarró del brazo.

      —¡Ahí están! ¡Muévete!

      Y desapareció entre los arbustos.

      Presa de una enorme inquietud, me dirigí al encuentro de las dos mujeres. Tenían dos caras anchas y bronceadas de campesinas. Sin embargo, vestían gabardinas de colores claros, zapatos elegantes y pañuelos estampados en la cabeza. Cada una acarreaba una bolsa de la compra, hinchada como un balón de fútbol.

      Gesticulando y ansioso, conduje a las mujeres hasta la parada de taxis. No había cola. Yo repetía constantemente: «Míster Fred, míster Fred…», СКАЧАТЬ