Los Lanzallamas. Roberto Arlt
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Название: Los Lanzallamas

Автор: Roberto Arlt

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789873776090

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СКАЧАТЬ neblina que cubre la franja mental, y lo único que sabe es que ocupa el mismo cuarto del hombre que lo ofendió cruelmente, y a quien hizo secuestrar, robar y matar. Pero Hipólita, ¿cómo averiguó su dirección? Inútilmente Erdosain ca­vila estos enigmas, del mismo modo que el hombre que despierta después de un acceso de sonambulismo se encuentra, perplejo, en parajes desconocidos a aquellos en los que se había dormido(1).

      –¡Oh! ¡Todo eso!… ¡Todo eso!…

      ¿Qué penuria mental almacena para olvidarse del mundo?

      Asqueado, avanza por el corredor del edificio; un túnel abovedado, a cuyos costados se abren rectán­gulos enrejados de ascensores y puertas que vomitan hedores de aguas servidas y polvos de arroz.

      En el umbral de un departamento, una prostituta negruzca, con los brazos desnudos y un batán a rayas rojas y blancas, adormece a una criatura. Otra more­na, excepcionalmente gorda, con chancletas de made­ra, rechupa una naranja, y Erdosain se detiene frente a la puerta del ascensor, sucio como una cocina, del que salen un albañil, con un balde cargado de portland, y un jorobadito con una cesta cargada de sifones y botellas vacías.

      Los departamentos están separados por tabiques de chapas de hierro. En los ventanillos de las cocinas fronteras, tendidas hacia los patios, se ven cuerdas arqueadas bajo el peso de ropas húmedas. Delante de todas las puertas, regueros de ceniza y cáscaras de banana. De los interiores escapan injurias, risas ahogadas, canciones mujeriles y broncas de hombres.

      Erdosain cavila un instante antes de llamar. ¿Có­mo diablos se le ha ocurrido irse a vivir a esa letrina, a la misma pieza que antes ocupaba Barsut?

      Detenido junto al vano de la escalera y mirando un patizuelo en la profundidad, se preguntó qué era lo que buscaba en aquella casa terrible, sin sol, sin luz, sin aire, silenciosa al amanecer y retumbante de rui­dos de hembras en la noche. Al atardecer, hombres de jetas empolvadas y brazos blancos tomaban mate, sentados en sillitas bajas, en el centro de los patios.

      La escalera en caracol descendía más sucia que un muladar. Entonces abrió la puerta cancel del depar­tamento y entró. No bien se encontró en el patio tuvo el presentimiento de que Hipólita no estaba allí; se dirigió a su cuarto y nadie salió a su encuentro. Sin necesidad de que le dijeran nada, comprendió que la Coja no volvería más. Se tapó la cara con la palma de las manos, permaneció así un breve espacio de tiempo y luego se tiró encima de la cama.

      Cerró los ojos. Tinieblas blancuzcas se inmoviliza­ban frente a sus párpados, y el reposo que recibía de la cama en su cuerpo horizontal circulaba como una inyección de morfina por sus venas. Trató de recibir dolor pensando en su esposa. Fue inútil. Una imagen desteñida tocó, con tres puntos de relieve, su sensibi­lidad relajada. Ojos, nariz y mentón.

      Era lo único que sobrevivía de su esposa. Volcó en­tonces su recuerdo hacia el cuerpo de ella; cerró los ojos y apenas entrevió a un fantasma gris vis­tiéndose frente al espejo, pero repugnado abandonó la imagen. Era demasiado tarde. Ninguna fotografía de la existencia de ella podía erizar sus nervios agotados. En una especie de diario, en el que Erdosain anotaba sus sinsabores ―y que el cronista de esta historia utili­za frecuentemente en lo que se refiere a la vida inte­rior del personaje― encontró anotado:

      “Es como si en el interior de uno el calco de una persona estuviera fijado en una materia semejante al yeso, que con el roce pierde el relieve. Yo había repasado muchas veces esa vida querida, para que pu­diera mantenerse íntegra en mí, y ella, que al comien­zo estaba en mi espíritu estampada con sus uñas y sus cabellos, sus miembros y sus senos, fue despacio mutilándose”.

      En realidad, Elsa era para Erdosain lo que aquellas fotografías amarilleadas por el tiempo y que nada, absolutamente nada, nos dicen del original, del que son la exacta reproducción.

      Entonces Erdosain trató de recordarlo a Barsut, y un bostezo de fastidio le dilató las quijadas. No le in­teresaban los muertos. Sin embargo, entre destellos solares, sobre una curva de riel, se desprendió por un instante de la superficie de su espíritu la ovalada carita pálida de la jovencita de ojos verdosos y rulos negros arrollados a la garganta por el viento y pensó:

      “Estoy monstruosamente solo. ¿A qué grado de insensibilidad he llegado para tener el alma tan vacía de remordimientos?”. Y dijo, en voz tan baja que la habitación se llenó de un sordo cuchicheo de caracol marino:

      –No me importa nada. Dios se aburre igual que el Diablo.

      Le causó alegría el pensamiento: Dios se aburre igual que el Diablo. El uno arriba y el otro abajo, bos­tezan lúgubremente de la misma manera. Erdosain, estirado en la cama, con las manos en asa bajo la nuca, entreabrió ligeramente los ojos, sin dejar de sonreír infantilmente. Estaba contento de su ocurren­cia. Mirando un vértice del cielo raso, frunció el ceño. Luego vertiginosa, una chapa de amargura, per­pendicular a su corazón, le partió la alegría, hizo fuerza tangencialmente a sus costillas, y, como la proa que desplaza al océano, expulsó más allá de su nuca la pequeña felicidad, y entonces contempló tristemente el crepúsculo que entraba por los vidrios de la puerta.

      Y sin darse cuenta que repetía las mismas palabras de Víctor Antía cuando recibió el balazo en el pecho frente al chalet de Emborg, Erdosain murmuró fie­ramente:

      –Me han jodido. No seré nunca feliz. Y esa perra también se ha ido. ¡Qué ocurrencia la mía, hablarle a una prostituta, de la rosa de cobre!

      Y apretó los dientes al recordar el semblante de la pecosa, cuyo cabello rojo, partido en dos bandos, le cubría la punta de las orejas.

      Trato de engañarse a sí mismo y dijo:

      –Bueno, me haré siete trajes.

      Fue inútil que con esas palabras tratara de detener el desmoronamiento de su espíritu.

      –Y me compraré cincuenta corbatas y diez pares de zapatos, aunque hubiera sido mejor que la matara esa noche. Sí, debí matarla esa noche.

      Y como el paquete de dinero le molestaba se puso a contarlo. Luego se dio cuenta de que no había tomado ni la precaución de cerrar la puerta.

      Por allí entraba una cenicienta claridad crepuscu­lar, semejante a las luces del acuario en las que flotan con torpes buzoneos, peces cortos de vista. Erdosain, sentado a la orilla de la cama, apoyó la mejilla en la palma de la mano. Al levantar los párpados, detuvo los ojos en el cromo de un almanaque que lo seducía con su titánica policromía.

      Una ciclópea viga de acero doble T, suspendida de una cadena negra entre cielo y tierra. Atrás, un crepúsculo morado, caído en una profundidad de fá­bricas, entre obeliscos de chimeneas y angulares bra­zos de guinches. La vida nuevamente gime en Erdosain. A momentos entorna con somnolencia los ojos, se siente tan sensible que, como si se hubiera desdo­blado, percibe su cuerpo sentado, recortando la sole­dad del cuarto, cuyos rincones van oscureciendo grises tonos de agua.

      Quiere pensar en la mañana del crimen y no puede. Cuando llegó, lo sorprendió a medias la desaparición de Hipólita. Ahora también Hipólita está alejada de su conciencia. Su percepción le sirve únicamente para comprender que las energías de su cuerpo se agota­ron hasta el punto de aplastarlo, con la mejilla tris­temente apoyada en una mano, en la funeraria sole­dad del cuarto. Hasta le parece haber salido fuera de sí mismo, ser el espía invisible que escudriña la an­gustia de aquel hombre allí derrotado, con los ojos perdidos en una gráfica mancha escarlata, hendida oblicuamente por una viga de acero suspendida entre cielo y tierra.

      A momentos un suspiro СКАЧАТЬ