Название: Dendritas
Автор: Kallia Papadaki
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Narrativa
isbn: 9788415509653
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5El llamado busing, en Estados Unidos, consistía en realizar intercambios de alumnos entre escuelas, con el objetivo de dar oportunidades a los menos favorecidos y llevar una cierta diversidad a la homogeneidad basada en la raza, el origen y los ingresos familiares que se observaba en los conjuntos escolares.
II
Soñé en un sueño que veía una ciudad inexpugnable a los ataques de todo el resto de la tierra, soñé que era la nueva ciudad de los Amigos, nada era más grande allí que la cualidad del amor vigoroso, iba al frente de las demás, se la veía en cada momento en las obras de los hombres de esa ciudad, y en sus miradas y palabras.6
Aprieta los dientes de dolor, el sudor frío le surca las palmas, de esta no sale, y sin embargo las balas han pasado rozándolo, no han dado en el blanco, no han maculado la carne, intenta tomar aliento, algo lo asfixia en el tórax, un lamento ahogado que no acaba de salir, levanta los ojos tal como está, tumbado boca abajo, y ve un charco de sangre tres metros a su derecha y un cuerpo rígido que cierra ante él la estrecha acera, y a los transeúntes que gesticulan por encima de él, y ese zumbido que le perfora los tímpanos; con la mano derecha se palpa el cuerpo para localizar el dolor, pero no hay herida, y eso le da más miedo todavía, y además sus pensamientos lo abruman, su mujer postrada en la cama, su único hijo menor de edad, la empresa con deudas, y Andonis Cambanis pierde el conocimiento: vuelve a tener diecinueve años y a ser un extraño entre extraños.
Veintidós días había tardado el transatlántico en llegar a su destino, y cuando el Patrís7 dejó en la orilla de Ellis Island8 a aquellas mil trescientas almas, un 7 de noviembre en que caía aguanieve, hizo como que escupía tres veces en la tierra para conjurar con la boca, porque se lo había prometido a su madre, que tenía ideas particulares sobre la psique y decía que en los sitios se prospera solo a base de escupir y de llevar los pantalones bien puestos. Pues eso, que en cuanto puso el pie en Nueva York, se le acercó un compatriota, un rodiota enjuto, con el pretexto de encontrarle trabajo de inmediato, a comisión, por supuesto, hasta le aseguró con su apellido y firma que sus dólares, aunque escasos, darían fruto y, tras metérselos en el bolsillo del pantalón de dobladillo ancho, le encontró alojamiento junto a otros cuatro en un pequeño hotel que se parecía más a una choza de lata y le dio cita para el día siguiente, a la misma hora, dos bocacalles más abajo; le escribió la dirección en un papel, «esquina de Broadway y Franklin», y le explicó por quién preguntar si se retrasaba, «Smerlís», le repitió insistiendo en la «r», le dio un golpecito en el hombro con aire cómplice y se fue por donde había venido, no sin antes confiarle que se encontraba en el país adecuado en el momento adecuado, y que allí en América había gente que pagaba bien y trabajo seguro para un joven despierto y ambicioso como él; por último, le guiñó un ojo antes de perderse con paso ligero en la espesa oscuridad de la ciudad que no dormía nunca y ya trasnochaba en las sucias callejuelas de mala fama.
El rodiota no acudió nunca a la cita, rápidamente se demostró que no había ningún Smerlís esperando para recibirlo, solo dos o tres pobres chavalillos de doce o trece años como mucho, sentados en cuclillas en las esquinas de la calle, que habían cogido cepillo y betún y lustraban cada dos por tres los embarrados zapatos de los transeúntes, toda Nueva York era un inmenso campo de faena que asumía obras municipales y construía edificios de numerosas plantas para cobijar el sueño colectivo, que en las chozas bajas y en las calles fangosas perdía su esplendor y quedaba apresado en el «tres centavos la pareja, cinco el matrimonio», y Andonis Cambanis, que había depositado sus esperanzas en el milagro, no podía creerse que sus veinte dólares se hubieran esfumado; apenas había puesto un pie en el Nuevo Mundo y ya le habían tomado el pelo, no le cabía en la cabeza que hubiese metido la pata de ese modo; lo embargó la desazón, solo sabía dar los buenos días, pedir perdón y dar las gracias, y eso de milagro, retorcía la boca al pronunciar como si le quemase la comida, ¿dónde, y cómo, y a quién contaría lo que le había pasado? Entonces le echó el ojo el mafioso italiano que deambulaba por la demarcación de sus posesiones: diez bocacalles por encima de la calle Broadway y cinco al oeste, hasta la calle Hudson; había ido a recoger los jornales de los limpiabotas, le pareció nuevo y quizás peligroso, quién sabe, y pegó la hebra rápido en siciliano, para ver si estaba tramando algo y si tenía cabeza para los negocios, lo escogió por su porte seco y atezado, que daba fe de su procedencia cercana al sur de Italia; intercambiaron dos o tres frases que no llevaron a ninguna parte, al final se comunicaron con muecas y morisquetas, y cuando Cambanis sacó los papeles italianos y el pasaporte para enseñárselos (certificados territoriales de una paternidad temporal que con el tratado de Lausana9 englobaba al Dodecaneso desde 1912), el italiano no perdió el tiempo: le dio la bienvenida y le garantizó alojamiento y trabajo desde aquella misma noche, solo tenía que hacerle unos pequeños recados que le quedaban pendientes en Hell’s Kitchen, pero Andonis Cambanis ya había aprendido la lección: mandados y favores sin pronta recompensa no pensaba volver a hacerle nunca a nadie, y así sus caminos se separaron, aunque no para siempre.
Medio mes después, y tras la recomendación y los consejos de un tal Suliotis, friegaplatos de profesión, Andonis Cambanis vivía en el estado de Nueva Jersey y trabajaba en los astilleros de Camden para la New York Shipbuilding Corporation, con la especialidad de soldador en las zonas de prefabricado, sacaba veintidós centavos por hora que le proporcionaban lo mínimo para la supervivencia: una habitación microscópica en Morgan Village, en la calle Sylvan, dos platos diarios de comida fría que le preparaba la noche de antes su casera polaca, y un paseo el domingo en la periferia oriental de la ciudad, terra incognita para él, el germanófono Cramer Hill y los barrios judíos de Marlton y de Parkside, mojados y bordeados por el curso zigzagueante del afluente Cooper, y como el natural de Nísiros seguía sin hablar inglés en condiciones, sus paseos eran solitarios y el dinero en el bolsillo escaso, y cada dos por tres se paraba a mirar con ojos de besugo las casas de madera de dos plantas, con familias de cuatro o cinco miembros, los escaparates de las pastelerías que vendían dulces orientales y helado a granel, las sinagogas, las hordas de judíos ortodoxos con sus trenzas negras y simétricas y los restaurantes kosher con sus apetecibles albóndigas de patata y gulash ucranianos.
Con el resto de griegos no tenía trato, además eran pocos y estaban desperdigados por los barrios, como las amapolas que florecen esparcidas por el campo, y es que aún no existía parroquia que los recogiese en tres o cuatro calles a partir de las cuales pudieran ir extendiéndose al resto de la ciudad; lo que sí existía era la cercana Filadelfia, que contaba al menos con dos iglesias ortodoxas y un rebaño de miles de fieles, y de ese modo, un domingo diferente a los demás, en el que no conseguía de ningún modo conciliar el sueño, Andonis Cambanis se levantó antes del amanecer y se subió al primer transbordador en Cooper Point, cruzó el río Delaware en barco y acudió a la iglesia de San Yioryios el 10 de septiembre de 1922, junto con trescientos compatriotas alarmados, que entre rezos y peticiones se contaban en susurros los sucesos acaecidos en Asia Menor,10 portada la noche anterior en The New York Times dominical. Tenía un mal presentimiento que no conseguía someter a cuentas ni a reflexiones, un barrunto sombrío y doloroso que le aplastaba el pecho y que conforme pasaba el rato se convertía cada vez más en certeza: que el futuro no le deparaba otro camino, que tenía que hacer su vida y triunfar allí, en aquel lugar desconocido y extraño; no había vuelta de hoja. Aquella misma mañana, su madre, de cincuenta años, fallecía plácidamente del corazón y de pena mientras dormía, y Andonis Cambanis se enteraba con tres semanas de retraso de que sus primos de Nísiros habían sufragado los gastos del funeral y que para cobrarse lo que les debía pensaban vender lo único que quedaba: la casa familiar.
Tenía veintidós años; se quedaba huérfano de padre, madre, casa СКАЧАТЬ