Название: Los viajes de Gulliver
Автор: Jonathan Swift
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074570441
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Los blefuscudianos, que no tenían la menor sospecha de lo que yo me proponía, quedaron al principio confundidos de asombro. Me habían visto cortar los cables y pensaban que mi designio era solamente dejar los barcos a merced de las olas o que se embistiesen unos contra otros; pero cuando vieron toda la flota echar a andar en orden y a mí tirando delante, lanzaron tal grito de dolor y desesperación, que casi es imposible de explicar ni de concebir. Ya fuera de peligro, me detuve un rato para sacarme las flechas que se me habían hincado en las manos y en la cara y me untó ungüento del que me habían dado al principio de mi llegada, según he referido anteriormente. Luego me quité los lentes, y aguardando alrededor de una hora a que la marea estuviese algo más baja, vadeé el centro con mi carga y llegué salvo al puerto real de Liliput.
El emperador y toda su corte estaban en la playa esperando el éxito de esta gran aventura. Veían avanzar los barcos formando una extensa media luna; pero no podían distinguirme a mí, que estaba metido hasta el pecho en el agua. Ya llegaba yo a la mitad del canal y su zozobra no menguaba, porque las aguas me cubrían hasta el cuello. Pensaba el emperador que yo me había ahogado y que la flota del enemigo se aproximaba en actitud hostil; pero en breve se desvanecieron sus temores, porque, disminuyendo la poca profundidad del canal a cada paso que daba yo, pronto estuve a distancia para hacerme oír; y alzando el cabo del cable con que estaba atada la flota, grité en voz muy alta: “¡Viva el muy poderoso emperador de Liliput!” Este gran príncipe me recibió al llegar a tierra con todos los encomios posibles y me hizo allí mismo nardac, que es el más alto título honorífico entre ellos.
Su Majestad quería que yo aprovechase alguna otra ocasión para traer a sus puertos el resto de los barcos de su enemigo. Y tan desmedida es la ambición de los príncipes, que parecía pensar nada menos que en reducir todo el imperio de Blefuscu a una provincia gobernada por un virrey, en aniquilar a los anchoextremistas desterrados y en obligar a estas gentes a cascar los huevos por el extremo estrecho, con lo cual quedaría él único monarca del mundo entero. Pero yo me encargué de disuadirle de su propósito por medio de numerosos argumentos sacados de los principios de la política, así como de los de la justicia, y protesté francamente que yo nunca serviría de instrumento para llevar a la esclavitud a un pueblo libre y valeroso. Y cuando el asunto se discutió en Consejo, la parte más prudente del Ministerio fue de mi opinión.
Esta rotunda declaración mía era tan opuesta a los planes y a la política de Su Majestad Imperial, que éste no me perdonó nunca; se refirió a ella de una muy artificiosa manera en el Consejo, donde, según me dijeron, algunos de los más prudentes parecían —al menos, este alcance podía darse a su silencio— ser de mi opinión; pero otros, que eran mis enemigos secretos, no pudieron contener ciertas expresiones, que por caminos indirectos llegaron hasta mí. Desde este momento comenzó una intriga entre Su Majestad y una camarilla de ministros maliciosamente dispuestos en contra mía, intriga que estalló en menos de dos meses y hubiera conducido probablemente a mí total perdición. ¡De tan poco peso son los mayores servicios para los príncipes si se los pone en la balanza frente a una negativa de satisfacer sus pasiones!
A las tres semanas de mi hazaña llegó una solemne embajada de Blefuscu con humildes ofrecimientos de paz, y ésta quedó prontamente concertada, en condiciones muy ventajosas para nuestro emperador, y de las cuales hago gracia a los lectores. Los embajadores eran seis, con una comitiva de unas quinientas personas, y su entrada fue de toda magnificencia, como correspondía a la grandeza de su señor y a la importancia de su negocio. Cuando estuvo concluido el tratado, durante cuya negociación yo les auxilié con mis buenos oficios, valiéndome del crédito que entonces tenía, o al menos parecía tener, en la corte, Sus Excelencias, a quienes en secreto habían informado de cuanto había procurado en favor suyo, me invitaron a visitar aquel reino en nombre del emperador, su señor, y me pidieron que les diese alguna muestra de mi fuerza colosal, de la que habían oído tantas maravillas, en lo cual les complací. Pero no quiero molestar al lector con estos detalles.
Cuando hube entretenido algún tiempo a Sus Excelencias, con infinita satisfacción y sorpresa por su parte, les pedí que me hiciesen el honor de presentar mis más humildes respetos al emperador, su señor, la fama de cuyas virtudes tenía tan justamente lleno de admiración al mundo entero, y a cuya real persona tenía resuelto ofrecer mis servicios antes de regresar a mi país. De consiguiente, la próxima vez que tuve el honor de ver a nuestro emperador pedí su real licencia para hacer una visita al monarca blefuscudiano, licencia que se dignó concederme, según pude claramente advertir, de muy fría manera. Pero no pude adivinar la razón, hasta que cierta persona vino a contarme misteriosamente que Flimnap y Bolgolam habían presentado mi trato con aquellos embajadores como una prueba de desafecto, culpa de la que puedo asegurar que mi corazón era por completo inocente. Y ésta fue la primera ocasión en que empecé a concebir idea, aunque imperfecta, de lo que son cortes y ministros.
Es de notar que estos embajadores me hablaron por medio de un intérprete, pues los idiomas de ambos imperios se diferencian entre sí tanto como dos cualesquiera de Europa, y cada nación se enorgullece de la antigüedad, belleza y energía de su propia lengua y siente un manifiesto desprecio por la de su vecino. No obstante, nuestro emperador, valiéndose de la ventaja que le daba la toma de la flota, les obligó a presentar sus credenciales y pronunciar su discurso en lengua liliputiense. Debe, sin embargo, reconocerse que a consecuencia de las amplias relaciones de ambos reinos en el campo del comercio y los negocios; del continuo recibimiento de desterrados, que entre ellos es mutuo, y de la costumbre que hay en cada imperio de enviar al otro a los jóvenes de la nobleza y de las más acaudaladas familias principales para que se afinen viendo mundo y estudiando hombres y costumbres, hay pocas personas de distinción, así como comerciantes y hombres de mar que viven en las regiones marítimas, que no sepan sostener una conversación en ambas lenguas. Así pude apreciarlo algunas semanas después, cuando fuí a ofrecer mis respetos al emperador de Blefuscu; visita que, en medio de las grandes desdichas que me acarreó la maldad de mis enemigos, resultó para mí muy feliz aventura, como referiré en el oportuno lugar.
Recordará el lector que cuando firmé los artículos en virtud de los cuales recobré la libertad, había algunos que me disgustaban por demasiado serviles, y a los cuales sólo me podía obligar a someterme una necesidad extrema. Pero siendo ya como era un nardac del más alto rango del imperio, tales oficios se consideraron por bajo de mi dignidad, y el emperador —dicho sea en justicia— nunca jamás me los mencionó.
Capítulo 6
De los habitantes de Liliput: sus estudios, leyes y costumbres y modo de СКАЧАТЬ